A las 20:30 horas del martes 18 de diciembre de 1979 dos miembros del grupo Treviño de ETA asesinaban en Vitoria al conserje del colegio de los Marianistas JUAN CRUZ MONTOYA ORTUETA. Los dos terroristas lo estaban esperando en la puerta del centro escolar, apoyados en la barandilla del colegio. Uno de ellos se incorporó cuando vio al conserje y le disparó a bocajarro, primero en el costado y, cuando cayó al suelo mortalmente herido, lo remató en el suelo. El crimen fue presenciado por dos alumnos del colegio. Juan Cruz Montoya fue trasladado urgentemente a un centro sanitario de Vitoria, donde nada se pudo hacer por salvar su vida.
Tras asesinar al conserje, los terroristas emprendieron la huida en un coche robado a punta de pistola a las 19:20 horas cuando su propietario iba a aparcarlo en el garaje de su domicilio. Dos encapuchados lo abordaron y lo dejaron atado con una cadena dentro de una caseta en Vitoria, además de robarle el DNI.
El 20 de diciembre cerca de cuatro mil personas se manifestaron de forma silenciosa, en protesta por el asesinato de Juan Cruz. Los manifestantes se concentraron frente al colegio de los Marianistas, en el lugar en el que cayó muerto el conserje, y se dirigieron a continuación hasta la catedral vitoriana de María Inmaculada. Encabezó la manifestación la junta del colegio, a la que seguían padres y alumnos de la mayor parte de los colegios de Vitoria. Poco antes de las seis de la tarde, los manifestantes llegaron a la catedral donde cuarenta sacerdotes oficiaron el funeral por el alma del conserje asesinado. Además, la mayor parte de los centros privados de enseñanza de Vitoria pararon durante la tarde en señal de protesta.
La banda terrorista ETA eligió a Juan Cruz Montoya como objetivo porque creían que era un guardia civil retirado. Una vez que se supo que no era así, la dirección de ETA dio órdenes a los autores materiales de que devolvieran las armas utilizadas en el asesinato para evitar que, si eran detenidos, se les pudiera relacionar con el mismo. El 27 de diciembre, ETA militar envió un comunicado al diario Norte Express en el que negaba su relación con el asesinato de Juan Cruz Montoya.
En el año 1982 la Audiencia Nacional condenó a Saturnino López Domaica, Luis Javier Izaga González y José Miguel López de Muniain Díaz de Otalora a sendas penas de 26 años, 8 meses y un día de reclusión mayor por el asesinato de Juan Cruz Montoya. Izaga González salió de prisión en junio de 2002 y López Domaica en febrero de 2003.
Juan Cruz Montoya Ortueta, de 59 años, era natural de Zambrana (Álava). Estaba casado y tenía un hijo de 28 años. Antes de ser contratado como conserje en el colegio Marianista de Vitoria, puesto en el que llevaba catorce años, la víctima había sido labrador. No se le conocía adscripción política alguna. Juan Cruz fue la última víctima mortal de la banda en el año 1979, el segundo más sangriento, con ochenta personas asesinadas.
A las tres y media de la tarde del 18 de diciembre de 1988 la banda terrorista ETA hacía explotar un potente coche-bomba al paso de un convoy policial que se dirigía al campo de fútbol de Ipurúa, en Éibar (Guipúzcoa), para prestar el servicio de vigilancia habitual en días de espectáculos deportivos, en este caso el encuentro de Segunda División entre el Éibar y el Sabadell. Los policías nacionales pertenecían a la Compañía de la Reserva General con base en Logroño. Hacia las 15:20 horas, cuando quedaban dos para que se iniciase el partido, uno de los terroristas accionó el mando a distancia que provocó la explosión del coche-bomba. La deflagración alcanzó de lleno al último de los coches que formaban el convoy –cuatro furgonetas Avia con veinte agentes a bordo–. Como consecuencia de la misma resultó gravemente herido el policía nacional JOSÉ ANTONIO BARRADO RECIO. Fue sacado aún con vida del amasijo de hierros en que quedó convertido el furgón policial pero falleció mientras era trasladado a un centro sanitario de la propia localidad.
También resultó gravemente herido el sacristán de la parroquia de Arrate, JOSÉ ALDAOLEA ABAITUA, que fallecería con posterioridad a la sentencia por la que se condenó a los autores del atentado, dictada en diciembre de 1990, en la que figura como uno de los asesinatos frustrados, según se recoge en Vidas rotas (Alonso, R., Florencio Domínguez, F., y García Rey, M., Espasa 2010, pág. 701). Sin embargo, Aldaolea Abaitua sí figura como víctima mortal en el listado del Ministerio del Interior, con fecha 18 de diciembre de 1988 junto al agente Barrado Recio. Incluso es confuso cuál fue el motivo de las heridas del sacristán de Éibar, pues en algunos medios de comunicación se hicieron eco de que fue víctima del tiroteo posterior al atentado entre los policías de los demás furgones del convoy y los terroristas. Incluso se produjo una auténtica persecución por parte de vecinos de la localidad contra el terrorista que accionó la bomba. Varios eibarreses, en una actitud muy valiente, salieron en su persecución al grito de "¡A ese, a ese!" pero, cuando estaban a punto de alcanzarle, el terrorista esgrimió una pistola de forma amenazadora, y los vecinos tuvieron que desistir en su intento de detenerlo. No obstante, el parte médico del Hospital de Galdácano señaló que José Aldaolea sufrió un grave desgarro femoral y choque traumático, lo que hace suponer que fue alcanzado directamente por la explosión del coche-bomba.
El atentado tuvo lugar en la avenida de Otaola, en un tramo que forma parte de uno de los itinerarios que siguen habitualmente las dotaciones policiales destinadas al campo de Ipurúa en los días de partido. La explosión, que fue brutal, provocó heridas gravísimas a otros tres policías nacionales –Francisco de la Mata García, Miguel Ruiz Ruiz y Francisco Zaragoza Lluch– que viajaban en el mismo furgón que Barrado Recio, y de carácter leve al también policía Ángel Lozano de Priego. Otros heridos, de diversa consideración, fueron los civiles Juan Carlos González Muñoz, Cándido Mangas Martín y María de los Ángeles Martínez Muñoz. La explosión y la onda expansiva provocaron importantes destrozos en varios talleres industriales, concesionarios de automóviles y almacenes situados en la calle Otaola y la rotura de la totalidad de las cristaleras en edificios de hasta cinco plantas de altura. Del coche-bomba, un Renault 4 robado en octubre en San Sebastián a punta de pistola y con matrícula falsa, sólo quedó el eje y las ruedas delanteras.
Tras el atentado, la Policía rastreó intensamente la zona, preferentemente en el punto desde el que fue accionado el coche-bomba, a la búsqueda de pistas que pudiesen llevar a la detención del grupo de terroristas que, desde hacía año y medio, operaba de forma esporádica en Éibar.
Aurora Bascarán, la alcaldesa socialista de la ciudad, se mostraba apesadumbrada por el asesinato. "Es terrible", repetía, "todo se oscurece cada vez que se empieza a vislumbrar una salida". La alcaldesa señaló que las fuerzas democráticas del Ayuntamiento de Éibar habían gastado ya todas las palabras de condena de la banda asesina. El Ayuntamiento de Éibar convocó una manifestación el día de Navidad, en la que participaron unas ocho mil personas y en la que el lehendakari, José Antonio Ardanza, justificó su ausencia por enfermedad.
Todos los partidos, salvo Herri Batasuna, condenaron firmemente el atentado. Hasta Jesús Eguiguren, por entonces presidente del Parlamento vasco, declaró que si HB no condenaba el atentado quedaría "claro una vez más que es la única organización que cubre y ampara políticamente a quienes atentan contra los derechos humanos y las libertades en el País Vasco". Palabras que ahora Eguiguren podía aplicarse a él mismo, que no sólo ha amparado políticamente a quienes han seguido asesinando, extorsionando y secuestrando, sino que no ha tenido reparos de conciencia ni ningún tipo de escrúpulo moral a la hora de mantener relaciones amistosas y de colegueo con el sanguinario Josu Ternera, según declaró en noviembre de 2010 cuando se jactaba de cómo había diseñado con el asesino de ETA la hoja de ruta del mal llamado proceso de paz.
Pero la catadura moral de Herri Batasuna, y su sintonía con su "brazo armado", quedó aún más de manifiesto pocas semanas después, el 8 de enero de 1989. Ese día el Éibar iba a jugar su primer partido como local después del atentado en el campo de Ipurúa. Por ese motivo, la directiva del club propuso guardar un minuto de silencio en memoria del agente asesinado. Sin embargo, mientras duró el homenaje se pudieron oír silbidos y gritos de protesta. El motivo: que en los prolegómenos del encuentro militantes de HB repartieron octavillas en las que se pedía que se boicotease el minuto de silencio (El País, 09/01/1989).
Uno de los heridos graves en el atentado, Francisco Zaragoza Lluch, preside la Asociación Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado Víctimas del Terrorismo. El calvario por el que tuvo que pasar lo narró su mujer, Lucía Nieves Valverde, en las jornadas de Gesto por la Paz del año 2007. Además de tener que demostrar ante las autoridades que las heridas de Zaragoza Lluch eran consecuencia de un atentado terrorista, tuvo que enfrentarse a muchas trabas burocráticas, algo común en otras víctimas de ETA. La dura experiencia de la recuperación de su marido llevó a Lucía a desear que Francisco hubiese muerto en el atentado:
Cuando, de noche, Paco se levantaba de la cama, decidido a tirarse por el balcón, su mujer apenas podía contenerle mientras pedía ayuda por teléfono. Al acabar todo, se dejaba caer en el sofá, extenuada y presa de la desesperación: "Pensaba que por qué no habría muerto él también en el atentado, porque, por lo menos, así descansaríamos todos". Pasaron siete meses sin ver un duro. Paco ni siquiera percibió la dieta que le correspondía por el servicio que tenía que haber prestado el día de la jornada: "Como no lo hizo, no cobró". Lucía tuvo que trabajar cuanto pudo: "Pasé de protegida a protectora de mi familia. Limpiaba en un hipermercado y en la feria de muestras de Valencia. Todo seguido, desde las tres de la tarde hasta las siete de la mañana del día siguiente». La burocracia puso la última barrera: "Tuvimos que demostrar que las heridas de Paco eran fruto de un atentado". (El Correo,14/11/2007).
En diciembre de 1990 la Audiencia Nacional condenó a Fermín Javier Urdiain Ciriza, Jesús María Ciganda Sarratea, Pedro José Echevarría Lete y Juan Carlos Balerdi Itrurralde a sendas penas de 134 años de cárcel por un delito de atentado con resultado de muerte y cuatro delitos de asesinatos frustrados, entre los que se incluía el del sacristán José Aldaolea.
José Aldaolea Abaitua, de 77 años en el momento del atentado, era el sacristán de la parroquia del barrio eibarrés de Arrate. No hay constancia de cuándo murió y si su muerte fue consecuencia de las secuelas que le provocaron las heridas sufridas en el atentado. Figura como víctima de ETA en el listado del Ministerio del Interior. Además, fue una de las personas homenajeadas como víctima del terrorismo en Éibar el 21 de diciembre de 2008.
José Antonio Barrado Recio, cabo de la Policía Nacional de 30 años, era natural de Madroñera (Cáceres). Estaba casado y tenía tres hijos. La capilla ardiente con sus restos mortales quedó instalada la misma tarde del atentado en el Salón del Trono del Gobierno Civil de Guipúzcoa y el funeral por su alma se celebró al día siguiente en la parroquia de la Sagrada Familia de San Sebastián. Al funeral asistieron el ministro de Interior, José Luis Corcuera, el director general de la Policía, José María Rodríguez Colorado, representantes del departamento de Interior del Gobierno vasco y familiares de la víctima. El féretro con los restos mortales del policía nacional fue trasladado a hombros por sus compañeros en un trayecto de poco más de cien metros, seguido por la viuda, visiblemente afectada y que no pudo ocultar las lágrimas durante toda la ceremonia religiosa. José Antonio Barrado fue enterrado en el cementerio de Alcalá de Henares (Madrid).