Hay dos tipos de tecnologías de generación eléctrica, las fiables y las que no lo son. Las que aseguran nuestro suministro eléctrico y las que no lo pueden hacer. Una central nuclear funciona de media 8.000 horas al año porque tiene la capacidad técnica de hacerlo, un generador eólico funciona de media 2.000 horas al año porque, con la tecnología actual y la distribución de nuestros parques eólicos, eso es todo lo que puedes sacar del viento. Lo mismo sucede con la solar fotovoltaica, que produce únicamente cuando hay sol, o la hidráulica que depende de las precipitaciones. Es decir, estas tecnologías dependen de factores que el ser humano no controla ni predice, son intermitentes y su factor de carga muy pequeño. No pueden asegurar el suministro y no lo podrán hacer hasta que no se desarrollen tecnologías de almacenamiento de energía. La termosolar va por ese camino.
Tenemos otras tecnologías, sin embargo, con las que sucede algo paradójico. Me refiero especialmente a los ciclos combinados de gas natural y a las centrales de carbón. Estas tecnologías podrían funcionar un número elevado de horas anuales, pero no lo hacen ¿por qué? El carbón, a nivel mundial, es la fuente energética que más ha crecido en los últimos años. El gas, por otra parte, es la tecnología que más ha crecido en España. Sin embargo, ambas están disminuyendo sus horas de funcionamiento anuales por dos motivos, las políticas medioambientales y la adulteración que produce en el mercado la legislación a favor de las energías renovables, que expulsan del mismo al resto de tecnologías cuando la demanda eléctrica es baja.
Esto, que a priori es bueno para mitigar las emisiones de efecto invernadero, es contraproducente para todo lo demás. Primero, crea una inseguridad jurídica que desincentiva las inversiones porque las centrales de gas están funcionando muchísimas menos horas de las que habían determinado en los cálculos de retorno de capital, teniendo ahora serios problemas para recuperar las inversiones. Segundo, no solo nos obligan de forma ineludible a comprar todos los kWh renovables, sino que además cada uno de esos kWh del régimen especial recibe subvenciones y, en algunos casos como la solar fotovoltaica, son 10 veces más caros que un kWh en el mercado. Tercero, las fuertes primas a ciertas tecnologías desincentivan la competencia en el resto de tecnologías. Cuarto, las subvenciones elevadas a ciertas tecnologías desincentivan la investigación y desarrollo de esas mismas tecnologías puesto que ingresarán miles de millones de euros de dinero público de todos modos. Quinto, como consecuencia de las desorbitadas subvenciones, el precio final de la electricidad se encarece cada vez más, llevándonos a una pérdida paulatina de competitividad, a una destrucción de riqueza y a un aumento del desempleo. Pagamos la electricidad un 56 % más cara que en Francia.