Cuando se haga el debido homenaje a las víctimas de ETA será preciso referirse también a quienes por enfrentarse al terrorismo cuando casi nadie lo hacía vieron sus vidas cotidianas, su trabajo y sus proyectos personales destrozados por el terror.
Hace una década, a raíz del reconocimiento de Gunther Grass de que en su primera juventud había militado en las SS nazis, hubo cierta polémica en Alemania sobre las complicidades con el régimen hitleriano. Llegó a decirse que todo el mundo en la época había incurrido en ellas, fuese por ofuscamiento juvenil, por miedo o simplemente por desinterés de la cosa pública. El periodista e historiador Joachim Fest publicó entonces unas memorias tituladas sencillamente: 'Ich Nicht' (Yo no).
Lo recordé al terminar de leer el artículo de Pello Salaburu 'La vergüenza de nuestro silencio' (DV, 4-12-11). En él mi antiguo rector sostenía, con razón, que «los intelectuales -tampoco la Iglesia, no la olvidemos- han sido incapaces en su conjunto de alzar la voz contra ETA cuando había que haberlo hecho». Se refería a escritores, profesores e intelectuales vascos, desde luego, y señalaba que «ha habido excepciones, pero las excepciones no hacen sino acentuar el silencio de la mayoría». En efecto algunos, como el propio Salaburu, podrían decir «yo no» a la hora de rememorar esa época de oprobio, pero son lamentablemente pocos. Y ya no me refiero solamente a intelectuales sino a los ciudadanos en general, de todas las condiciones y oficios, sobre todo a los de mayor relieve social como cocineros, deportistas, actores, etc.
Lo que faltaba en el artículo de Salaburu era recordar lo que fue de esos que no guardaron silencio ni miraron para otro lado. Porque por lo general no lo pasaron demasiado bien. Y no me refiero ahora precisamente a quienes pagaron con sangre su atrevimiento honroso sino a los que padecieron exclusión, hostigamiento y en muchos casos exilio. Ahora que acaba de morir el noble Vaclav Havel, es oportuno recordar que durante su presidencia se alzó un monumento en un jardín de Praga dedicado a las víctimas de la dictadura comunista. La placa que lo acompaña dice que no sólo se rememora allí a quienes fueron asesinados por el régimen totalitario, sino también a todos aquellos que vieron sus vidas cotidianas, su trabajo y sus proyectos personales destrozados por el terror establecido.
Cuando se haga el debido homenaje a las víctimas de ETA, además de no mezclarlas con otras diferentes reales o supuestas, será preciso referirse también a quienes por enfrentarse al terrorismo cuando casi nadie lo hacía padecieron del modo señalado en el monumento checo. Y lo peor es que si hoy recuerdan en voz alta cuánto penaron son considerados por mucha 'buena gente' (lo que antes se llamaba 'gentuza') como aguafiestas de los felices tiempos nuevos en que vivimos. decretados por los que nos amargaron en el pasado.
Hubo quien tuvo que mudarse, para respirar mejor, desde localidades menores a alguna de las capitales vascas; y otros, dentro de la propia capital, tuvieron que cambiar de su barrio a otros menos invadidos por el matonismo de los intolerantes, como le pasó a la librería 'Lagun'. Muchos tuvieron pura y simplemente que exilarse, para tener la posibilidad de trabajar en paz o incluso de conservar su integridad física. ¿Quién podría reprochárselo? Es difícil seguir dando clase con calma en la universidad cuando a uno le ponen una bomba en el ascensor que utiliza para ir al aula, como le pasó a Edurne Uriarte. Algunos aficionados a las encuestas, no siempre desinteresados, señalan que respecto al cese de la violencia etarra, las conversaciones de Eguiguren con Otegi y compañía, etc. hay percepciones distintas en Euskadi y en el resto de España. Se les olvida mencionar que en ese 'resto de España' viven hoy miles de vascos que tuvieron que dejar su casa por mantener opiniones distintas a las que querían imponer algunos de los que se quedaron, avasallando a sus conciudadanos. Recuperar sus voces para equilibrar el panorama político y dar que pensar a quienes pretenden ahora hablar en nombre de 'la sociedad vasca' es una elemental exigencia democrática.
Porque aún hay quien quiere silenciar a los que no guardaron culpable silencio y eso no sólo pasa en el País Vasco. Por ejemplo Aurelio Arteta, uno de los que puede decir con pleno derecho «yo no», publicó hace meses un excelente estudio titulado 'El mal consentido' (ed. Alianza). Trata de los diversos subterfugios con los que disculpan su complicidad moral quienes asisten sin intervenir ni protestar a las fechorías que se cometen a su lado. La obra no se centra en modo alguno en lo ocurrido en el País Vasco, que menciona sólo ocasionalmente junto a otros ejemplos de esta dimisión ética tan lamentablemente frecuente. Pues bien, el libro quedó entre los finalistas para aspirar al Premio Nacional de Ensayo. En las deliberaciones -que son reservadas pero siempre llegan a conocerse- su candidatura fue postergada porque según algunos miembros del jurado la obra podía 'crispar' y no colaboraba con los vientos políticos que hoy soplan en Euskadi.
De modo que ya ven ustedes como están las cosas, en la política y en la moral. Sigue por lo visto el tiempo de silencio.