Bajo el “empirismo total” de sus crónicas periodísticas –recopiladas recientemente en El huevo de la serpiente: crónias desde Alemania (1922-1954) (El Acantilado, 2005) yCrónicas desde Berlín (1930-1936) (El Acantilado, 2005)– Eugenio Xammar dio voz al turbulento periodo del alzamiento político de Hitler.
Madrid, 1930.
Luis Montiel, el empresario que maneja un buen número de publicaciones –la revista Estampa entre ellas–, inicia la aventura del diario Ahora. Montiel es un empresario moderno, consciente de que la prensa de partido pierde terreno y de que hace falta una prensa industrial. Montiel quiere un periódico liberal, que llegue a una clase media urbana culta y republicana. Montiel piensa hacer las cosas a lo grande: los redactores tendrán despachos individuales, biblioteca y un bar americano servido por Perico Chicote. Montiel está dispuesto, además, a pagar bien, porque pretende, en definitiva, poner en marcha el gran diario de la República.
Así las cosas, Ahora necesita un periodista solvente que haga las veces de director. Montiel pone el ojo en Manuel Chaves Nogales, el redactor jefe de El Heraldo de Madrid. Chaves conseguirá para el nuevo diario las firmas más cotizadas del momento: Unamuno, Baroja, Valle-Inclán, Maeztu, Gaziel, Camba, figuran entre los colaboradores. De El Heraldo se lleva al corresponsal en Berlín, Eugenio Xammar. Los dos hombres mantendrán siempre una buena amistad, probablemente basada en una mutua admiración profesional (muchos años después, al rematar una carta, Xammar bromeará: «Como decía Chaves, ‘somos muy buenos periodistas’»).
Eugenio Xammar es un catalán que se ha hecho como periodista en Madrid. Fue en Londres donde empezó a abrirse paso en el oficio, como corresponsal del diario barcelonés El Día Gráfico. Londres y los intelectuales españoles que frecuentó allí -Camba, Maeztu- le han dejado huella: Josep Pla lo definirá más tarde como un liberal inglés, un “empírico total” que “no creía más que en lo que tenía delante”. No es mala condición para un periodista. Después de la Gran Guerra, recaló en el imprescindible Madrid, como tantos jóvenes de provincias inquietos y autodidactas. En Madrid pasó de El Fígaro a El Sol y de El Sol a La Correspondencia de España, y ya hace unos años que su olfato de periodista le ha llevado hasta el Berlín efervescente de la posguerra.
Alemania es un país deprimido en más de un sentido. Las controvertidas reparaciones de guerra, la ocupación francesa del Ruhr y una inflación sin precedentes: el caldo de cultivo del nazismo. Allí ha trabajado en paralelo con el joven Josep Pla, que le admirará siempre y que por entonces escribe: “Xammar me ha enseñado más que todos los libros juntos. Es el hombre más inteligente que conozco, el que tiene un ojo más seguro y un conocimiento del mundo más vasto. Es, todavía, la naturaleza de hombre más humana que he tratado, la persona menos primaria, el señor que tiene la razón más despierta y el entendimiento más claro”. Han viajado juntos por la Renania ocupada y por Baviera, y han escrito crónicas magníficas para sus respectivos diarios. En Munich han visto de cerca el intento de golpe de Estado que ha protagonizado Hitler, esa caricatura de dictador imposible de tomar en serio. Le han hecho incluso una entrevista. Pla recordará muchos años después aquel viaje: “Hicimos muchas interviús, y si el país hubiese tenido sensibilidad europea, habríamos logrado fama de grandes periodistas”. El país no tiene, efectivamente, sensibilidad europea, pero Xammar ha hecho carrera. Más aún, es ya una leyenda viva. Tiene cualidades: políglota, melómano, conversador formidable, brusco, dogmático, sibarita. Un hombre de mundo. No es extraño que corra la voz cada vez que viene a Barcelona, lo que sucede con relativa frecuencia.
Berlín, 1936.
Hace ya algún tiempo que las cosas han empezado a ponerse feas para un corresponsal extranjero. Alemania se ha convertido en un país donde “casi ningún día la verdad de por la mañana ha sido la verdad de por la noche, y la verdad de la noche no ha sido nunca la verdad de la mañana siguiente”. La vigilancia y el control del Ministerio de Propaganda y de la policía se hacen sentir cada vez más. Con todo, Xammar no se ha sentido hasta ahora particularmente inseguro: está casado con una alemana, forma parte del personal de la embajada –ejerce de agregado de prensa desde que en España se proclamó la República– y es vicepresidente de la Asociación de la Prensa Extranjera. Además, la mejor arma de un corresponsal para evitar la expulsión es el rigor en la información –“seleccionar las noticias con mucho tiento, saber distinguir las informaciones buenas de las falsas y, sobre todo, descubrir la diferencia entre las informaciones falsas y las informaciones de origen oficial muchas veces intencionadamente falsas”– y Xammar es en este asunto particularmente meticuloso.
Sus crónicas han descrito los avances del nazismo desde que llegara al poder sin apartarse un ápice de la verdad, aunque casi siempre delaten la vertiente más grotesca del régimen. No puede siquiera imaginar el sentido que la historia dará unos años más tarde a los hechos que ahora describe. No puede pronosticar el horror. Sólo puede describir la verdad de los hechos, la única de la que debe dar parte el periodista: “Cuando los hechos son de tal magnitud, improvisar un comentario discreto es empresa de gran dificultad. ¿Cómo atreverse, sin caer en la pura divagación, a valorizar unos hechos cuyas consecuencias han de tardar semanas, meses, quién sabe si años –es de desear que así sea– en manifestarse? Dejemos, pues, los comentarios y vayamos derechamente a los hechos”.
Este año ha retrasado sus vacaciones porque la dirección de Ahora le ha pedido que cubra los Juegos Olímpicos que van a celebrarse en Berlín. Allí le ha sorprendido la noticia del alzamiento. El embajador ha dado su adhesión casi inmediata a la causa franquista y el irreductible Xammar ha quedado en una situación difícil. Tiene que salir de Alemania –es evidente–, pero no encuentra el modo. Un día, mientras conduce seguido por un coche de la Gestapo, tiene la inspiración de girar bruscamente en dirección a la embajada de Italia. El embajador, viejo amigo suyo, le gestiona el permiso para salir del país en dirección a Francia, donde su amigo el periodista Carlos Esplà, por entonces subsecretario de la Presidencia, le conseguirá un nombramiento como agregado de prensa en la embajada española en París.
Sus días de gran periodista se han acabado. Cuando la guerra termine, vivirá sobre todo de las traducciones para organismos de las Naciones Unidas, sin salir apenas del mutismo intransigente que exigirá, a su juicio, la fidelidad a Cataluña.
L'Ametlla del Vallès, 1973.
Hace dos años que Xammar está instalado en su pueblo natal. Llegó un día en avión, notablemente envejecido y en litera: se había roto el fémur en su piso de París. Un amigo, Josep Badia, le convence de que escriba sus memorias. No ha encontrado mucha resistencia: es el único libro que Xammar ha estado siempre dispuesto a escribir, tal vez desde que un día Pla vaticinara que moriría inédito. Badía se sorprende de la memoria de este hombre, capaz –a sus ochenta y cuatro años– de recordar situaciones, fechas y centenares de nombres con precisión. No hay duda de la capacidad de Xammar para recordar, pero tampoco hay que extrañar la precisión: es probable que Xammar haya tenido ese libro en la cabeza –situaciones, fechas, nombres– durante décadas, tal vez desde los años cuarenta.
Desde que está en L'Ametlla, el periodista de leyenda acostumbra a ejercer como tal: recibe visitas de los jóvenes –y no tan jóvenes– que despuntan en el oficio, y de algunos viejos amigos. El año pasado todavía se animó a ir hasta S'Agaró para comer con Pla en La Gavina. Es lo mismo que ha hecho durante años, mientras vivía en el extranjero, cuando aprovechaba cualquier viaje a España para visitar a “este inteligentísimo y divertidísimo sinvergüenza”. Durante décadas se ha hablado de la enemistad entre los dos hombres, y es verdad que Xammar escribió, en los primeros años de la posguerra, un artículo furibundo en el que sostenía que la única actitud digna para un escritor catalán bajo el régimen franquista era el silencio, pero ya hace mucho que transigió con el “colaboracionismo” de Pla en la revista Destino: Xammar siempre ha sabido distinguir bien entre los hombres y las ideas. Cuando muera, Pla publicará un artículo –en Destino, precisamente–, una semblanza, y aprovechará para poner las cosas en su sitio: “Xammar pidió en una revista (…) mi cabeza –quiero decir mi fusilamiento–. La noticia me produjo una tal hilaridad que todavía hoy, cuando pienso en ello –poco– me río. Ni Xammar me habría hecho nunca fusilar ni yo le habría hecho fusilar a él. Éramos amigos. Nos entendíamos con la mirada. Xammar era un hombre muy complicado, pero era un buen hombre. Probablemente yo también aspiro a serlo. No creo que se pueda pedir más”.
En noviembre, el libro –un libro hecho de conversaciones con el amigo Badia– está a punto. Ya muy enfermo, Xammar escribe a su editor: “No le oculto que el término ‘corrector de estilo’ –y es muy natural que usted tenga uno– me espanta un poco. (…) estoy perfectamente convencido de que mi estilo es mejorable; lo que no quiero es que sea mejorado. Si su corrector de estilo sabe dar la interpretación justa a esta aparentemente disparatada paradoja, tengo la seguridad de que todo irá como una seda”.
Todavía tendrá tiempo de leer las galeradas de sus memorias y de hacer algunas correcciones antes de morir, finalmente inédito, el 5 de diciembre.
Barcelona, 2005.
Sólo hace unos años que Xammar ha dejado de ser un nombre legendario, autor de unas memorias también legendarias. En 1989 apareció una antología mínima, que vinculaba a Xammar al catalanismo. Hay, efectivamente, un Xammar polemista feroz y catalanista no menos feroz, y a este Xammar estaba vinculada la leyenda en Cataluña. El Xammar corresponsal internacional tendría que esperar todavía unos años, hasta que en 1998 apareciesen los artículos de su primera etapa en Berlín, los que escribió en catalán entre 1922 y 1924 para La Veu de Catalunya primero y para La Publicitat después, cuando el nazismo se incubaba en Baviera y se vivían los años más duros de la inflación. Por esos artículos desfilaban aquella extraordinaria devaluación de la moneda alemana, la ocupación del Ruhr por el ejército francés, el frustrado golpe de Hitler en una cervecería de Munich y las entrevistas a los líderes políticos del momento. Entre ellas, la que le hicieron –Pla le acompañaba– a Hitler poco antes de la intentona. En esa entrevista descubrirá la germanista Rosa Sala lo que tal vez sea la primera referencia de Hitler a la solución final: “En toda Alemania hay más de un millón de judíos. ¿Qué quiere hacer? ¿Los quiere matar a todos en una noche? Sería la gran solución, evidentemente, y si eso pudiera ocurrir, la salvación de Alemania estaría asegurada. Pero no es posible. Lo he estudiado de todas las maneras y no es posible”. Una declaración así tendría una importancia crucial: zanjaría el debate histórico sobre si Hitler había previsto o no el Holocausto. Zanjaría, sí, de ser cierta. Porque la sospecha surgió enseguida, dada la fecha de publicación –después del golpe, muy oportunamente–, dado el perfil de Xammar y Pla –considerados en el imaginario catalán perfectamente capaces de una diablura así–, dado que en España acababa de estrenarse una dictadura –el artículo vinculaba un dictador al otro– y, sobre todo, dado que ninguno de los dos volvió jamás a mencionar el asunto, ni de palabra ni por escrito. Los argumentos eran –son– razonables. Tan razonables como los argumentos que pueden refrendar la veracidad de la entrevista, empezando por la trascendencia real de aquel putsch grotesco y del propio Hitler, que bien podría haber sido relativa en el contexto alemán de la época, lo que explicaría no sólo el retraso en la publicación de este artículo y del que Xammar dedicó al putsch en sí mismo (El golpe de Estado como espectáculo), sino el título desenfadado de la entrevista de Xammar (Adolf Hitler o la necedad desencadenada) y el liviano Cosas de Baviera con que Pla encabezó su versión para La Publicitat. Y sí, el talante de Xammar y Pla, su complicidad, hace creíble la ficción, pero ese mismo talante y esa misma complicidad permiten suponer que Xammar habría estado encantado de reconocer la diablura y hasta de vanagloriarse en sus memorias. Si de lo que se trataba era de ridiculizar a Primo de Rivera, bastaba el recurso a la figura de Von Kahr, el dictador de Baviera, el general que durante el golpe, “fornido y satisfecho, estiraba el brazo con el puño cerrado, como asiendo una sartén invisible dentro de la cual Europa, hecha tortilla, daba la media vuelta definitiva”. Queda, todavía, una cuestión: hay que decidir si es más razonable suponer que Hitler tenía ya en mente lo que dos años más tarde escribiría en Mein Kampf, o atribuir a Xammar y Pla la improbable paternidad de la solución final y unas más que improbables dotes proféticas. ¿Por qué, entonces, no hay una sola mención posterior de un episodio que a la luz de la historia habría brillado periodísticamente? Tal vez haya que buscar la explicación en el tono deliberadamente frívolo del artículo, en el que el personaje de Hitler –“la joven estrella del patriotismo germánico delirante”– aparece como un esperpento inofensivo. Puede que Xammar no considerara aquella entrevista como un éxito periodístico precisamente. Puede que la considerase como un borrón en su leyenda. Puede, por tanto, que prefiriera no recordarla.
En cualquier caso, la entrevista está ahí. Es razón suficiente para tenerla en cuenta. Y no hay que olvidar el detalle –nada insignificante– de que nadie hubiese puesto en duda su veracidad si el entrevistado fuese otro o si nada supiéramos del entrevistador: los juegos malabares psicológicos que pueden hacerse acerca de un periodista no pueden constituir la prueba del nueve de la veracidad de su escritura.
La entrevista y los otros artículos de la época aparecen ahora en su traducción al castellano bajo el título de El huevo de la serpiente. Le acompaña otro volumen, Crónicas desde Berlín, que recoge los artículos de Ahora entre 1930 y 1936. Esta edición conjunta tiene una razón de ser: Xammar era un desconocido para el lector de lengua castellana, y su aparición en el mercado exigía un puñetazo encima de la mesa. De momento, sobre la mesa están unas crónicas que reclaman para su autor el sitio que le corresponde dentro de una generación extraordinaria de periodistas de entreguerras –Pla, Chaves Nogales, Gaziel, Camba, entre ellos– y que pueden contarse entre las mejores páginas del periodismo de la época. No hay más prueba del mérito literario que la supervivencia. La frase –creo– es de Orwell. Juzgue, pues, el lector. La operación Xammar acaba de empezar.
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