El autor del texto desea "dedicar las presentes páginas a poner en relación
las nociones liberales con las nociones de la filosofía hermenéutica, y ello con respecto
al asunto de por qué merece la pena apostar por la tolerancia".
Desde un perspectiva ética liberal, aquella que "preconiza la idea de que hay una cierta concepción de la vida (la que promociona valores como la autonomía personal, la reflexión individual y la constante disponibilidad a revisar nuestras nociones acerca de lo bueno)", los argumentos a favor de la tolerancia se pueden agrupar en tres.
1. El argumento de la libertad como metavalor: "El hecho de comportarse
libremente dota a cualquier elección de valor que se haga (ya sea acertada o
equivocadamente) de una especie de valía adicional de la que carecería si la elección no
se hubiera hecho de manera autónoma", por lo tanto, "Somos, pues, liberales si toleramos las peregrinas creencias de los demás porque preferimos que, al menos, sean libres al sostenerlas, y no reputaríamos deseable una situación en la que, a costa de perder su libertad, todos ellos viniesen a concordar con nosotros mismos".
2. El argumento escéptico: "El ineluctable escepticismo acerca cuáles sean esos valores
o concepciones del mundo que podemos demostrar irrevocablemente que son más
aceptables que los demás para la raza humana".
Estos argumentos son contradictorios entre sí, con la disputa entre "un liberal que apueste sobre todo por la
libertad como el principio ético supremo que todo el mundo ha de reconocer, y un
liberal al que le convenza preferentemente la idea de que no podemos establecer valor
alguno como superior para todo el mundo, ni siquiera el de la libertad".
3. El argumento pluralista-utilitario: "[E]l hecho de
que haya muchas concepciones del mundo que conviven en la sociedad humana, lejos
de significar un inconveniente para el bienestar de los individuos que la integran (como
durante siglos se ha venido concibiendo, y por ello se ha hablado siempre de la
existencia de “facciones” dentro de una comunidad como motivo de potenciales males para la misma), representa más bien una ventaja para la felicidad humana".
Ahora bien "este tercer
argumento aquí analizado presupone la existencia de al menos un principio claro y
distinto, a saber, que la existencia de una efervescente pluralidad social nos conducirá a
una mayor felicidad; mientras que el argumento escéptico [...] nos prohibía categóricamente este tipo de presuposiciones sobre qué tipo
de valores sociales (incluida la “pluralidad”) son más aptos a la hora de conducirnos
hasta nuestra felicidad o salvación".
"Tampoco el primer argumento que sopesamos, el de la libertad como un metavalor
que da sentido a los demás valores, queda bien parado si se lo confronta con esta
argumentación pluralista-utilitaria de Mill: pues para esta el único sentido de la libertad
es que nos concede un progresivo incremento de prosperidad en los avatares humanos
(de tal forma que, hipotéticamente al menos, si en algún caso la libertad entrara en
competición con tal beneficio humano, habría que decantarse sin vacilar por este último
y olvidar la primera); mientras que dentro del marco de la libertad como metavalor,
incluso una decisión libre pero que condujera a nuestra infelicidad es preferible a una
decisión que nos brindara contento pero que se nos hubiese impuesto coercitivamente".
Para finalizar el autor compara los tres argumentos previos con la filosofía hermenéutica. Respecto del primer argumento, "[l]os pensadores hermenéuticos se
preocupan demasiado de subrayar el carácter interpretativo de toda nuestra experiencia
del mundo como para decidir a priori que, fuere cual fuere nuestro contexto cultural o
histórico, siempre habríamos de localizar en el valor de la libertad una significación
excelsa con respecto a todos los demás valores, independientemente de los avatares
concretos de nuestra interpretación".
El segundo argumento tampoco encuentra apoyo en la filosofía hermenéutica, ya que "el escepticismo en este campo [cuestiones ético-políticas] no es
más que una indeseable consecuencia de la preponderancia de la razón metódica propia de las ciencias naturales, que extrapola de modo injustificado sus
procedimientos y reclamo de certidumbres a otras áreas, como la de los valores éticos,
que siempre se quedarán cortas (y de ahí la irrupción del escepticismo) frente a tan
estrictos y matematizantes requisitos, cuando en realidad no tendrían por qué someterse
a parejos requerimientos, que les son ajenos".
Respecto al tercer argumento, "[L]a hermenéutica no se
compromete (no puede comprometerse) con la idea de que el pluralismo sea un valor
por sí mismo, a modo de axioma metafísico, al que hayan de doblegarse todos los seres
humanos para disfrutar de una imperativa juissance de vivre [goce de vida]. Hasta aquí, pues,
hermenéutica y liberalismo compartirían el enfoque que se resiste a estimar el
pluralismo como algo deseable por sí solo.
Ahora bien, donde el argumento liberal antes explicado hace entrar en juego una
finalidad utilitarista (el progreso de la felicidad humana) para justificar ese pluralismo
que no quiere dejar como algo autosuficiente, la hermenéutica no puede usar ese mismo
expediente utilitario, por el sencillo motivo de que no puede creer ya en la idea de un
progreso mesurable según un canon común a toda la Humanidad, univocista, independiente de los contextos concretos, de los prejuicios de
cada intérprete, de cada “comunidad de interpretación”".
El texto acaba con la siguiente reflexión: "Gilbert K.
Chesterton (“La tolerancia es la virtud del hombre sin convicciones”) cuya sombra
planea insistente sobre cualquier discurso superficial que se regodee en una
glorificación del mero tolerar por tolerar".