Extractos:
Lo esencial es tener claro qué debe ser y qué no debe ser la enseñanza universitaria. Por resumirlo, la universidad debe convertirse en una empresa cuyo propósito sea el de fabricar o proveer un bien de capital harto concreto y específico: el llamado capital humano muy especializado. La universidad no debe ser un foro público para adquirir una formación general un tanto más profunda que la proporcionada por la enseñanza secundaria y que nos convierta en buenos ciudadanos. O, al menos, no debe ser eso si luego pretendemos que esos años de carrera lectiva nos sirvan para lograr un sobresueldo en el mercado laboral.
No se trata sólo, por tanto, de formar a los mejores arquitectos –o ingenieros, o economistas o juristas– posibles desde un punto de vista técnico, sino también a aquellos que sepan diseñar las construcciones que vayan más en consonancia con los gustos de los consumidores (o quizá, si hay exceso de construcciones y arquitectos, lo acertado sea no formar a ningún arquitecto). Los conocimientos que adquieren, en definitiva, no han de ser útiles para la formación personal y humana del alumno o para el avance en abstracto de la ciencia –para lo cual puede haber otros centros adscritos a la universidad que realimenten la labor de la docencia–, sino para el consumidor, que al final es quien le pagará el sobresueldo al estudiante.
El profesorado –y la organización de éste dentro de la universidad– ha de estar sometida a una reelaboración continuo; una flexibilidad que sólo puede lograrse no a golpe de planificación central y de planes quinquenales, sino merced a la presión competitiva de otras universidades más eficientes que pueden terminar desplazando a las menos eficientes.
Lo lógico sería que cada universidad pudiese ofrecer ‘packs’ de duración y precio mucho más reducido y con un contenido mucho más específico; el objetivo es formar especialistas que sepan desarrollar servicios extraordinarios en una materia. El mejor contable del mundo no tiene por qué tener un conocimiento demasiado profundo sobre macroeconomía, por lo que ambas materias no tienen por qué estudiarse a la vez: la posibilidad de estudiar por módulos que puedan adquirir los alumnos, sin perjuicio de la obtención de un título que acredite exactamente los conocimientos adquiridos, proporciona una flexibilidad enorme a la hora de formar el capital humano y a la hora de reorganizar internamente las materias impartidas y los métodos empleados.
La titulitis es una enfermedad propia de sociedades donde la universidad carece de precio, donde los alumnos no están en absoluto interesados en comparar los costes y los beneficios de la inversión en capital humano y donde los centros encargados de expedir el título no se juegan su supervivencia en su calidad diferencial. Una sociedad no necesita universitarios en general, sino personas especializadas en muy diversas áreas; cuando lo que proporciona es una imprenta de licenciaturas y de jóvenes incolocables –que además deben recurrir a posgrados privados para especializarse mínimamente–, es que su sistema universitario es completamente fallido.