"Recordarás cuándo empezamos a hablar de la verdad. Era el año 2001 y yo estaba escribiendo mi primer diario sobre los diarios. Llevaba como armas seminales Los verdaderos pensadores de nuestro tiempo, de Guy Sorman, un libro casi remoto del que oí hablar por primera vez a Sergio Vila-Sanjuán, que ya desde joven había leído a los verdaderos; Verdad y mentiras en la literatura, de Stephen Vizinczey, el libro del incendio (ardí vivo con él y sería el que salvase del tópico) e Imposturas intelectuales, de Jean Bricmont y Alan Sokal, los únicos autores que han entendido sin cuento la verdad de la mentira. Desde hacía tiempo daba clases en la universidad. Cuando el primer día le decía a los niños que la verdad existía y que era una, aunque puede que rota en múltiples trozos (Josep Carner), contestaban que en todas las otras aulas les habían dicho lo contrario. Y eran clases de periodismo. En cuanto al ambiente intelectual, qué decir. Lo más fino que oía al pasar era positivista ilógico. Pero los epítetos derivaban rápidamente hasta el realista ingenuo. Y al cientificista. El de esta palabra era un momento mágico: '¿Y cómo creéis que pueda darse un exceso de ciencia?, replicaba en subjuntivo'. Los jóvenes profesores de literatura se apretaban una espinilla y fluía el pus del psicoanálisis. Citaban a Feyerabend los días pares y a Kuhn los nones, y remataban, barriendo para su polvorienta casa: 'La ciencia es solo otro relato más'. La verdad era entonces una grosería intelectual y un rasgo sospechoso y desagradable de rigidez ética".