Los poderes del zar Putin

Pedro Fernández Barbadillo.



La potencia de un país no reside sólo en su economía y en sus fuerzas armadas, también en su clase dirigente y en su Constitución. El nuevo presidente de Rusia, Vladímir Putin, va a disponer de unos poderes que en su país sólo tuvieron los secretarios del PCUS. Su modelo en Europa podría ser la V República del general Charles de Gaulle.
Japón y Alemania podrían ser potencias mundiales, pero por su pasado y por la presión internacional han decidido limitarse a la economía. En cambio Brasil, con una economía en crecimiento pero con inmensas desigualdades interiores, ha optado por armarse y reclamar un puesto entre las grandes potencias. Rusia, una vez superado el derrumbamiento de la Unión Soviética y recuperada la economía, pretende ascender de nuevo al papel de superpotencia mundial.


Rusia lleva años en manos de dos hombres: Vladímir Putin, un veterano del KGB, y Dimitri Medvédev, un profesor de derecho. Es tal la confianza entre ambos, que han cambiado sus puestos. Cuando Putin no pudo presentarse a la reelección en 2008 por la prohibición constitucional de ejercer más de dos mandatos presidenciales consecutivos, propuso a su partido, Rusia Unida, que llevase como candidato a Medvédev, y cuando éste se convirtió en el jefe ruso de Estado más joven desde que Nicolás II fuese coronado en 1896, con 28 años, nombró primer ministro a Putin. En septiembre de 2011, en el congreso de Rusia Unida se cambiaron los puestos: Medvédev se presentaría a las elecciones parlamentarias de diciembre y Putin a las presidenciales de marzo de 2012.


La "democracia soberana"


Los períodos de Putin (1999-2008) y Medvédev (2008-2012) han supuesto un fuerte contraste con los de Borís Yeltsin (1991-1999). Debido a la ruina económica del país y la impopularidad del comunismo, Moscú tuvo que asistir impotente a la separación de las repúblicas que formaban la URSS. Yeltsin hubo de seguir con la petición de préstamos y ayuda alimentaria a Occidente y Japón que ya había iniciado Mijaíl Gorbachov y aceptar condiciones como la reunificación de Alemania, el ingreso de antiguos miembros del Pacto de Varsovia en la OTAN y el control de su armamento nuclear.


Putin comenzó una política definida por él mismo como "democracia soberana", según la cual Rusia debe seguir su propio modelo, sin copiar formas occidentales. La subida de los precios internacionales del petróleo y el gas, prácticamente los únicos productos de exportación que tenía el país en esos años, le permitió disponer de fondos para nuevos programas militares y espaciales, para recuperar la sanidad y hasta para promover la natalidad.


En 2009 Rusia se convirtió en el primer exportador de petróleo del mundo, por delante de Arabia Saudí, y ese mismo año el Gobierno de Medvédev y Putin no vaciló en cortar el suministro de gas a Ucrania para resolver una disputa.


Política exterior independiente


En política internacional, Moscú ha recuperado desde hace años la iniciativa y ha erigido una esfera de influencias. A diferencia de Barack Obama, que promueve el soft power, los organismos multilaterales y el diálogo, el dúo Medvédev-Putin ha recurrido a la fuerza cuando han estado en juego los intereses rusos, aunque ello contradiga el Concepto de Política Exterior promulgado por Medvédev en julio de 2008. Según este documento, Rusia debe buscar una asociación estratégica con Estados Unidos para superar recelos tradicionales, la cooperación con la Unión Europea y la formación de un nuevo y amplio espacio de seguridad euro-atlántico. Sin embargo, los hechos sucedidos inmediatamente después indican que esas directrices quedan supeditadas al interés nacional.


Así, Moscú atacó Georgia en agosto de 2008 para defender a sus aliados de Osetia y Abjasia; además, ha reforzado sus relaciones con Irán, Cuba y Venezuela. En el conflicto sirio, es la única gran potencia que continúa apoyando a Bachar el Asad, cuando Estados Unidos, Francia y Arabia Saudí respaldan a los rebeldes.


La decisión populista de la canciller Ángela Merkel de cerrar las 17 centrales nucleares de que dispone Alemania implica un aumento de la dependencia germana del gas natural suministrado por Rusia. Existe el temor de que Alemania se vincule cada vez más a Rusia, un gran mercado para su tecnología, en detrimento de la Zona Euro.


Un presidente para doce años


Antes de las elecciones, Putin publicó un artículo en la oficial Rossiyskaya Gazeta en el que se comprometía a dotar a las Fuerzas Armadas rusas de superioridad militar y tecnológica sobre cualquier adversario. Por lo que hace al reforzamiento del Estado, se ha logrado también con una reforma constitucional.


La Constitución vigente la hizo aprobar Yeltsin en referéndum en diciembre de 1993. Establece un sistema presidencialista con un primer ministro nombrado por el presidente con la aprobación de la Duma, la Cámara Baja. El presidente es elegido mediante sufragio universal, directo y secreto, y puede desempeñar dos mandatos seguidos de cuatro años; después de un mandato inhábil, puede volver a presentarse.



En diciembre de 2008 se introdujeron unas reformas propuestas por el presidente Medvédev, que había tomado posesión en mayo. Entre otros puntos, ampliaban el mandato presidencial a seis años a partir de las elecciones de 2012. Después de su victoria, Putin podrá gobernar hasta doce años seguidos, que se sumarán a los ocho anteriores, con los que podría alcanzar los veinte, el reinado de un zar. Y como un zar, tendrá la Duma sometida, no sólo porque su partido tenga en ella la mayoría absoluta.


De acuerdo con las reformas constitucionales, el presidente puede disolver la Duma cuantas veces desee. Si la Duma aprobase una moción de censura del Gobierno o le negase la confianza, el presidente no tiene la obligación de aceptar la dimisión del Gabinete, sino que puede optar por mantenerlo o por disolver el Legislativo.


La aparente disfuncionalidad entre una Cámara cuya legislatura dura cinco años y un presidente electo para seis se soluciona con la disolución de aquélla y la convocatoria de nuevas elecciones parlamentarias; solución que se encuentra en manos del presidente.


Durante la tramitación de la reforma constitucional de 2008, Medvédev negó que ésta fuese a hacer de Rusia "una república parlamentaria", porque eso supondría "la muerte de la nación".


Ni Francia ni Estados Unidos


El poder del presidente de EEUU es menor: sólo puede gobernar ocho años, y además carece de la facultad de disolver el Congreso, que le puede dejar sin fondos.


En Europa sólo hay una Constitución que dé tanto poder al jefe del Estado: la francesa de la V República... pero antes de las reformas de 2000, que redujeron el septenio presidencial a quinquenio y concedieron algunos poderes más al Parlamento. Si miramos fuera de Europa, el modelo más próximo a la norma fundamental rusa es el de la Constitución chilena de 1980, escrita para el general Pinochet con la finalidad de instaurar en el país austral una "democracia autoritaria y protegida" y evitar crisis políticas como la que condujo al Gobierno Allende y al golpe de estado de 1973.


En mayo, Putin jurará de nuevo como presidente y propondrá a la Duma a Medvédev como primer ministro. Cabe preguntarse si dentro de seis o de doce años asistiremos a un tercer cambio de sillas entre los dos amigos; y, también, si está naciendo un PRI ruso.


Lo importante es que la Rusia de Putin dispone de autosuficiencia energética, potencia militar, doctrina geopolítica y Constitución. Mientras tanto, Europa no sabe qué hacer con Grecia.

Douglas Flynt

American Gallery.


Kristina
Independent Scholar
Jenene
Figure Study
In Preservation Of The Union

El canal del fin del mundo

Fernando Díaz Villanueva.



En 1926 se publicó en Londres un revelador libro sobre las condiciones inhumanas de vida que imperaban en los campos soviéticos de trabajo esclavo. Su autor era un antiguo oficial del ejército blanco llamado Soserko Malsagov que había conseguido escapar del campo de las Solovki. El libro, que llevaba por título An island hell, era un sobrecogedor relato sobre los excesos penitenciarios del bolchevismo que acababa de instalarse en el poder.
El testimonio de Malsagov caló hondo entre buena parte de la opinión pública. A los industriales británicos, sin embargo, no les conmovía tanto la infamia de los campos como el hecho de que Stalin los estuviese utilizando para ganar una ventaja competitiva en el mercado mundial. La URSS, que acababa de salir de dos devastadoras guerras, estaba necesitada de divisas, sobre las que pudiese asentarse y prosperar su despótico Gobierno. A falta de mejores productos, vendían lo que tenían a mano, básicamente madera, muy abundante en Rusia, casi tanto como la mano de obra forzada con la que los planificadores contaban para talar los interminables bosques de Siberia.

Se extendió entonces por Europa y Estados Unidos la idea de promover un boicot a los productos rusos por razones humanitarias. En América la iniciativa pronto se vio bendecida por el éxito. En 1930 el Congreso aprobó una ley que impedía la importación de mercaderías provenientes de la Unión Soviética que hubiesen sido producidas por presos condenados a trabajos forzados. Estados Unidos era el primer importador de madera del mundo, por lo que aquel incordioso boicot suponía un importante perjuicio económico para las arcas del Kremlin.
Stalin, muy sensible a las campañas de propaganda adversa, 
ordenó que todos los presos políticos abandonasen de inmediato las explotaciones forestales. Para demostrar al mundo su buena voluntad, organizó una expedición de periodistas occidentales para que lo comprobasen in situ. Y era cierto, los presos –al menos los políticos– ya no estaban allí. Habían desaparecido por completo. ¿Acaso al ogro georgiano se le había reblandecido el corazón y los había liberado?

No, nada de eso. Una vez recuperado el crédito internacional, el Padrecito de los Pueblos concibió un proyecto colosal, digno de un faraón egipcio, que le devolviese la buena prensa de la que disfrutaba sólo unos años antes. El pueblo soviético, es decir, él mismo, iba a hacer realidad un sueño centenario: unir el mar Báltico a la altura de Leningrado con el mar Blanco, un apéndice del océano Ártico donde se encontraba el activo puerto de Arjangelsk.

Era una obra realmente titánica. Entre los dos mares había más de 200 kilómetros de puro granito en varios niveles, lo que obligaría a construir multitud de esclusas. A los inconvenientes geológicos se sumaban los climáticos: la región donde habría de excavarse el canal, la Carelia rusa, es uno de los lugares más fríos y desapacibles del globo. Para colmo de males, no había ciudades en la zona. Todo se tendría que llevar desde fuera, empezando por los trabajadores.

Y hasta allí fueron a parar los esclavos de los bosques y los llamados "desterrados especiales", una categoría de presos políticos cuyo inevitable final era morir trabajando para la revolución.

En total, unos 170.000 hombres fueron trasladados hasta la taiga de Carelia. Una vez allí tuvieron que levantar con sus propias manos casas de madera para guarecerse y construir los caminos por donde transitarían las carretas con el material de la obra. Porque el canal del Mar Blanco, que poco después de ser anunciado ya llenaba las páginas de los periódicos de todo el mundo, habría de hacerse de un modo casi artesanal, sin recurrir a los avances de la ingeniería moderna. Esto era así porque la flamante Rusia soviética, envidia y referente de la izquierda mundial, estaba en bancarrota. En cambio, disponía de una reserva de mano de obra prácticamente inagotable. Pero eso en Occidente no se sabía... o no se quería saber.

La magnitud del proyecto, lo inadecuado del lugar y la precariedad de medios indicaban que el canal del mar Blanco o Belomorkanal tardaría una década en concluirse. No era esa la idea de Stalin, que pretendía dar una lección sobre lo que era capaz de conseguir el denostado bolchevismo. En un discurso anunció al mundo que se concluiría en sólo 21 meses. Menos de dos años en los que una taiga granítica salteada por lagos y pantanos se convertiría en el canal más moderno del mundo. Eso implicaba asumir muertes, muchas más de lo que era habitual en los campos de trabajo ordinarios.

Al final terminó siendo una auténtica matanza: aproximadamente 100.000 obreros perecieron durante su construcción. La mayor parte, de frío y hambre; otros, de agotamiento, por accidentes laborales o por enfermedades como el escorbuto, que arrasó buena parte de los campamentos durante el invierno de 1932. No importaba demasiado. Los cadáveres se enterraban y pronto había un sustituto recién llegado que se hacía cargo de un trabajo que trituraba a cualquiera. Debido a la falta de medios, la excavación se hacía a pico y pala, los escombros se retiraban en carretillas de madera y los bosques se talaban con simples serruchos de mala calidad.

Los ingenieros no pasaban hambre ni privaciones, pero vivían con el miedo metido en el cuerpo. Tenían orden de que el canal estuviese operativo y abierto al tráfico en el verano de 1933. Si no lo terminaban para esa fecha su vida pasaría a no valer nada. Impelidos por la necesidad, introdujeron elementos del odiado capitalismo para aumentar la productividad. El que más trabajase comería más y mejor. En los comedores se colocaron carteles encima de las mesas de los más productivos que decían: "Para los mejores trabajadores, la mejor comida". Los que no llegaban a las cuotas marcadas se sentaban en mesas sobre las que pendía un amenazador cartel: "Aquí comen la peor comida: los refractarios, los haraganes y los vagos".

Muchos, por una simple cuestión de edad, iban desde la mesa de los vagosdirectos al hoyo, porque el trabajo era tan exigente que la supervivencia dependía en gran medida de las calorías que se ingiriesen a diario. Muchos morían desnutridos en la misma obra o sucumbían ante la más leve enfermedad por tener el sistema inmunológico devastado, por la suciedad en los barracones o por los malos tratos de los capataces. Pero el individuo no era importante, sino la inquebrantable voluntad del líder.

Conforme avanzaban las obras, la campaña propagandística se intensificó. Una vez terminado, el canal iba a llevar el nombre del mismo Stalin. Los intelectuales del régimen, dirigidos todavía por Maxim Gorki, se volcaron con el proyecto sin escatimar alabanzas y parabienes poéticos que abundaban en la dicha del socialismo y la redención mediante el trabajo. Para que todos los rusos recordasen nítidamente esta obra fundacional del espíritu soviético se lanzó una marca de cigarrillos llamada Belomorkanal, que emponzoñó los pulmones de varias generaciones de rusos... y que aún hoy sigue existiendo.

El canal del mar Blanco fue terminado en el plazo impuesto por Stalin, que lo inauguró con gran pompa en agosto de 1933. Se había hecho deprisa y mal, pero eso era lo de menos. El imperio soviético podía sacar pecho ante el mundo, mostrar los poderes de una revolución para la que no había desafíos imposibles. Pocos sabían que, debido a la tecnología empleada, el canal sólo calaba tres metros y medio, lo que imposibilitaba que buques de gran tonelaje lo transitasen. Por su latitud extrema, de octubre a mayo permanecería cerrado a causa del congelamiento de sus aguas. Los acorazados de la flota del Báltico y los grandes mercantes no podrían internarse en él, por lo que tendrían que seguir circunnavegando Escandinavia para ir de Leningrado al Ártico.

La propaganda soviética y los siempre solícitos repetidores de consignas con los que contaba en Occidente lo vendieron como uno de los grandes logros de la humanidad, pero lo cierto es que el canal servía de bien poco. Durante mucho tiempo se pensó que sus defectos técnicos se debían a errores de planificación y a la premura con la que se construyó, pero no, el desdichado canal del fin del mundo nunca se hizo para ser navegado. La lógica soviética no era esa, sino la del trabajo esclavo y la propaganda como genuinos pilares de la sociedad. Pocas veces se vio tan claro como en ese inmenso cementerio travestido de canal del que ya nadie se acuerda.

¿Cuál es ahora mismo la inversión más rentable de España?

Juan Ramón Rallo.



Y cuando digo "España", me estoy refiriendo a cualquier país que esté atravesando una crisis económica derivada de, por un lado, un exceso de endeudamiento (público o privado) y, por otro, de una acumulación de planes empresariales equivocados. Toda sociedad que se encuentre en esta coyuntura sólo será capaz de salir definitivamente de la crisis cuando, primero, haya amortizado parte de su excesiva deuda (sobre todo la dedicada a financiar proyectos no rentables) y, segundo, haya reajustado parte de su aparato productivo desde negocios que hayan dejado de generar valor a otros que pasen a hacerlo. Es decir, la superación de la depresión pasa por incrementar el volumen de ahorro en una comunidad, ya sea para reducir su endeudamiento o para financiar nuevas inversiones.
Sin embargo, la mayoría de la gente sólo quiere oír hablar de "nuevas inversiones", pues al parecer esto es lo que se traduce inmediatamente en puestos de trabajo. Por ello, cuando uno exhorta al ahorro tanto del sector público como del sector privado, inmediatamente debe responder a la pregunta ¿ahorrar para invertir dónde? Si en un país no existen oportunidades de inversión, promover la austeridad parece suicida: dejamos de gastar en unas partes de la economía sin proceder a hacerlo en otras.
En este punto, sin embargo, conviene regresar a los principios más elementales de la Economía. Un individuo, una empresa o un Estado son capaces de generar riqueza mediante el endeudamiento si la tasa de rentabilidad de su inversión es superior al tipo de interés que han de abonar por la deuda. Por ejemplo, si una compañía emite un bono por el que pagará durante una década un tipo de interés del 5%, deberá buscar proyectos de inversión cuya rentabilidad media sea, al menos, de un 5% al año.
Recordemos que el tipo de interés que exigen los prestamistas no es más que la compensación por retrasar la satisfacción de sus necesidades y por arriesgarse a no recuperar su capital: por tanto, si la inversión es incapaz de generar unos bienes o servicios futuros con el suficiente valor como para hacer frente a los pagos de intereses, más les valdría, tanto al deudor como al acreedor, que ese proyecto no se hubiera iniciado nunca. Al acreedor, porque no ha obtenido los intereses mínimos que le compensaban ahorrar a tan largo plazo y asumir tantos riesgos; al deudor, porque se descapitaliza pagando unos intereses superiores a los rendimientos que genera su inversión.
Así las cosas, la mejor inversión que puede acometer una persona, una empresa o un Estado que dilapide su capital en proyectos con una tasa de rentabilidad inferior al tipo de interés que debe abonar por la deuda es... dejar de endeudarse. Por ejemplo, si un Gobierno pide prestado dinero al 5% y no es capaz de invertirlo a más del 1% (porque no existen proyectos con mayor rentabilidad dentro de esa economía o porque él no los conoce), ese Gobierno estará experimentando unas pérdidas del -4%. ¿Cuál sería su inversión más rentable? Dejar de endeudarse paralizando la inversión improductiva que lastra sus finanzas y que sufraga con tipos de interés excesivos: de ese modo lograría unas ganancias del 4%, muy superiores a cualquier otro proyecto de esa economía.
Por ejemplo, la deuda pública española a 10 años cotizó en 2011 a unos tipos de interés de entre el 5% y el 6%. ¿Conocen usted alguna otra inversión productiva que pueda realizarse a gran escala en España y que proporcione una rentabilidad anual segura de entre el 5% y el 6%? Yo no, salvo el muy rentable ejercicio de la austeridad. Precisamente, una de las mejores inversiones que podría haber realizado nuestro Gobierno es no haber gastado y no haberse endeudado tanto como lo hizo: los frutos de esa decisión se traducirían a partir de 2012 en un ahorro de entre 4.000 y 5.000 millones de euros en concepto de intereses; algo así como el doble de beneficios que obtuvo una multinacional como Repsol. Nada mal.
Lo mismo sucede con los agentes que se hayan endeudado en exceso para ejecutar inversiones improductivas y que, por consiguiente, están condenados a pagar tipos de interés muy altos por esos pasivos. Aunque esas personas o empresas no conozcan de ningún nuevo proyecto empresarial rompedor, sí tienen a su alcance un uso muy rentable de sus ahorros: reducir anticipadamente sus deudas evitándose así el pago de intereses futuros.
Por supuesto, los habrá que consideren que la rentabilidad del gasto público debería medirse no por la rentabilidad directa del proyecto del sector público, sino por sus efectos multiplicadores sobre la rentabilidad de otros negocios en el sector privado. Verbigracia: el Plan E podría haber sido una ruina absoluta, pero, al hacer circular el dinero, quizá contribuyó indirectamente a generar riqueza en otras zonas de la economía que compensaran los pagos de intereses de la deuda. Quienes así razonan no se dan cuenta de que "hacer circular el dinero" mediante el déficit público equivale a obligar forzosamente a toda la sociedad a que se endeude todavía más de lo que ya lo está (tanto a quienes saben qué uso hacer de ese endeudamiento como a quienes no saben qué uso hacer de él), y la obliga a endeudarse a un coste carísimo: con tal de que el crédito llegue a la ciudadanía, el Gobierno lo despilfarra en un primer momento. Sería mucho más razonable y efectivo que aquellas personas que lo deseen y que observen auténticas oportunidades de inversión demanden directamente el crédito, en lugar de distribuirlo aleatoriamente por la puerta de atrás después de haberlo dilapidado en proyectos no rentables. Claro que facilitar que el crédito fluya sólo a donde tiene que fluir obligaría a reconocer que lo que necesitamos, antes que nada, es ahorrar y sanear nuestra situación financiera para que los bancos vuelvan a tener capacidad de prestar y, sobre todo, para que los demandantes de crédito vuelvan a ser solventes y deudores confiables.
En definitiva, no es verdad que en una economía hiperendeudada y con el tejido productivo desestructurado no existan usos rentables que justifiquen la restricción de los gastos y el incremento del ahorro: el no seguir endeudándonos o el amortizar nuestras deudas pasadas es una inversión que puede llegar a ser tremendamente rentable en ciertas coyunturas.