Los principios están para romperlos por Jordi Pérez Colomé.
Al centrista normalmente le faltan principios e información. Los principios suelen ser dogmáticos -un principio es irrenunciable- y defensivos -no aceptan discusión. Un principio es una espada, rígido e irrompible. La información es secundaria para los que manejan principios. El independiente falto de principios, en cambio, sólo puede, para opinar de lo que ocurre, informarse, que es lo difícil. Por eso triunfan los principios: son más baratos, fáciles de asumir y de razonar que la información. El reto es tener tan buena información que los precios se rompan solos, aunque sean como una espada. El paso por ejemplo de comunista en la juventud a liberal en la madurez es un cambio de principios. Es fácil. La información en cambio no se puede cambiar. Es la que es. El problema es que es difícil de conseguir. No porque esté escondida, sino porque requiere esfuerzo.
Estados Unidos es un país conservador. No tiene nada de malo.
Lo mejor de un principio baratillo es que sirve sólo para una temporada. Luego se cambia. El mérito es acertar en los principios de largo alcance, los pocos que hay. Lyndon B. Johnson, cuando firmó la ley de los derechos cívicos para negros en 1965, dijo: “Con esta firma y esta ley, creo que hemos perdido el sur para siempre”. Para siempre no. El primer presidente negro lo demostró. Hay principios que cuesta más cambiar. Son los que merecen la pena.
Internet engorda por Arcadi Espada
El principal problema de internet es que facilita la aparición de libros como este último de Nicholas Carr, Superficiales, ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes?, un cuento estirado de un famoso artículo (¿Google nos vuelve estúpidos?) que Carr escribió hace un par de años. Para subrayar el carácter de sus ocurrencias bastará una frase como la que sigue: «La pantalla del ordenador aniquila nuestras dudas con sus recompensas y comodidades. Nos sirve de tal modo que resultaría desgradable advertir que también es nuestra ama.» Las tesis de Carr se sustentan, primero, en un pintoresco concepto de la plasticidad cerebral, que especialistas como Steven Pinker ya se han encargado de poner en evidencia. Después, en una dramática experiencia personal: al parecer Carr descubrió un día que no podía leer seguido y se puso a escribir para echarle la culpa al ama. En último lugar, el libro es el producto del éxito fácil de cualquier palabrería apocalíptica. Un tarot intelectual.
Digo que internet tiene la culpa de libros como este, porque como todos los prodigios instrumentales, desde el tren hasta el telégrafo, se ha convertido en un tema. Sobre el ferrocarril, por cierto, ya hubo su Carr que dijo que asustaría a las vacas, les impediría dar leche y traería, pues, el hambre y la depauperación a la Humanidad. Pasarán unos años antes de que internet deje de ser un tema, pero mientras tanto habrá de hacer frente a un gran número de fantasías. No se me ocurre ningún aspecto de la vida personal y social que no haya mejorado desde el invento de la red. Ni el sexo, ni la revolución, ni la lectura, ni los viajes, ni la seguridad, ni la escritura, ni el póker, ni la masa forestal, ni la educación de los hijos, ni el periodismo. Querría detenerme específicamente en la lectura, ya que ahí se detiene también Carr, muy soliviantado, para negar que cualquiera de los nuevos cacharros digitales permita lo que llama “la lectura profunda”, ésa que pedía Wallace Stevens en su poema La casa en silencio y el mundo en calma. Tal vez ha llegado el momento de decir que todos los que claman sobre la superioridad semántica del libro convencional tienen un inesperado problema: es que leen poco. Incluso leen poco a Stevens en sus mismos versos: «Palabras leídas como sin libro/Sólo el lector inclinado sobre la página». Versos que espero iluminen la próxima campaña publicitaria de cualquier e-book, porque definen bellamente la experiencia de lectura digital, allí donde el libro cede el paso a la palabra.
Ahora bien. Lo que sí creo que hace internet es algo parecido a lo que dicen que hace la televisión. Engorda. Cualquier rasgo. La inteligencia, la adicción, el compañerismo, la maldad, la misantropía, la coralidad. Es gracias a internet que Nicholas Carr ha podido darse cuenta de que ya no lee seguido.