Las crisis económicas, aunque los keynesianos las consideren inexplicables maldiciones que vienen del cielo, tienen una causa real y perfectamente solucionable. Suceden porque, tras un periodo de expansión monetaria en la que se han inoculado burbujas económicas, la estructura productiva queda distorsionada. Muchas inversiones en factores productivos y empresas en funcionamiento están orientadas a producir una serie de productos que la sociedad realmente no necesita, pero que durante la burbuja encontraban una demanda artificial. En la crisis actual, tenemos una estructura productiva destinada a producir demasiadas casas, edificios e infraestructuras, y teníamos un sistema financiero que había comprometido mucho dinero en préstamos a este tipo de inversiones.
Los keynesianos dicen que, por algún motivo desconocido, el problema es que falta demanda y que hay que estimularla. Pero eso es absurdo. No hay que tratar de mantener inflada la burbuja de la construcción, como se hizo con los diversos planes E, sino permitir que la estructura productiva se reconvierta para producir los bienes realmente demandados por la sociedad. El problema es que la medicina ritual keynesiana, basada en gasto público, inyecciones monetarias y bajos tipos de interés, trata de impedir esta reestructuración. Al igual que en el caso de las sangrías, el desconocimiento de las causas que originan el problema lleva a aplicar la terapia inadecuada. Al final se termina con un paciente cada vez más débil cubierto de incisiones y sanguijuelas que le chupan la sangre. Y si se insiste en el método, el paciente, que en nuestro caso es la economía, se desangrará hasta la muerte.