Destaco:
En Cuba el salario medio es de 20 dólares al mes. Los médicos pueden ganar 30; mucha gente gana solo 10. Decidí premiarme con el salario de un periodista cubano: 15 dólares al mes, los ingresos de un intelectual oficial. Yo siempre había querido ser un intelectual, y 15 dólares era sustancialmente más que los 12 dólares que ganaban los muchachos que construían paredes de ladrillo o cortaban caña, y casi el doble de los 8 dólares recibidos por muchos jubilados. Con ese dinero tendría que comprar mi ración básica de arroz, frijoles, papas, aceite de cocina, huevos, azúcar, café y cualquier otra cosa que necesitara.
Cuando llegué a mi habitación, los sándwiches se habían desintegrado en mis bolsillos y se habían convertido en una masa de migajas, mantequilla y algo parecido al queso, pero me los comí lentamente, prolongando la experiencia. Siempre me había reído de los cubanos que halagaban el régimen a cambio de un bocadillo, pero al segundo día yo ya estaba dispuesto a denunciar a Obama a cambio de una galleta.
Erróneamente, había dado por hecho que podría comprar la comida que necesitara durante ese mes. Pero, como americano, no tenía derecho al racionamiento, gracias al cual el arroz cuesta un penique el medio kilo. Como “cubano” viviendo con 15 dólares, no podía permitirme comprar la comida fuera del sistema, en las caras tiendas que aceptaban dólares.
Los pantalones son uno de los artículos no comestibles que se distribuyen mediante racionamiento, y eso solía significar un par al año.
¿Cuánta hambre tenías que pasar antes de convertirte en la chica adolescente que paseaba por una acera del Vedado esa tarde y que, sosteniendo a un bebé contra su cadera, se volteó y me dijo: “¿Quieres una chica sucky sucky?
Me quedé observando los Ladas que pasaban y tratando de ver cuántos de ellos tenían tapa en el depósito. Con unos tubos y una jarra podía conseguir cinco litros de gasolina y venderlos a través de un amigo en el Barrio Chino. Pero todos los coches en Cuba tenían tapas de depósito con llave o pasaban la noche encerrados. Demasiados hombres más duros que yo se dedicaban ya a eso. No es una isla para ladrones amateurs.
A partir de entonces, pude comprar todo lo que quise. Con Jesús de mi lado, no me hicieron preguntas. Nunca necesité una libreta de racionamiento para los alimentos básicos, y durante el resto del mes pagué el mismo precio que los cubanos por la misma comida de mierda.
Me seguían dos mujeres que agitaban una gigantesca lata de salsa de tomate y gritaban “¡15 pesos! ¡Para nuestros hijos!” Seguí pero después me di cuenta de que había cometido un error. Por 15 pesos, el bote de salsa de tomate para restaurantes habría sido un buen negocio. La comida robada era la comida más barata. Y nada podía ser más normal que pasear por ahí con una inmensa lata de algo.
“Lo llaman cuaderno de suministros, pero es un sistema de racionamiento, el más antiguo del mundo. Los soviéticos no tuvieron racionamiento tanto tiempo como Cuba. Ni siquiera los chinos han tenido racionamiento tanto tiempo.” Las carencias empezaron poco después de la Revolución; un sistema para la distribución controlada de bienes básicos se estableció en 1962.
Después de cincuenta años de Progreso, el país estaba en bancarrota. En 2009, los chícharos y las papas habían sido eliminados del racionamiento, y las comidas baratas en los lugares de trabajo se redujeron a porciones del tamaño de un aperitivo.
Así era como Cuba salía adelante: en las tiendas de racionamiento trabajaban vecinos que robaban y revendían los ingredientes, que después eran convertidos en productos acabados y vendidos a esos mismos vecinos.
Pero al anochecer del día anterior había esperado cerca de la tienda de huevos de mi vecindario y establecido contacto visual con una anciana que había salido de ella con treinta huevos, la asignación mensual de tres personas. Ella los había comprado por 1.5 pesos la pieza y me vendió diez por dos pesos cada uno. Inmediatamente se gastó el dinero en más huevos y consiguió así un beneficio de tres huevos y unas cuantas monedas.
Era arroz vietnamita de poca calidad y era llamado “criollo”, “feo” o “microjet”, esto último en burlona alusión a uno de los planes de Fidel para aumentar la producción agrícola mediante riego por goteo.
Ya nadie podía permitirse tazas y platos. Se robaban de empresas estatales cuando era posible y se vendían en el mercado negro. La ropa tenía que comprarse usada, en reuniones de trueque llamadas troppings en burlona alusión a los shoppings para divisa fuerte. Los que se quedaban sin comida la rebuscaban en contenedores o se convertían en alcohólicos para calmar el dolor, dijo.
“Esto no es Haití o Sudán –dijo–. La gente no se desmaya en las calles, muerta de hambre. ¿Por qué? Porque el gobierno garantiza dos kilos o tres de azúcar, que tiene muchas calorías, y pan cada día, y suficiente arroz. El problema de Cuba no es la comida ni la ropa. Es la falta total de libertad civil, y por lo tanto de libertad económica, que es la razón por la que tienes que tener libreta.”
No, me explicó mi amigo, el acceso “privilegiado” a los abastecimientos significaba simplemente que había más que robar.
A diferencia de la mayoría de los funcionarios cubanos, Leal había conseguido mejorar la vida de la gente. Él reconstruyó los viejos hoteles; mis amigos consiguieron más de 250 kilos de cemento para su nuevo búngalo turístico. Él restauró un museo; ellos robaron láminas metálicas para los tejados. Él mandó camiones de madera al vecindario; ellos hicieron que desapareciera la mitad de la madera.
El Estado era propietario de todo. La gente se apropiaba de todo. Un sistema de racionamiento al revés.
Otra cosa que yo tenía en común con casi todos los cubanos era que no trabajé absolutamente nada en mis treinta días. Es decir, trabajé mucho y frecuentemente en mis propios proyectos –cargué cemento y moví grava a cambio de dinero, y escribí mucho– pero no era trabajo estatal, ese trabajo que se cuenta en las columnas de la Cuba oficial, en la que más del 90 por ciento de la población es empleada del Estado. ¿Por qué iba a buscar trabajo? Nadie más se tomaba el suyo en serio, y el chiste más viejo de La Habana sigue siendo el mejor: Ellos simulan pagarnos, nosotros simulamos trabajar.
Los cubanos que ignoran las llamadas al trabajo oficial pueden ser acusados de “peligrosidad”, una vaga acusación que se puede castigar hasta con cuatro años en la cárcel. La peligrosidad es “precrimen”, dijo Elizardo Sánchez: la policía corta de raíz tu mala actitud antes de que tengas la oportunidad de cometer un verdadero delito. Hay campañas regulares para detener a jóvenes que tratan de evitar el trabajo o el reclutamiento, y este año ha sido particularmente implacable, señal de nerviosismo. “No es fácil ocultarse del gobierno –me dijo Sánchez–. Los niños deben registrarse por sí mismos para el servicio militar a los quince. A veces cambian su dirección, pero eso no funciona. Es muy difícil para un joven ocultarse. Cuba es una sociedad de expedientes. Desde el primer curso en adelante, la policía detiene a los niños y les pide la identificación. Pueden comunicarse por radio y conseguir cualquier cosa.”
Con todo, no puedo comparar mi situación con el hambre de verdad. Como señala Hugo: “Tras el arte de vivir con poco está el arte de vivir con nada.”
La mañana siguiente encontré a una mujer rebuscando en mi basura. Quería botellas de cristal o cualquier cosa de valor: le di mis pantalones rotos. Tenía ochenta y cuatro años, la misma edad que mi madre, y vivía con una pensión de 212 pesos al mes, un poco más de 8 dólares.
Pero el estómago y la mente se ajustan con una aterradora facilidad. La primera semana había estado asustado y muerto de hambre. La segunda, dolorido y hambriento. Ahora, en mi tercera semana, comía menos que nunca pero estaba bien física y mentalmente.
“Es imposible”, dijo de mi intento de ser oficialmente cubano. Para sobrevivir, todo el mundo tenía que tener “un extra”, algún ingreso fuera del sistema. Su marido alquilaba una habitación a un turista sexual noruego. Su vecina vendía comida a los trabajadores que habían perdido el almuerzo gratuito de las cantinas. Su madre vagaba por las calles con jarras de café y una taza, vendiendo dosis de cafeína. Su amigo de la esquina robaba el aceite de cocina y vendía a 20 pesos el medio litro. Otro vecino robaba pollo molido y vendía a 15 pesos el medio kilo. (“Buena calidad, a muy buen precio, deberías comprar”, y lo hice.)
Yo tenía por costumbre decir que un 10 por ciento de todo era robado en Cuba, para ser revendido o reutilizado. Ahora creo que la cifra real es un 50 por ciento. El delito es el sistema.
“La paradoja es que los trabajadores son la gente más pobre de Cuba. Todos estamos peor que el tipo que vende perritos calientes en la gasolinera de la esquina (una empresa de divisa fuerte).” [...] “No digo que todo en Cuba sea malo, o terrible. Porque tenemos planes de distribución para alimentar a los pobres, para dar beneficios. Pero hay otra forma de dominación, mantener a la gente eternamente pobre. Si me liberan las manos, abriré una empresa y me alimentaré por mí mismo.”
“Un salario... es igual a pobreza –dijo–. Todos tienen que robar al sistema para sobrevivir. Es la tolerada corrupción de la supervivencia.” Una pequeña clase media había emergido: “Hombres de negocios, la mayoría ex funcionarios, gente que lleva restaurantes. Todos gente del régimen. La mayoría ex militares o del Ministerio de Exteriores, y demás. Todos tienen conexiones. Todos están dentro del sistema. Son intocables.” Y había un tercer grupo, increíblemente pequeño pero “indescriptiblemente” rico en el interior del liderazgo, “con grandes casas, viajes al extranjero, todo. El pueblo cubano sabe que este grupo existe, pero nunca los verás, es imposible”.
Mis gastos totales en comida fueron durante todo el mes de 15.08 dólares. Al final había leído nueve libros, dos de ellos de unas mil páginas, y escrito la mayor parte de este artículo. Había estado viviendo con los ingresos de un intelectual cubano y, de hecho, siempre escribo mejor, o al menos más rápido, cuando estoy en la ruina.