Cuando se mataba poco y mal

Arcadi Espada.



Querido J:
Algunas mañanas hablo con un periodista de leyenda. No es fácil. La crisis de las leyendas aún es más grave. El asunto central de nuestras conversaciones suele ser aquel Budapest de 1944, sobre el que ya sabes que escribo un libro. Él estuvo allí con 25 años. Era un viejo: con 17 ya había viajado a la Alemania de Hitler y de Eugenio Montes. Luego fundó El Caso. Luego desveló Matesa.Un periodista. Eugenio Suárez vive en la playa de Salinas. Tiene 92 años y para ayudarlos se da cada tanto un chute de oxígeno. Debe de ser el aire embotellado que le deja la cabeza tan clara y el ánimo tan limpio. Una mañana fui a verle a Salinas y creo que bebía algo de frutos rojos, campari.
Hoy lo llamé porque El Caso cumple sesenta años, Juan Rada acaba de publicar una antología de sus portadas con un informado prólogo, y la noche anterior, pensando ya en la carta, había leído los capítulos alusivos a la revista de su libro Caso cerrado. Memorias de un antifranquista arrepentido (Oberón, 2005). En ese libro (cuyo subtítulo habría mejorado llamándose Memorias de un arrepentido) hay páginas antológicas. Por ejemplo las que dibujan al policía Viqueira, por cuyo conocimiento se le ocurrió a Suárez fundar el semanario. Otea este Madrid del verano de los 50: «El convicto inteligente, la calle solitaria, el sol cayendo a plomo y veinte metros detrás el cazador paciente, infatigable, despiadado, Viqueira.»
Suárez quería hacer filosofía. Como Gaziel. Eso dicen todos. Trabajaba en el diario Madrid y un día le mandaron a ocuparse del crimen de Monchito, que había matado a la esposa de su patrón con un destornillador. Era raro que pasaran esas cosas, porque en España ya había pasado todo. Así conoció a Viqueira, el comisario del distrito centro, que se encargó de llevar a Monchitoal pie del garrote vil. Habló con él muchas noches. Viqueira había sido policía durante la República y tenía una memoria turbia y remota. Así que Suárez se enganchó al asunto. Logró el dinero de los Montiel (los de el periódico Ahora,el de nuestro Chaves) y el 11 de mayo de 1952 salió el primer número de El Caso.
Hay varios textos sobre el semanario. Uno, el mejor, según el propio Suárez, lo escribió en francés Marie Franco, Le sang et la vertu, y lo editó la Casa de Velázquez. He estado hojeándolo y tiene una presencia magnífica. Está lo de Rada, reciente, que ya te he comentado. Y lo que ha escrito el propio Suárezen libros y periódicos. Pero yo tengo ahora su inteligencia vivísima y generosa al teléfono. Y sin concesiones. Si uno se exhibe de inicio, chicuelino, con una pregunta tipo qué España sale de El Caso, una de esas preguntas que pásese sea de las últimas, pero que jamás puede ser la primera, contesta:
—Qué sé yo de eso. Eso es como si tú le preguntaras al soldado qué es la guerra. Nosotros estábamos allí, en los cincuenta.
—Distribuyendo tajantemente el bien y el mal. No te creas que me disgusta, eh?
—No sé. Teníamos nuestro público. Dábamos mucho a los gitanos, es verdad. ¡Pero, chico, lo pedía el público!
A las cuatro semanas un tranvía se fue de vías en el Puente de Toledo. Murieron madrileños a docenas. Un fotógrafo de El Caso pasaba por allí. Todo lo fotografió. Impasible, como debe ser. Pero el alcalde, don José Moreno Torres, conde de Santa Marta de Babio, se plantó desde la primera sangre en el despacho del jefe de Censura. Cuando le desautorizaron texto y fotos, Suárez empezó a entrar y salir de los despachos, como una fiera. El último, el del director general de Prensa, Juan Aparicio, el mismo hombre que lo había mandado a Budapest para sacárselo de encima, según confesión propia y tardía. Fue abandonando airado y vencido el despacho de Aparicio cuando pronunció Suárez la frase inmortal:
—¡Y para esto hemos muerto un millón de españoles!
No sólo es graciosa. Es la clave que explica su éxito. Él era, entonces, un franquista arrepentido. Y conocía las costuras como el piojo. Hay cosas que sólo se pueden hacer desde dentro. Te bastará saber cómo consiguió doblegar al ministro Gabriel Arias Salgado en otra tarde de desespero. El ministro había decretado el cierre del semanario. En realidad, y según otra de las confesiones de Aparicio (a lo visto un hombre aún más descargado de conciencia que Laín Entralgo), sólo lo habían autorizado porque creían que no iba a leerlo nadie. El éxito les confundió y empezaron a poner problemas. Uno de los más sensacionales fue el cupo de sangre: primero les autorizaron dos asesinatos por semana, luego sólo uno. En este punto te habría gustado escuchar el lúcido cinismo de Suárez:
—En realidad eso del cupo nos salvó. Entonces, en España, se mataba poco y mal. Pero el cupo nos evitó el no saber a qué crimen quedarnos y concentrar en uno todas nuestras energías.
Cuando el cupo no les bastó se decidieron por el cierre. Volaba Suárez por los despachos. Hasta que se le ocurrió que lo único que podía hacer desistir al meapilas era el agua bendita. Se plantó ante el presidente del tribunal eclesiástico, don Moisés García Torres, y le dijo que El Caso quería someterse a la censura eclesiástica. El hombre meditó, rezó y aceptó. Voló Suárez de nuevo. Le dejaron el papelito eclesiástico sobre la mesa a Arias Salgado, éste lo leyó, levantó la vista y dijo que sí y que no le volvieran a hablar del asunto.El Caso fue a partir de entonces sangre bendecida.
De todas las historias, sin embargo, por las que Suárez viaja, ninguna como la de sus lectores agrícolas. Los archivos del semanario se perdieron y nadie puede traer esas cartas. Pero existieron, y más de una.
—Cuando se acercaba el tiempo de la cosecha recibíamos algunas cartas de suscriptores del campo. Piensa que El Caso llegaba a lugares donde nunca había llegado un papel escrito. Piensa que alguna gente aprendió a leer por él y con él. Piensa que el que sabía reunía a los vecinos y les leía la revista entera. Bien: lo cierto es que nos pedían darse de baja por seis semanas. Hasta que acabaran de cosechar.
Se deduce que comprar el semanario no era cualquier cosa. ¿Decía también tu madre aquello de la mía, cuando obtener el dinero para comprar ciertos placeres del espíritu era «sacárselo de lo boca»? ¿Cómo se le explicaría esto, y la experiencia del placer y de la exigencia que comporta, a un niño megaupload? Y luego. ¿En qué estado llegarían esas gentes a casa, tras una jornada de cosecha, que ni sentarse a la lectura podían?
Otros suscriptores eran Cela, Goytisolo y Robert Graves.
Sigue con salud
A.

No hay comentarios:

Publicar un comentario