Artículo en el que Arcadi Espada analiza la relación entre ficción y realidad.
Destaco estos dos partes del texto, la primera por cómica:
Dougar tiene una franca relación con los tópicos: hay por ahí otro momento de sus justificaciones en el que dice, sin rubor, que ella no quería escribir esta historia pero que «la historia la eligió a ella» para ser contada. Ya sabes: mesas que se mueven.
Y la segunda por rotunda:
Como sabes bien yo soy un hombre caracterizado por el sentido práctico y todas las cartas que te escribo aspiran a tenerlo. Después de muchos años dedicado al examen de estos avatares de la fiction y la faction ha llegado la hora pragmática. Estarás de acuerdo en que yo no puedo escribir en un periódico que Ana Frank mantuvo relaciones sexuales durante su cautiverio. El titular provocaría una airada petición de explicaciones. E incluso algún problema judicial: no se puede mentir impunemente en un periódico. Imagínate lo que sucedería si yo escribiera que el ministro Pedro Solbes (una persona viva y coleando) mantuvo relaciones sexuales en un Consejo de Ministros. El derecho al honor y mil etcéteras. Dirás que la diferencia radical está en el género: no es lo mismo escribir en un periódico que en una novela. La objeción habitual.
Pues bien, no. Ya no.
La exigencia de veracidad del nombre propio no debe verse afectada por la circunstancia retórica en que se exhiba el nombre. Es decir, por el hecho de que el nombre figure en un periódico o en una novela. La nitidez de esas circunstancias es mucho menos intensa que el nombre propio y sus etiquetas asociadas, es decir, Ana Frank, Ámsterdam, ocupación nazi, cautiverio. Por lo tanto cualquier utilización de los nombres propios en una ficción deberá someterse a las mismas exigencias de veracidad que se darían en el caso de aparecer en un periódico. Y con las mismas consecuencias, en el caso de falseamiento. El nombre propio corrompe la ficción e instala un automático pacto de veracidad.
ARTÍCULO:
Querido J:
En octubre saldrá a la venta la novela Annexed: The Incredible Story of the Boy Who Loved Anne Frank (Andersen Press), de Sharon Dougar, una escritora británica especializada en adolescentes. En su novela Dougar utiliza la retórica del falso diario, atribuyéndoselo al joven Peter van Pels, que compartió escondite con Ana Frank. El eje de la atención publicitaria del libro es el enamoramiento y el petting (de la edición final se suprimió un coito) de Ana y Peter. En Gran Bretaña ha provocado una cierta atención polémica. El único pariente vivo de Ana Frank, su primo Buddy Elias, se queja de que las caracterizaciones de los personajes no son fidedignas. Y ha añadido que no se debería hacer ficción con «su horrible destino». La Fundación Ana Frank, por su parte, ha acusado a Dogar de querer hacer dinero a costa de la memoria de la joven y le reprocha que no haya sido capaz de crear personajes desde cero.
La escritora afirma haber tenido las mismas dudas y se ha defendido apelando a la «sensibilidad» con que ha escrito el libro. También ha dicho que en los diarios de Ana Frank la sexualidad ocupa un espacio mayor que en su novela. Y ante los que la acusan de haber incurrido en el anacronismo (es decir de haber materializado la atracción de Ana y Peter, ignorando que en la sociedad de la época la materialización sentimental era mucho más improbable que en nuestro tiempo), se remite a la biología: lo único que han cambiado son las costumbres; porque las hormonas de los adolescentes de hace sesenta años eran las mismas que ahora.
Comprenderás, dados mis gustos, que estas cuestiones hayan armado también la habitual polémica en mi cabeza.
Empecemos por despejar el campo en la medida en que se pueda. Es obvio que el primo Elias se adentra en territorios pantanosos. No parece que sólo los destinos felices puedan ser materia de las ficciones. La Fundación no debería aludir al dinero. Mucha gente en el mundo hace dinero con la memoria. ¡Si lo sabremos en España! El problema no es la falsa moneda, sino la falsa memoria. En cuanto a hacer personajes desde cero, la réplica es sencilla: no hay personajes, ni siquiera vivos, que estén hechos desde cero. Las ficciones, como ya dijo Christophe Donner hace años, no sólo se alimentan de lo que pasa, sino de lo que no pasa y debiera pasar: «Si tengo sed, imagino que bebo». Y en cuanto a la «sensibilidad» que garantiza la novelista no es más, dicho de un modo benevolente, que el pacto sexual al que parece haber llegado con sus editores, no yendo más allá del petting. Dougar tiene una franca relación con los tópicos: hay por ahí otro momento de sus justificaciones en el que dice, sin rubor, que ella no quería escribir esta historia pero que «la historia la eligió a ella» para ser contada. Ya sabes: mesas que se mueven.
Un reportaje en el Guardian ofrece también el punto de vista de John Boyne, autor de la célebre novela El niño con el pijama de rayas. Sus opiniones sobre el papel pedagógico de la ficción proyectada sobre asuntos como el Holocausto me parecen razonables, o al menos pueden discutirse. Y Boyne dice, como ya dijo nuestro Pombo: «Coloquemos un personaje de ficción en un marco histórico y ese mundo se habrá corrompido.» Creo que le darás la razón, desde luego. Pero no, justamente, si la sentencia se aplica al caso que nos ocupa: Ana Frank no es un personaje de ficción. Y la cuestión clave es, precisamente, si la ficción puede corromperla. No conozco el libro de Dougar y no sé en qué medida sus tesis y sus estética narrativa necesitan de Ana Frank. Más bien me inclino a pensar que son sus derechos de autor los que necesitan a Ana Frank. Aunque ya te he dicho que la cuestión no es el dinero: sólo la forma de ganarlo.
La estrategia de Dougar no es distinta de aquella que utilizó Donald McCaig para escribir la continuación de Lo que el viento se llevó. Un asunto muy interesante: McCaig negoció su proyecto durante doce años con los herederos de Margaret Mitchell, la autora de la novela original. Dougar, en cambio, no ha necesitado del asentimiento de los herederos de Ana Frank: es la diferencia entre las personas y los personajes. Las personas no tienen copyright. Al parecer nadie impide que un novelista invente los besos de Ana Frank. Pero si se trata de los besos de Rhett Butler (¡y no de los de Clark Gable!) habrá de pagar. Debe de ser aquél tributo a la verdad poética que hacen flamear los aristotélicos.
Como sabes bien yo soy un hombre caracterizado por el sentido práctico y todas las cartas que te escribo aspiran a tenerlo. Después de muchos años dedicado al examen de estos avatares de la fiction y la faction ha llegado la hora pragmática. Estarás de acuerdo en que yo no puedo escribir en un periódico que Ana Frank mantuvo relaciones sexuales durante su cautiverio. El titular provocaría una airada petición de explicaciones. E incluso algún problema judicial: no se puede mentir impunemente en un periódico. Imagínate lo que sucedería si yo escribiera que el ministro Pedro Solbes (una persona viva y coleando) mantuvo relaciones sexuales en un Consejo de Ministros. El derecho al honor y mil etcéteras. Dirás que la diferencia radical está en el género: no es lo mismo escribir en un periódico que en una novela. La objeción habitual.
Pues bien, no. Ya no.
La exigencia de veracidad del nombre propio no debe verse afectada por la circunstancia retórica en que se exhiba el nombre. Es decir, por el hecho de que el nombre figure en un periódico o en una novela. La nitidez de esas circunstancias es mucho menos intensa que el nombre propio y sus etiquetas asociadas, es decir, Ana Frank, Ámsterdam, ocupación nazi, cautiverio. Por lo tanto cualquier utilización de los nombres propios en una ficción deberá someterse a las mismas exigencias de veracidad que se darían en el caso de aparecer en un periódico. Y con las mismas consecuencias, en el caso de falseamiento. El nombre propio corrompe la ficción e instala un automático pacto de veracidad.
Estoy seguro de que te parecerá perfectamente razonable esta propuesta. Has dado muestras repetidas de ser un hombre cabal. Pero lo que espero, sobre todo, es que les parezca razonable a todos esos aniñados que están todo el día jodiendo la marrana a propósito de la imposibilidad de distinguir entre realidad y ficción y entre personas y personajes. A su campo me he pasado, y con sus propias armas y bagajes. Yo tampoco distingo. La Ana Frank de la ficción no existe.