Siempre he defendido la idea de que la mejor manera de evitar que las administraciones públicas gasten en exceso es limitar sus ingresos. La propia lógica de los sistemas políticos hace que resulte muy difícil para un gobernante liquidar sus presupuestos con un superávit importante en los años de mayor crecimiento.
De intentarlo, se le reprocharía, sin duda, que no gastara en beneficio de la sociedad todo lo recaudado. ¿Por qué no construir más colegios, mejorar el servicio de transporte público o dar más ayudas a los ancianos si el dinero está ahí, pidiéndonos a gritos que lo utilicemos? Es difícil que un político pueda resistir la tentación de hacerlo.
Llegó la crisis y los ingresos cayeron. Pero una gran parte del gasto se había consolidado; y era ya muy difícil volver atrás y decirle a la gente que los buenos tiempos habían pasado y que había que ahorrar en la prestación de servicios y hacer que la gente empezara a pagar –al menos parcialmente– por el uso de algunos de los servicios que venía utilizando de forma casi gratuita. Y esto no gusta; ni aquí, ni en otros países. Lo que está ocurriendo en Grecia es el mejor ejemplo; pero no es, desde luego, un caso único.
Hoy la gente es cada vez más consciente de que aquella renta de la que disfrutaban hace algunos años tenía mucho de transitoria y está adaptando a la baja su patrón de gastos. Es el momento de que las administraciones públicas hagan algo semejante y digan con sinceridad a la gente que sus recortes del gasto no van a ser meramente temporales.
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