Orwell en España es un gran libro, de los de obligada lectura. Incluye Homenaje a Cataluña y otros textos del autor relacionados con la guerra civil española. Orwell vino a luchar contra el fascismo y contó con maestría lo que vio y lo que conoció.
Aquí Arcadi Espada escribe:
Luego hay un puñado de cosas concretas. Por ejemplo, su actitud ante la guerra civil española, plasmada en Homenaje a Cataluña, quizá el mejor reportaje que se haya escrito. Del evangelista Juan a Antonio Gramsci han sido muchas las declamaciones sobre la imprescindible equivalencia entre la verdad y la libertad. Orwell las puso en acto, con su implacable denuncia en el mismo lugar de los hechos: un crimen de izquierdas es un crimen. Aún resuena el eco y aún sigue alentándonos. Es probable que Paul Johnson tuviera razón cuando escribió que la guerra civil española era la epopeya contemporánea sobre la que se habían escrito más mentiras. Pero se le olvidó añadir que entre las pocas verdades que no murieron estaba la de su compatriota Georges Orwell.
Aunque el libro está lleno de páginas brillantes destaco los siguientes fragmentos:
Comparados con el frío, los demás inconvenientes resultaban insignificantes. Por otro lado, estábamos siempre sucios. El agua, como la comida, nos la traían en mula de Alcubierre y daba para un litro diario por barba. Era un agua asquerosa, apenas más transparente que la leche. […] La posición olía a rayos; fuera del recinto todo el monte era excremento. Algunos milicianos solían defecar en la trinchera y era un asco cuando había que moverse en la oscuridad. […] Se exagera mucho cuando se habla de suciedad. Pero es sorprendente la rapidez con que se acostumbra uno a prescindir de los pañuelos y a comer en la marmita de estaño en la que también se lava. […] Hacia demasiado frío para tener piojos todavía, pero había ratas y ratones por doquier. (Página 93)
Y encima estaba la falta total y absoluta de material bélico. Hay que forzar la imaginación para comprender lo mal armadas que estaban las milicias entonces. Los cadetes de un colegio privado inglés habrían tenido más aspecto de ejército que nosotros. (Página 94)
Y, aparte de las armas, escaseaban asimismo todos los accesorios que la guerra exige. Por ejemplo, carecíamos de mapas o planos. […] No teníamos telémetros, ni catalejos, ni periscopios, ni prismáticos de campaña […], ni luminarias, ni bengalas, ni cizallas, ni herramientas de maestro armero, y menos todavía útiles de mantenimiento. (Página 95)
Además, no había faroles ni linternas eléctricas, en aquella época no creo que existiera nada parecido a una linterna eléctrica en toda la región, y el lugar más cercano para adquirir una era Barcelona y aun así con dificultades.
Y los novatos siempre disparándose entre sí en la oscuridad. Ni siquiera había empezado a anochecer la tarde en que un centinela me disparó desde veinte metros, aunque falló por uno; nadie sabe cuántas veces he salvado la vida gracias a la mala puntería de los españoles. (Página 96)
En realidad, en aquel frente y en aquella etapa de la guerra, las auténticas armas no eran los fusiles, sino los megáfonos: ya que no se podía matar al enemigo, se le gritaba. (Página 100)
Era la primera vez que estaba, hablando con propiedad, bajo el fuego enemigo, y me sentí avergonzado cuando me di cuenta de que me moría de miedo. He advertido que siempre se siente lo mismo cuando se está a merced de un fuego intenso: no es tanto miedo a que nos alcancen cuanto miedo a no saber dónde nos van a dar. Todo el rato nos preguntamos por dónde nos penetrará el proyectil y nos invade una sensibilidad corporal muy desagradable. (Página 102)
En realidad no nos habían atacado; se habían limitado a malgastar cartuchos alegremente y a hacer ruido para celebrar la caída de Málaga. […] Un par de días después, los periódicos y la radio notificaron que se había producido un ataque monstruoso con caballerías y carros de combate (¡por laderas casi verticales!) que había sido rechazado por los heroicos ingleses. (Páginas 102-103)
Fue la primera vez que oí hablar de traición o de división de objetivos. Introdujo en mi mente la primera duda inconcreta sobre aquella contienda en la que la cuestión del bien y del mal me había parecido hasta entonces fabulosamente sencilla. (Página 103)
Hay tres cosas por las que suspiran todos los soldados en una guerra estancada: una batalla, más tabaco y una semana de permiso. (P. 106)
El capitán que los mandaba era uno de aquellos militares profesionales de lealtad dudosa que el gobierno se empeñaba en seguir empleando. Fuera por miedo o por espíritu de traición, alertó a los fascistas lanzando una bomba de mano cuando aún estaban a doscientos metros. Me complace decir que sus hombres lo fusilaron allí mismo. (Pp. 106-107)
Todos estábamos ya cubiertos de piojos; aun hacía frío, pero también el calor suficiente para que los pilláramos. Tengo mucha experiencia en verdugos del cuerpo humano de diversas clases y en salvajismo puro el piojo gana a todos los que he conocido. (P. 107)
Todos roban en el frente, pues era el efecto inevitable de la escasez, pero el personal de hospital siempre era el peor. (P. 108)
A veces, al ver cómo trataban los milicianos las antiguas propiedades de los ex terratenientes fascistas se me despertaba cierta secreta simpatía por éstos. (P. 109)
Había una especie de grada que nos devolvía directamente a finales de la Edad de Piedra. […] Me puso enfermo el pensar en el trabajo que había debido de costar la fabricación de semejante artilugio y en la pobreza que había obligado a emplear un pedernal en vez del acero. Desde entonces he sido un poco más indulgente con la industrialización. (P. 110)
Había que transportar a los heridos muy lejos, a un par de kilómetros de allí, porque las ambulancias no se acercaban al frente aunque hubiese carreteras; si se acercaban demasiado, los fascistas acostumbraban a bombardearlas, cosa comprensible, porque en la guerra moderna nadie tiene reparos en transportar municiones en ambulancia. (P. 113)
Soy incapaz de explicar el ardiente deseo que tenía de llegar. ¡De estar por lo menos a tiro de bomba antes de que nos descubrieran! En tales ocasiones ni siquiera es miedo lo que uno experimenta, sólo unas ganas locas de cruzar el terreno intermedio. He sentido exactamente lo mismo mientras acechaba a un animal salvaje, el mismo deseo torturante de tenerlo a tiro, la misma convicción irreal de que no va a ser posible. (P. 117)
Aquello significaba pasar por delante de las tonantes aspilleras, y mientras corría me puse la mano en la mejilla; fue un gesto idiota –como si las balas no pudieran atravesar una mano-, pero me horrorizaba la idea de que me diesen en la cara. (P. 119)
Retumbó la explosión y un segundo después estalló un diabólico clamor de alaridos y gemidos. Por lo menos le habíamos dado a uno; no sé si estaba muerto, pero seguro que estaba malherido. ¡Pobre infeliz, pobre infeliz! Sentí un vago pesar mientras oía sus gritos. Pero en aquel instante, a la tenue luz de los fogonazos de los fusiles, vi o creí ver una figura cerca del punto donde antes había estado el fusil que disparaba. Me eché el mío a la cara y apreté el gatillo. (P. 124)
Quería un baño caliente, ropa limpia y una noche entre sábanas limpias, y lo deseaba con una vehemencia imposible de imaginar cuando se lleva una vida civilizada normal. (P. 132)
Pero Dios me libre de haberme arrogado ninguna superioridad personal; tras varios meses de penalidades sentía un deseo desmedido de consumir comida y vino decentes, cócteles, tabaco americano y cosas por el estilo, y confieso que me harté de todos los lujos que pude costearme. (P.139)
Empecé a darme cuenta de que cuando terminaran los enfrentamientos se iba a responsabilizar de todo al POUM, que era el grupo más débil y por lo tanto el chivo expiatorio ideal. (P. 155)
Yo me tendí en el sofá, deseando descansar aunque fuese media hora antes del ataque contra el café, durante el que seguramente caería muerto. (P. 155).
Desde el inicio de los combates, en ningún momento había hecho yo el "análisis" correcto de la situación que hacían con facundia ciertos periodistas situados a cientos de kilómetros de allí. No era en lo justo y lo injusto de aquellas desdichadas luchas intestinas en lo que más pensaba, sino en la incomodidad y el tedio que me suponía estar día y noche apostado en aquella insufrible azotea, y en el hambre que arreciaba por momentos, ya que nadie había comido bien desde el lunes. (P. 156)
El gordo que era agente ruso arrinconaba por turno a todos los refugiados extranjeros y les explicaba con convincentes argumentos que todo aquel asunto era un complot anarquista. Lo miré con curiosidad, dado que era la primera vez que veía a alguien dedicado profesionalmente a contar mentiras, exceptuando a los periodistas, claro. (P. 157)
El hecho es que en todas las guerras hay un proceso de degradación conforme pasan los meses, porque cosas como la libertad personal y una prensa fidedigna son incompatibles con la eficacia militar. (P.164)
Fue más o menos como estar en el centro mismo de una explosión. Me pareció percibir una detonación fortísima y un estallido de luz enceguecedora, y sufrí una sacudida tremenda, sin dolor, sólo una sacudida violenta, como cuando se toca un cable eléctrico; y una sensación de debilidad extrema, de estar enfermo y no tener fuerzas para hacer nada. Los sacos terreros que tenía delante se alejaron hasta perderse en el infinito. Imagino que tiene que ser como cuando a uno lo alcanza un rayo. Supe al momento que me había herido, pero a causa de la exposición y el fogonazo creí que me había alcanzado un fusil de los nuestros que se había disparado solo. Todo sucedió en una fracción de segundo. Un instante después se me doblaron las rodillas, me desplomé y me di contra el suelo un buen cabezazo que por suerte no me dolió. Tenía una vaga sensación de embotamiento, cierta conciencia de estar herido de gravedad, pero no dolor en el sentido corriente del término.
[…]
Durante un par de minutos di por hecho que me habían matado. Y también esto resultó interesante; quiero decir que es interesante saber en qué se piensa en tales momentos. Por convencional que parezca, mi pensamiento fue para mi mujer. El siguiente fue una furiosa protesta por tener que dejar este mundo, que, a pesar de los pesares, me cae muy bien. […] También pensé en el hombre que me había disparado, y me pregunté qué sería, si español o extranjero, si sabría que me había dado, y así sucesivamente. No le guardaba ningún rencor. Me dije que, dado que era un fascista, lo habría matado yo a él si hubiera podido, pero también que si lo hubieran capturado y me lo hubieran puesto delante en aquel momento me habría limitado a felicitarlo por su buena puntería. Aunque es posible que sean otros los pensamientos que nos asaltan cuando nos estamos muriendo de verdad. (P.168-170)
[L]os médicos eran competentes y no parecía haber escasez de medicamentos ni de material. Pero adolecían de dos defectos importantes que estoy convencido de que fueron responsables de la muerte de cientos y millares de hombres que habrían podido salvarse.
Uno era que todos los hospitales que estaban relativamente cerca del frente se utilizaban, unos más que otros, como centros de transeúntes. Esto significaba que no se recibía en ellos ningún tratamiento, a menos que la gravedad de la herida desaconsejara su traslado.
[…] El otro defecto era la falta de enfermeras competentes. Al parecer no había en toda España un plantel de enfermeras con preparación, quizá porque antes de la guerra eran las monjas quienes realizaban este trabajo. No tengo queja de las enfermeras españolas, pues siempre me trataron con mucha amabilidad, pero eran muy ignorantes. Lo único que sabían hacer era tomar la temperatura, y algunas incluso poner una venda, pero nada más. En consecuencia, los hombres demasiado enfermos para valerse por sí mismos solían quedar vergonzosamente desatendidos. (P. 172-173)
Por lo visto, en lo único que pienso cuando me meto en guerras o en cuestiones políticas es en el malestar físico y en desear intensamente que acabe todo esto. Después entiendo el significado de los acontecimientos, pero mientras se desarrollan sólo quiero alejarme de ellos; una actitud poco noble, quizá. (P. 190)
Pero a fin de conocer las probabilidades que tenía un enfermo de que lo atendieran debidamente tenía uno que ver lo que eran las prisiones españolas, las cárceles improvisadas para meter a los presos políticos. Más que cárceles eran mazmorras. Para encontrar algo parecido en Inglaterra habría que retroceder al siglo XVIII. La gente se hacinaba en pequeñas habitaciones donde apenas había sitio para acostarse, por lo general en sótanos y otros lugares a oscuras. No era una medida temporal; hubo personas que estuvieron hasta cuatro y cinco meses sin ver la luz del sol. Para comer les daban un rancho asqueroso e insuficiente, dos platos de caldo y dos mendrugos al día. (P. 192)
Pero lo que subleva ante la muerte semejante es que carece por completo de sentido. ¿Qué caes en la batalla? Bueno, es un riesgo que uno asume; pero que te metan en la cárcel, ni siquiera por un delito inventado sino por desprecio ciego y obtuso, y que te dejen morir solo… eso es otra historia. No consigo entender de qué modo contribuían estos episodios –porque el caso de Smillie no fue el único- a la victoria. (P.193)
Doy constancia del episodio, por insignificante que parezca, porque hasta cierto punto esos rasgos de magnanimidad que tienen los españoles en las perores circunstancias son característicos del país. […] Es indudable que poseen una generosidad, una especie de nobleza que no es propia del siglo XX. Es esto lo que permite pensar que incluso el fascismo adoptaría allí una forma relativamente flexible y soportable. Pocos españoles tienen el deplorable espíritu eficaz y sistemático que se precisa en un estado totalitario moderno. (P. 198)
Los únicos recuerdos que me llevaba de España eran un odre de cabra y uno de aquellos candiles en los que los campesinos aragoneses quemaban aceite de oliva –candiles que tenían casi la misma forma que los de terracota que utilizaban los romanos hace dos mil años- que yo había cogido en una choza en ruinas […] (P. 202)
Es curioso, pero después de las experiencias que he vivido no tengo menos sino más fe que antes en la honradez de los seres humanos. Y espero que lo que he contado no confunda demasiado a nadie. Creo que en estos temas nadie es ni puede ser del todo imparcial; es difícil estar seguro de nada, salvo de lo que se ha visto en persona, y consciente o inconscientemente todo el mundo escribe desde una posición. Por si no lo he dicho ya en páginas anteriores, lo diré ahora: tenga cuidado el lector con mi partidismo, con mis detalles erróneos y con la inevitable distorsión que nace del hecho de haber presenciado los acontecimientos sólo desde un lado. Y tenga cuidado exactamente el mismo con las mismas cosas cuando lea otros libros sobre este periodo de la guerra civil española. (P. 204)
Que fuera a buscar leña a la montaña preguntándome si aquello era una guerra de verdad o una invención del News Chronicle, que tuviese que esquivar las ametralladoras comunistas durante los disturbios de Barcelona y que finalmente saliera huyendo de España con la policía pisándome los talones, todo ello me sucedió de aquel modo concreto por servir en las milicias del POUM y no en el PSUC. ¡Tan grande es la diferencia entre dos siglas! (P. 206)
El Daily Mail, entre los aplausos del clero católico, llegó a presentar a Franco con las prendas del patriota que estaba liberando a su país de las hordas de los demoníacos "rojos". (P. 207)
Lo que había estallado en España no era sólo una guerra civil, sino también una revolución, y éste es el detalle que más se ha empeñado en oscurecer la prensa antifascista no española. El conflicto se ha reducido al enfrentamiento entre fascismo y democracia, y los aspectos revolucionarios se han ocultado al máximo. En Inglaterra, donde la prensa está más centralizada y el público es más fácil de engañar que en el resto de países, no se puede decir que circules más de dos versiones de la guerra civil española: la versión derechista de los patriotas cristianos contra los bolcheviques sedientos de sangre y la versión izquierdista de los educados republicanos que sofocan una revuelta militar. El meollo de la cuestión se ha ocultado con eficacia. (P. 209)
Uno de los rasgos más horribles de la guerra es que toda la propaganda bélica, todas las alharacas, todas las mentiras y todo el odio procedían de manera invariable de individuos que no estaban combatiendo. (P.220)
En todas las contiendas pasa lo mismo: los soldados combaten, los periodistas vociferan y ningún superpatriota se acerca jamás al frente, salvo cuando hay una brevísima gira de propaganda. (P. 221)
En agosto (1937) llegó a España una delegación internacional presidida por el parlamentario británico james Maxton, con objeto de investigar las acusaciones formuladas contra el POUM y la desaparición de Andrés Nin. Prieto, ministro de Defensa Nacional, Irujo, ministro de Justicia, Zugazagoitia, ministro del Interior, Ortega y Gasset, fiscal general de la República, Prat García y otros se negaron a admitir que los dirigentes del POUM fueran culpable de espionaje. Irujo añadió que había revisado el expediente del caso, que ninguna de las llamadas pruebas podía sostenerse y que el documento presuntamente firmado por Nin “no tenía valor”, en otras palabras, que era una falsificación. […] Prieto dio a entender a la delegación que el gobierno no podía contrariar al Partido Comunista mientras los rusos proporcionaran armas. […] Por poner un ejemplo de la autonomía de la policía, señalaremos que a McGovern (presidente de la segunda delegación. Diciembre de 1937) y los demás, que llevaban una orden firmada por el director general de Prisiones y el ministro de Justicia, no se les permitió el acceso a una de las “cárceles secretas” que tenía el Partido Comunista en Barcelona (P. 245-246)
En tales circunstancias no puede haber confrontación de ideas; no se da el acuerdo mínimo imprescindible. ¿Qué se consigue diciendo que hombres como Maxton están a sueldo de los fascistas? Tan sólo impedir que se hable con seriedad. Es como si en mitad de un torneo de ajedrez un jugador se pusiera de repente a decir a gritos que su contrincante es pirómano o bígamo. La calumnia no soluciona nada. (P.249)
Me pregunta usted por la situación en España y si los rebeldes no tenían alguna justificación. Yo no me atrevería a decir que no la tenían, a menos que creamos que siempre es ilegítimo rebelarse contra un gobierno legalmente constituido, cosa que en la práctica no cree nadie. (P.284)
Sería absurdo creer que todos los hombres del bando franquista son demonios. No obstante, aunque las atrocidades fascistas a buen seguro se han exagerado, no hay duda de que algunas son ciertas y creo que podemos estar seguros de que el gobierno republicano se ha conducido en la guerra con más humanidad que los fascistas, hasta el punto de desaprovechar oportunidades militares, por ejemplo, negándose a bombardear poblaciones donde había civiles. (P. 285)
Heroes of the Alcázar recuenta la historia del asedio del pasado otoño (1937), cuando una guarnición compuesta sobre todo por cadetes y guardias civiles resistió setenta y dos días en las peores condiciones, hasta que las fuerzas de Franco tomaron Toledo. Que las simpatías del lector estén del otro lado no obliga a fingir que no fue una hazaña heroica. (P. 298)
Es difícil que las personas inteligentes elogien las dictaduras, por la sencilla razón de que cuando una dictadura se pone en marcha lo primero que liquida es a la persona inteligente. […] Es verdad que la dictadura rusa no está lejos de la dictadura alemana, pero para un europeo occidental su amenaza es menos inmediata. Todavía estamos en condiciones de admirarla fuera del alcance de sus cañones. (P. 351)
Del comunismo habla como si no fuera más que una fuerza perturbadora, y emplea “anarquismo” y “anarquía” indistintamente, un uso de las palabras tan apropiado como decir que conservador es quien fabrica conservas. (P. 352)
Una cosa es combatir o incitar a otros a hacerlo y otra muy distinta instigar al odio maníaco. Porque: “Quien con monstruos lucha, cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, también éste mira dentro de ti (Nitzsche)”.
Este libro se subtitula “Retorno a la Edad Media”, lo que es injusto para la Edad Media. En aquella época no había ametralladoras y la Inquisición era una cuadrilla de aficionados. Al fin y al cabo, Torquemada sólo quemó a dos mil personas en diez años. En la Rusia o la Alemania de estos tiempos dirían que no se lo tomó en serio. (P.353)
En privado me dicen todos: “Sí, lo que dices es verdad, pero no es político hablar de ello ahora”. Esta actitud no me merece más que desprecio. (P. 365)
Algunos partidarios del gobierno […] han dicho que sólo fueron destruidas las iglesias que se utilizaron como reducto durante los combates callejeros de principio de la contienda. Es mentira. Se destruyeron iglesias en todas partes, en ciudades y pueblos, y, exceptuando unos cuantos templos protestantes, a ninguna se le permitió abrir sus puerteas ni celebrar servicios aproximadamente hasta agosto de 1937. (P. 372)
En realidad he tratado al POUM con más simpatía de la que sentía, porque siempre les dije que estaban equivocados y en ningún momento quise afiliarme al partido. Pero tuve que tratarlos con toda la simpatía posible, porque en la prensa capitalista nadie les hacía caso y en la de izquierdas sólo escribían calumnias sobre ellos. La verdad es que, teniendo en cuenta el desarrollo de los acontecimientos en España, creo que había algo sustancioso en lo que decía, aunque es indudable que su forma de decirlo era muy tediosa y provocadora. (P. 380)
La sublevación había sumido al país en el caos y el gobierno que nominalmente estaba en el poder al comienzo de la guerra había reaccionado con apatía, de modo que si el pueblo español se salvó, fue gracias a su propio esfuerzo. (P. 386)
Lo que desvirtúa el enfoque de casi todos los extranjeros que han estado en España, sobre todo ingleses y norteamericanos, es la convicción de fondo de que en última instancia podía huir del país. […] Al recordar ahora los encuentros casuales que tuve con campesino, tenderos, vendedores ambulantes, incluso con milicianos, tengo la sospecha de que había muchísimos que no sentían nada en relación con la contienda, exceptuando el deseo de que se acabara. (P. 393)
El coronel Casado y los vinculados a él fueron acusados de traidores, de fascistas camuflados, etc., etc. En la prensa izquierdista de todo el mundo, pero se trata de acusaciones que suenan mal en boca de personas que corrieron hacia la frontera mucho antes de que Franco entrara en Madrid. Besteriro, que formo parte de la Junta de Defensa de Casado y se quedó para dar la cara a los fascistas, también fue acusado de “franquista”. Besteriro fue condenado a treinta años de cárcel, una forma en verdad curiosa de tratar a sus amigos por parte de los fascistas. (P. 395)
Una experiencia esencial en la guerra es la imposibilidad de librarse en ningún momento de los malos olores de origen humano. Hablar de las letrinas es un lugar común de la literatura bélica, y yo no las mencionaría si no fuera porque las de nuestro cuartel contribuyeron a desinflar el globo de mis fantasías sobre la guerra civil española. La letrina ibérica en la que hay que acuclillarse ya es suficientemente mala en el mejor de los casos, pero las del cuartel estaban hechas con una piedra pulimentada tan resbaladiza que costaba lo suyo no caerse. Además, siempre estaban obstruidas. […] Ulteriores experiencias confirmaron esta impresión; por ejemplo, el aburrimiento, el hambre canina de la vida en las trincheras, las vergonzosas intrigas por hacerse con las sobras del rancho, las mezquinas y fastidiosas peleas en las que se enzarzaban hombres muertos de sueño.
La imagen de la guerra que se presenta en libros como Sin novedad en el frente es auténtica en lo fundamental. Las balas duelen, los cadáveres apestan, los hombres expuestos al fuego enemigo suelen estar tan asustados que se mojan los pantalones.
([L]a gente olvida que un soldado destacado en el frente o en los alrededores suele estar demasiado hambriento, o asustado, o helado, o -por encima de todo- demasiado cansado para preocuparse por las causas políticas de la guerra). Pero las leyes de la naturaleza son tan implacables para los ejércitos “rojos” como para los “blancos”. Un piojo es un piojo y una bomba es una bomba, por muy justa que sea la causa por la que se combate. (P. 410)
Si con algo estaba comprometida la intelectualidad británica era con la versión desacreditadora de la guerra, con la teoría de que una contienda se reduce a cadáveres y letrinas y de que nunca conduce a nada bueno. […] Y la intelectualidad izquierdista pasó de decir “la guerra es horrible” a decir “la guerra es gloriosa”, no sólo sin el menor sentido de la coherencia, sino casi sin transición. (P. 411)
Pero lo que me llamó mucho la atención por aquellas fechas, y sigue llamándomela desde entonces, es que los individuos se creen las atrocidades o no se las creen basándose única y exclusivamente en sus inclinaciones políticas. Todos se creen las atrocidades del enemigo y no dan crédito a las que se cuentan del bando propio, sin molestarse en analizar las pruebas.
Y, lo que es más curioso aún, en cualquier momento se puede revertir la situación de manera radical y hacer posible que la atrocidad totalmente demostrada de ayer mismo se convierta en una mentira absurda, sólo porque haya cambiado el panorama político. (P. 412)
Pero cuando la guerra estalló, fueron los pronazis de ayer los que se pusieron a repetir cuentos de miedo, mientras que los antinazis se quedaban de pronto dudando de si la Gestapo existía en realidad. No fue sólo por el pacto germano-soviético. Por un lado, fue porque antes de la guerra la izquierda había confiado erróneamente en que Gran Bretaña y Alemania no llegarían a enfrentarse; por tanto, podía ser antialemana y antibritánica al mismo tiempo. Y por el otro, fue porque la propaganda bélica oficial, con su hipocresía y fariseísmo nauseabundos, siempre consigue que la gente sensata simpatice con el enemigo. […]En todas las condenas de Versalles que oí durante aquellos años no recuerdo que nadie preguntara qué habría pasado si Alemania hubiera vencido, y menos aún, que se comentara la posibilidad. Lo mismo cabe decir de las atrocidades. Es sabido que la verdad se vuelve mentira cuando la formula el enemigo. […]Pero, por desgracia, la verdad sobre las atrocidades es mucho peor que las mentiras que se inventan al respecto y con las que se hace la propaganda. La verdad es que se producen. (P. 413)
De pronto, un hombre, al parecer con un mensaje para un oficial, salió de un salto de la trinchera y corrió por encima del parapeto, a plena luz. Iba vestido a medias y mientras corría se sujetaba los pantalones con ambas manos. Contuve el impulso de dispararle. Es cierto que soy mal tirador y que es muy difícil dar a un hombre que corre a cien metros de distancia, y además yo estaba pensando sobre todo en volver a nuestra trinchera aprovechando que los fascistas estaban pendientes de los aviones. Sin embargo, si no le disparé fue por el detalle de los pantalones. Yo había ido allí a pegar tiros contra los “fascistas”, pero un hombre al que se le caen los pantalones no es un “fascista”; es, a todas luces, otro animal humano, un semejante, y se le quitan a uno las ganas de dispararle. (P. 415)
Ya de joven me había fijado en que ningún periódico cuenta nunca con fidelidad cómo suceden las cosas, pero en España vi por primera vez noticias de prensa que no tenían ninguna relación con los hechos, ni siquiera la relación que se presupone en una mentira corriente. Vi informar sobre grandiosas batallas cuando apenas se había producido una refriega, y silencio absoluto cuando habían caído cientos de hombres. Vi que se calificaba de cobardes y traidores a soldados que habían combatido con valentía, mientras que a otros que no habían visto disparar un fusil en su vida se los tenía por héroes de victorias inexistentes; y en Londres, vi periódicos que repetían estas mentiras e intelectuales entusiastas que articulaban superestructuras sentimentales sobre acontecimientos que jamás habían tenido lugar. En realidad vi que la historia se estaba escribiendo no desde el punto de vista de lo que había ocurrido, sino desde el punto de vista de lo que tenía que haber ocurrido según las distintas “líneas de partido”. Sin embargo, y por horrible que fuera, hasta cierto punto no importaba demasiado. (P. 417)
Todos los fervientes partidarios de Franco estaban convencidos de ello, y calculaban que podía constar de medio millón de soldados. Ahora bien, no hubo ningún ejército ruso en España. Puede que hubiera algunos pilotos y técnicos, unos centenares a lo sumo, pero de ningún modo un ejército. Varios millares de combatientes extranjeros, por no hablar de millones de españoles, fueron testigos de lo que digo; sin embargo, sus declaraciones no hicieron mella alguna en los partidarios de Franco, que por otro lado no estaban en la España republicana. Al mismo tiempo, estos últimos se negaban categóricamente a admitir la intervención alemana e italiana mientras la prensa alemana e italiana proclamaba a los cuatro vientos las hazañas de sus “legionarios». He preferido hablar sólo de un detalle, pero la verdad es que toda la propaganda fascista sobre la contienda era de ese nivel. (P. 418)
No comprendemos todas sus consecuencias porque, con nuestra misma actitud, creemos que un régimen basado en la esclavitud por fuerza ha de venirse abajo. Sin embargo, vale la pena comparar la duración de los imperios esclavistas de la antigüedad con la de cualquier Estado moderno. Las civilizaciones basadas en la esclavitud han durado, en total, alrededor de cuatro mil años. (P. 420)
[L]a clase obrera sigue siendo el enemigo más encarnizado del fascismo, por la sencilla razón de que es la que más ganaría con una reorganización decente de la sociedad. A diferencias de otras clases o estamentos, no se la puede sobornar eternamente. Decir esto no es idealizar la clase obrera. En la larga lucha que siguió a la Revolución Rusa, los derrotados han sido los trabajadores manuales y es imposible no creer que la culpa fue de ellos. […] Un rasgo sorprendente de la conquista nazi de Francia ha sido la cantidad de defecciones que ha habido entre los intelectuales, incluso entre la intelectualidad política de izquierdas. Los intelectuales son los que más gritan contra el fascismo, pero un respetable porcentaje se hunde en el derrotismo cuando llega el momento. Saben ver de lejos las probabilidades que tienen en contra, y además, se los puede sobornar, pues es evidente que los nazis piensan que vale la pena sobornar a los intelectuales. Con los trabajadores sucede al revés: demasiado ignorantes para ver las trampas que les tienden, creen con facilidad en las promesas del fascismo, pero tarde o temprano siempre reanudan la lucha. (P. 421)
El resultado de la guerra civil española se determinó en Londres, en París, en Roma, en Berlín, pero no en España. Después del verano de 1937, los que veían las cosas tal y como eran se dieron cuenta de que el gobierno no podría ganar la guerra si no se producía un cambio radical en el escenario internacional. Si Negrín y los demás decidieron proseguir la lucha se debió en parte a que esperaban que la guerra mundial que estalló en 1939 lo hubiera hecho en 1938. La desunión del bando republicano, de la que tanto se habló, no estuvo entre las causas fundamentales de la derrota. Las milicias populares se organizaron deprisa y corriendo, estaban mal armadas y hubo falta de imaginación en sus planteamientos militares, pera nada habría sido diferente si se hubiera alcanzado un acuerdo político global desde el principio. Cuando estalló la guerra, el trabajador industrial medio no sabía disparar un arma y el pacifismo tradicional de la izquierda constituía un gran obstáculo. Los miles de extranjeros que combatieron en España eran buenos como soldados de infantería, pero entre ellos había poquísimos que estuvieran especializados en algo. La tesis troskista de que la guerra se habría ganado si no se hubiera saboteado la revolución es probablemente falsa. Nacionalizar fábricas, demoler iglesias y publicar manifiestos revolucionarios no habría aumentado la eficacia de los ejércitos. Los fascistas vencieron porque eran más fuertes: tenían armas modernas y los otros carecían de ellas. Ninguna estrategia política habría compensado ese factor.
Lo más desconcertante de la guerra civil española fue la actitud de las grandes potencias. La guerra la ganaron en realidad los alemanes y los italianos, cuyos motivos saltaban a la vista. Los motivos de Francia y Gran Bretaña son menos comprensibles. Todos sabían en 1936 que si Gran Bretaña hubiera ayudado a la II República, aunque sólo hubiera sido con unos cuantos millones de libras esterlinas en armas, Franco habría sucumbido y la estrategia alemana habría sufrido un serio revés. Por entonces no hacía falta ser adivino para prever la inminencia de un conflicto entre Gran Bretaña y Alemania; incluso se habría podido predecir el momento, año más o menos. Pero la clase gobernante británica, del modo más mezquino, cobarde e hipócrita, hizo cuanto pudo por entregar España a Franco y a los nazis. ¿Por qué? La respuesta más evidente es que era protofascista. Indiscutiblemente lo era, pero cuando llegó la confrontación final, optó por oponerse a Alemania. Siguen sin conocerse las intenciones que sustentaban su apoyo a Franco, y es posible que en realidad no hubiera ninguna intención clara. Si la clase gobernante británica es abyecta o solamente idiota es una de las incógnitas más intrincadas de nuestro tiempo, y en determinados momentos, una incógnita de importancia capital.
Creo que en el futuro acabaremos por pensar que la política exterior de Stalin, lejos de ser una astucia diabólica -como se ha afirmado-, ha sido sólo oportunista y torpe. De todos modos, la guerra civil española puso de manifiesto que los nazis, a diferencia de sus oponentes, sabían lo que se traían entre manos. La guerra se libró a un nivel tecnológico bajo y su estrategia fundamental fue muy sencilla: el bando que tuviera armas, vencería. Los nazis y los italianos dieron armas a sus aliados españoles, mientras que las democracias occidentales y los rusos no hicieron lo propio con los que deberían haber sido sus aliados. Así pereció la República española, tras haber “conquistado lo que a ninguna república le falta”. (PP. 423-424)
Cuando pienso en quienes apoyan o han apoyado al fascismo no deja de sorprenderme su variedad. ¡Menuda tripulación! Imaginaos un programa capaz de meter en el mismo barco, aunque sea por un tiempo, a Hitler, a Petain, a Montagu Norman, a Pavelitch, a William Randolph Hearst, a Streicher, a Buchman, a Ezra Pound, a Juan March, a Cocteau, a Thyssen, al padre Coughlin, al muftí de Jerusalén, a a Arnold Lunn, a Antonescu, a Spengler, a Beverly Nichols, a lady Houston y a Marinetti. Pero la clave es muy sencilla. Todos los mencionados son personas con algo que perder, o personas que suspiran por una sociedad jerárquica y que temen la perspectiva de un mundo poblado por seres humanos libres e iguales.
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Lo único que el trabajador exige es lo que estos otros considerarían el mínimo imprescindible sin el que la vida humana no se puede vivir de ninguna de las maneras: que haya comida suficiente, que se acabe para siempre la pesadilla del desempleo, que haya igualdad de oportunidades para sus hijos, un baño al día, sábanas limpias con frecuencia razonable, un techo sin goteras y una jornada laboral lo bastante corta para no desfallecer al salir del trabajo". (P. 426)
No obstante, creo que el señor Dundas se equivoca al sugerir que Franco luchará al lado del Eje si los aliados invaden Europa, pues la lealtad no es el punto fuerte de los dictadores de segunda categoría. (P. 433)
*Las citas entre las páginas 65 y 250 corresponden a Homenaje contra Cataluña.