Hace un par de semanas volví a pasar por la experiencia, a través de dos hechos distintos pero que evocaban el mismo tiempo perdido. El primero fue el proyecto del cineasta Iñaki Arteta de rodar una película sobre la peor época de la democracia española frente al terrorismo de ETA, aquel 1980, donde mataban a un hombre cada sesenta horas. El segundo, la ritual evocación(aunque más moderada este año, de número puntiagudo: se ha cumplido el 31 aniversario) del intento de golpe de Estado del 23 de febrero. A medida que esos años van alejándose de mis años se hace cada vez más patente el estallido de una bomba de neutrones sentimental que se lleva la mugre, la fealdad y los malos recuerdos de entonces para dejar un paisaje dorado, armónico y de un considerable poder de seducción. Verás hasta qué punto llegan la bomba y sus efectos, si te confieso que me descubrí embobado sobre la fotografía que reproducía este periódico donde te echo las cartas, y que mostraba a su director en el momento que la autoridad, militar, por supuesto, lo expulsaba del juicio de Campamento: guapo y frágil, pensé, o sea que te insisto sobre la potencia de la explosión.
Obviamente, la experiencia en sí nada tiene de singular; forma parte de la conciencia más elemental de los hombres y ha ido dejando marcas en la lengua: los buenos viejos tiempos y la certeza refranera de que cualquier tiempo pasado mejor. Un asunto interesante y algo más específico es el avance gradual de los neutrones sentimentales sobre el territorio del pasado. Hace años el poeta Pere Gimferrer, en una agradable conversación sobre la literatura y la vida, daba ya casi por personalmente amortizada la luz complaciente de su memoria sobre el territorio de los años sesenta, mientras me subrayaba que los setenta pata de elefante empezaban a situarse bajo su foco meloso. Aunque no lo explicitó era evidente que eso significaba que aquellos años empezaban a estar dispuestos para que la literatura, tal vez liberada de la crónica, empezara a extender su dominio. La literatura, y en especial la ficción, parece ser la beneficiada principal de este indeleble rasgo humano, que ha utilizado de todas las maneras posibles. Incluidas las puramente ridículas, como esa Midnight in Paris, cuyo guión acaba de recibir un Oscar. Una discusión pendiente es si esa característica de la mirada retrospectiva, al margen de las emociones que procura, ha aportado conocimiento sobre los hechos del pasado y sobre el propio sujeto que los evoca. Pero ahora no me interesaba la discusión literata, sino la propia materialización del fenómeno. Amígdalas, lóbulos prefrontales, cortezas cinguladas, ¡la nueva poesía de la experiencia!
Una de las características de la búsqueda intelectual en nuestro tiempo es que las expectativas siempre se ven colmadas. A los pocos pasos de empezar la búsqueda ya me había topado en la red con una ciencia de la nostalgia, en la que trabajaban médicos, psicólogos, neurocientíficos. Descubrí que un Petr Janata estaba especializado en una investigación sobre la música y los recuerdos: al parecer hay un región cerebral que entrelaza específicamente la banda sonora con los hechos de nuestra vida. Como mediante ese entrelazamiento la música permite ver caras, y como además esa región es una de las últimas que resultan afectadas por la pisada del monstruo del Alzheimer, el doctor Janata sugiere que a las terapias convencionales contra la enfermedad se añadan reproductores mp3. Leí también que la doctora Laura Carstensen, de Stanford, se había especializado en el llamado positivity bias,que explica por qué los ancianos eligen, en sus recuerdos pero también en sus experiencias presentes, los hechos amables. Esto me interesaba específicamente. No pude localizar a la doctora Carstensen, pero sí a un colega de Duke, el doctor Roberto Cabeza, que conoce bien sus estudios y ha añadido algunos propios en un sentido parecido. Le pregunté a Cabeza si podía verse la explosión cerebral de los neutrones sentimentales:
—Lo que hemos encontrado, a medida que las personas envejecen, es un incremento de las conexiones funcionales entre la amígdala, asociada a las emociones, y el lóbulo frontal, que se asocia al control de los fenómenos cognitivos. Esto concuerda con las ideas de la doctora Carstensen de que los ancianos usan procesos de control para evitar las emociones negativas.
Es decir, que el lóbulo frontal filtra las emociones negativas de la amígdala, dejando el recuerdo bañado de la luz característica de las películas del cineasta Garci. Un fenómeno de protección, de pura estrategia de supervivencia, como era de esperar. Lo sorprendente, según el doctor Cabeza, es que no es asunto solo de viejo:
—Estudios con personas más jóvenes, afectadas real o imaginariamente por enfermedades fatales, sugieren unas interacciones similares entre la amígdala y el lóbulo frontal.
Es interesante pensar que sobre esa aduana emocional se haya escrito buena parte de la historia de la literatura. Más inquietante es que no se trate solo de la literatura. El pasado áureo, convertido en emoción colectiva, está enquistado en las ideologías más dañinas, singularmente en el nazismo, y ni que decir tiene que cualquier forma de nacionalismo se funda en ese territorio mítico. Y también tiene una derivación más inesperada, como la que atañe a la llamada memoria histórica. El periodista David Rieff, muy conocido por haber escrito una crónica sobre la muerte de su madre Susan Sontag, es el autor deAgainst Remembrance, un librito que no ha sido traducido al castellano y del que solo tengo noticias indirectas a través de dos comentarios, uno de Fernando Savater, en El País, y otro de Sebastiaan Faber en FronteraD. Pero bastan esas noticias para lo que ahora me interesa. Este párrafo concreto de Savater, que explica uno de los rasgos de la crítica a la memoria histórica que hace Rieff: «La historia no es un menú del que se pueden incluir los platos sabrosos y excluir los indigestos, pero la memoria colectiva selecciona, sacraliza y mitifica de acuerdo con el narcisismo del grupo y sus ambiciones del momento.» Es tentador observar en ese movimiento del grupo el mismo mecanismo que actúa en la memoria individual. Y concluir que como en el caso del hombre individual las naciones, los partidos políticos y cualquier otro músculo colectivo acuden a él también para sobrevivir.
Sigue con salud
A.
A.
(El Mundo, 3 de marzo de 2012)