Por un lado, para lograr el reajuste de nuestro aparato productivo, necesitamos, primero, que los contratos laborales regresen al ámbito de negociación individual entre empresario y trabajador, sin que los sindicatos o la patronal puedan intervenir salvo como representantes voluntarios; esta abolición de esa fascistada llamada negociación colectiva también debería afectar a las relaciones laborales vigentes, permitiendo renegociar sin indemnización todos los contratos actuales para adaptarlos a la nueva realidad posburbuja –una medida bastante menos cruel y barata que reducir el coste del despido para, a través del cese laboral, proceder a su ulterior renegociación–. Segundo, debemos rebajar la factura eléctrica y para ello hay que suprimir las primas a las nuevas centrales renovables, revisar a la baja las ya comprometidas y prolongar la vida de todas las centrales nucleares seguras. Tercero, liberalización total del sector empresarial: eliminar los obstáculos burocráticos a la hora de constituir nuevas empresas así como las limitaciones sobre a qué pueden dedicarse –por ejemplo, suprimiendo la ley de horarios comerciales, la ley del suelo, la ley antitabaco…). Y cuarto, permitir que aquellos sectores que deban quebrar, como el de la construcción, quiebren y saquen a la venta todo el stock de viviendas y de bienes de capital que retienen sin uso alguno.
Por otro lado, para conseguir el reajuste financiero hay que promover el ahorro empresarial, familiar y estatal. Las Administraciones Públicas deben regresar a los niveles de gasto anteriores a la burbuja (2002-2003). Ello implicará desprenderse de numeroso personal público –sobre todo autonómico–, eliminar todas las subvenciones, privatizar todas las empresas públicas e instaurar el copago en la sanidad y en la educación no obligatoria. Con este tijeretazo al gasto, lograríamos no sólo acabar con el déficit, sino amasar un cierto superávit con el que poder reducir de manera muy considerable la tributación sobre el ahorro, tanto en el IRPF como en el Impuesto de Sociedades: los gravámenes sobre dividendos, plusvalías y beneficios no deberían superar en ningún caso el 10%. De este modo, no sólo alimentaríamos el ahorro interno, sino que importaríamos capitales desde el extranjero, lo que permitiría recapitalizar a nuestro tejido empresarial –y bancario– y contratar a gran parte de los cinco millones de parados.
Fuente: Francisco Capella.