Arturo Pérez-Reverte con un artículo sobre la enseñanza de la religión con el que estoy totalmente de acuerdo.
Destaco sobre todo el párrafo final:
"Así que llámenla como quieran: Religión, Historia de la Religión, Historia religiosa de España, o de Europa. No sólo me alegro de que la estudien en los colegios, sino que, en mi opinión, debería ser obligatoria en todo plan escolar. Pero no como asignatura relacionada con la moral católica, ni la espiritualidad. El pecado, la salvación del alma y otros territorios adyacentes son cosa de cada familia, o del chico mismo, si tiene edad para elegir. Del interesado en el asunto. Allá cada cual con sus dioses y sus cíclopes. Yo hablo de equipaje lúcido. De cultura."
ARTÍCULO:
Acabo de enterarme de que entre siete y ocho de cada diez alumnos de los colegios españoles cursan la asignatura optativa de Religión: en Primaria por decisión de sus padres, y en Secundaria por iniciativa propia. Y no saben ustedes cómo me alegro. Pero ojo. Mi gozo no estriba en el aspecto espiritual del asunto. Cualquiera que se haya asomado a esta página pecadora en los últimos diecisiete años, sabe que no es con un cardenal o un obispo con quien yo me iría de copas. Y que, los días que se me va la pinza y me levanto jacobino y cabreado, lamento que una cuchilla afilada y oportuna no aligerase un poco el paisaje de sotanas a finales del siglo XVIII, cuando el ingenioso invento del doctor Guillotín no tenía la mala prensa que tiene ahora.
Sé de qué hablo. Tengo uso de razón, he viajado y leído libros. Soy, además, natural de una tierra históricamente enferma, con un alto porcentaje de hijos de puta por metro cuadrado. Sé que aquí, en los últimos diecisiete o dieciocho siglos, siempre hubo un confesor diciéndole a una señora lo que podía hacer con su marido, y a un rey lo que debía hacer con sus súbditos. Señalando a quién premiar y a quién dar garrote. Eso no descarta, naturalmente, a infinidad de hombres y mujeres justos: sacerdotes y monjas empeñados en dignísimas obras sociales, misioneros que se dejan la piel. Pero la existencia de esa fiel infantería, tan alejada de palacios arzobispales y despachos vaticanos, no borra el estrago secular, la manipulación de conciencias, la resistencia a la modernidad alentada desde los púlpitos, el sabotaje –sangriento, en ocasiones– de cuantos intentos hubo por airear la oscura sacristía en la que, durante tanto tiempo, estuvimos recluidos. Sigo creyendo que en el concilio de Trento España se equivocó de camino: mientras la Europa moderna apostaba por un Dios práctico, emprendedor, aquí fuimos rehenes de otro Dios reaccionario y siniestro, que nos hizo caminar en dirección opuesta al futuro mientras sus ministros proponían quemar, fusilar, prohibir, desterrar costumbres, libros, ideas y hombres. Mientras saboteaban constituciones, bendecían a generales carlistas o levantaban el brazo junto a caudillos paseados bajo palio. Y ahí siguen. Mezclando a Dios con las cosas de comer. Disputando arrogantes y pertinaces, a estas alturas de España, cualquier conquista del sentido común, la libertad y la vida.
Sin embargo, todo eso también nos hizo. Para bien y para mal, la Europa que aún responde a ese nombre no puede explicarse sin la historia del Cristianismo y la Iglesia Católica. Para comprendernos, para concluir que somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos, es preciso conocer la historia de tanto daño causado; pero también la historia de lo grande y lo luminoso, la base intelectual de una civilización largamente construida sobre Grecia y Roma, la Biblia y los Evangelios, el Islam mediterráneo, San Isidoro, la latinidad medieval, los monjes copistas y los monasterios, las bibliotecas, el Renacimiento, el apasionante camino recorrido y el papel fundamental, sólo discutible por los sectarios y los imbéciles, que la Iglesia tuvo en todo ello. Independientes de las creencias de quien camine bajo sus bóvedas, las catedrales europeas son museos vivos, libros de piedra con la memoria genética de lo que –algunos, todavía– llamamos Occidente. Sobre todo, en esta España que se cuajó a sí misma, imperfecta y violenta, precisamente en una guerra civil de ocho centurias contra el Islam, con una cruz como bandera, y que se arruinó en los siglos XVI y XVII a causa, entre otras muchas, de esa misma cruz. Por eso el símbolo que corona nuestras iglesias y tumbas nos explica y justifica. Sobre todo en tiempos revueltos, confusos como éstos, de estupidez política y orfandad cultural. Conocerlo todo, familiarizarse desde niños con la memoria de esa vieja y rezurcida Europa a la que, pese a la globalización, la barbarie y el olvido, seguimos perteneciendo, y a la que nuevas generaciones llegan en busca de una nueva y mejor vida, es bueno para todos. Permite que un chico se eduque sabiendo quién es, de dónde viene y a dónde llega. Amuebla y explica el mundo a su alrededor.
Así que llámenla como quieran: Religión, Historia de la Religión, Historia religiosa de España, o de Europa. No sólo me alegro de que la estudien en los colegios, sino que, en mi opinión, debería ser obligatoria en todo plan escolar. Pero no como asignatura relacionada con la moral católica, ni la espiritualidad. El pecado, la salvación del alma y otros territorios adyacentes son cosa de cada familia, o del chico mismo, si tiene edad para elegir. Del interesado en el asunto. Allá cada cual con sus dioses y sus cíclopes. Yo hablo de equipaje lúcido. De cultura.
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