Acoso a Oscar Cervantes en Cuba



Víctima, 23 de julio: Ramiro Salazar Suero

Libertad Digital.



Alrededor de las nueve y media de la mañana del 23 de julio de 1983, la banda terrorista ETA asesinaba en Vitoria al empresario RAMIRO SALAZAR SUERO, propietario de un taller de compraventa de vehículos. Dos pistoleros a cara descubierta le dispararon en la nuca cuando se disponía a abrir el establecimiento en la avenida de los Pinos de la capital alavesa. Los etarras llevaban un rato merodeando por la zona, esperando la llegada de Ramiro, lo siguieron y lo abordaron por la espalda, disparándole sin que tuviese tiempo de reaccionar. Los terroristas emprendieron la huida a pie, en dirección al centro de la ciudad.
La víctima, socorrida en primer término por un cabo de la Cruz Roja, tenía una herida de bala en la sien izquierda, que le había dejado gravemente herido. El cabo, que pasaba casualmente por el lugar, detuvo su vehículo al oír el disparo y solicitó ayuda a una dotación de la Policía Nacional para introducirlo en el vehículo de la Cruz Roja. Ramiro fue trasladado al Hospital General Santiago Apóstol, donde ingresó a las diez de la mañana en situación de coma y con parada cardiaca. Estuvo tres horas debatiéndose entre la vida y la muerte. Quince minutos antes de la una del mediodía, el empresario falleció sin que los médicos que le atendían pudieran hacer nada por salvar su vida.
En el lugar de los hechos se recogió posteriormente un casquillo del calibre 9 milímetros parabellum, marca FN. Pocas horas después, ETA asumió la autoría del asesinato mediante una llamada al diario Egin.
En 1993 la Audiencia Nacional condenó a Ignacio Pujana Alberdi, miembro del grupo Totorramendi de ETA, a 28 años de reclusión mayor por el asesinato de Ramiro Salazar. Las Fuerzas de Seguridad atribuyen a Luis Enrique Gárate Galarza, alias Zorro, su presunta participación en este atentado. El etarra fue detenido en el suroeste de Francia el 9 de febrero de 2004, después de tratar de eludir un control de aduanas en la localidad de Cognac, a unos cien kilómetros de Burdeos, cuando transportaba una furgoneta cargada de explosivos y armas junto a Ibon Elorrieta Sanz. Gárate Galarza fue condenado a 15 años en Francia, y en marzo de 2010 fue entregado temporalmente a España para ser juzgado por su participación en diversos atentados cometidos en los años ochenta, varios de los cuales se saldaron con asesinatos.
Ramiro Salazar Suero, de 35 años de edad, era natural de Urbina (Álava), localidad próxima a Vitoria. Propietario de la empresa Automóviles Salazar, estaba casado y tenía dos hijos. Su esposa se encontraba en avanzado estado de gestación en el momento del atentado. Ramiro Salazar no había tenido, al parecer, ningún problema laboral ni se le conocían actividades políticas. Sin embargo, en el mes de abril unos desconocidos rompieron los cristales de su establecimiento por lo que Ramiro presentó la correspondiente denuncia en comisaría. Aunque en un principio el negocio estaba destinado a la compraventa de automóviles, el propietario había obtenido poco antes de su asesinato la autorización de venta de coches de varias marcas extranjeras.

La veta populista de Obama

por Andrés Oppenheimer.



El aviso de la campaña del presidente Barack Obama que critica duramente al virtual candidato republicano Mitt Romney por supuestamente haber presidido empresas que “fueron pioneras en transferir empleos estadounidenses a países con bajos salarios”, y que afirma que “el presidente Obama cree en crear empleos en casa” es injusto, hipócrita y peligrosamente tramposo.
A pesar de que estoy más de acuerdo con Obama que con Romney en la mayoría de los temas, en este caso particular no puedo apoyarlo. El aviso de Obama es uno de los más deshonestos intelectualmente que he visto en mucho tiempo. Y la respuesta defensiva de la campaña de Romney, que afirma que, más que Romney, “el presidente Obama es el verdadero campeón de los que transfieren empleos al extranjero” es igualmente patética.
En realidad, tanto Obama como Romney apoyan el “outsourcing”, o la práctica de larga data por la cual las empresas multinacionales manufacturan productos o partes en otros países porque les resultaría muy costoso hacerlo en casa.
Y está bien que así sea. El “outsourcing” no sólo es una necesidad en la economía global de hoy, sino que además en muchos casos ayuda a la economía de Estados Unidos al hacer que las exportaciones estadounidenses sean más competitivas en el exterior, y al permitir que los consumidores estadounidenses paguen menos por muchos productos.
MEDIAS VERDADES
Y casi todas las opiniones en contra del “outsourcing” por parte de los políticos —incluyendo la de los legisladores que están poniendo el grito en el cielo por el hecho de que los uniformes olímpicos de Estados Unidos hayan sido fabricados en China— son medias verdades, o mentiras.
Primero, y contrariamente a la opinión generalizada, varios estudios demuestran que el principal motivo por el que las multinacionales invierten en fabricas en otros países no son los bajos salarios, sino la proximidad a los mercados extranjeros. Casi el 95 por ciento de los consumidores del mundo están fuera de Estados Unidos, y las empresas necesitan estar cerca de ellos, tanto para reducir los costos de transporte como para adecuar sus productos al gusto de los consumidores extranjeros.
En segundo lugar, “en general, las empresas estadounidenses no invierten en el exterior para exportar productos o servicios de regreso a Estados Unidos. Casi el 90 por ciento de los productos y servicios que estas empresas producen en el exterior son vendidos en el exterior”, según me dijo el economista Raymont Mataloni, de la Oficina de Análisis Económico de Estados Unidos.
En tercer lugar, la mayoría de las inversiones extranjeras estadounidenses no van a países de bajos salarios, sino a países ricos. Si los bajos salarios fueran la razón primordial para invertir en el exterior, Haití estaría lleno de plantas fabriles estadounidenses. Pero no es así.
Según la Oficina de Análisis Económico, el 72 por ciento de las inversiones extranjeras directas de Estados Unidos el año pasado fueron a Europa, Canadá, Japón, Australia y Singapur.
En cuarto término, estamos en una economía global de grandes bloques comerciales, en la que los países asiáticos y europeos crean cadenas de abastecimiento dentro de sus regiones con el objetivo de reducir costos. Si Estados Unidos quiere seguir siendo un gran exportador mundial de aviones y autos, por ejemplo, necesitará ampliar —y no reducir— sus cadenas de abastecimiento en México y Canadá.
En quinto lugar, a Estados Unidos le puede convenir más fabricar aviones que camisetas deportivas.
“Aunque nuestros atletas marchen por la pista del estadio olímpico de Londres con sus uniformes hechos en China, y agitando sus banderas estadounidenses hechas en China, lo más probable es que los atletas chinos hayan llegado a Londres en aviones fabricados en Estados Unidos”, señala acertadamente el economista Daniel Ikenson, del Instituto Cato.
En sexto lugar, ni Obama ni Romney combatirán el “outsourcing”, porque ningún político se va a arriesgar a que los consumidores estadounidenses paguen el doble por sus iPads, televisores o ropa deportiva.
TÁCTICA EFECTIVA
Mi opinión: No es ningún misterio que Obama está usando el tema del “outsourcing” en contra de Romney porque sabe que puede ser efectivo. Tal como señaló recientemente Ruy Texeira del Centro para el Progreso Americano, citando la encuesta de NBC/Wall Street Journal que revela que el 86 por ciento de los estadounidenses creen que el “outsourcing” es la principal razón del desempleo en el país, “el público está muy preocupado por la transferencia de empleos al exterior”.
Pero Obama está engañando a la opinión pública (y Romney también, al declarar que él también está en contra del “outsourcing.”). Cuando los candidatos presidenciales dicen cosas en las que claramente no creen, contribuyen a promover la idea de que todos los políticos son unos mentirosos, lo que lleva a la apatía electoral y perjudica al sistema democrático. El aviso de Obama y la respuesta de Romney son un lamentable ejemplo de demagogia populista.
Twitter: @oppenheimera


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In New Zealand, Farmers Don't Want Subsidies

by Mark Ross and Chris Edwards



Every five years or so, members of Congress from rural areas team up to push through a costly extension of farm programs. They are at it again this year. The Senate recently passed legislation to keep billions of dollars in subsidies flowing to farm businesses, and the House just passed a similarly bloated bill out of committee.

Farm bills are an inside game. Politicians never give the public a good reason why U.S. agriculture needs to be coddled by the government. Members of Congress focus on grabbing more subsidies for home-state farmers, and they rarely discuss or debate whether all this federal aid is really needed.


It isn't needed. New Zealand's farm reforms of the 1980s dramatically illustrate the point. Faced with a budget crisis, New Zealand's government decided to eliminate nearly all farm subsidies. That was a dramatic reform because New Zealand farmers had enjoyed high levels of aid and the country's economy is more dependent on agriculture than is the U.S. economy.

The vast majority of New Zealand farmers proved to be skilled entrepreneurs — they restructured their operations, explored new markets, and returned to profitability. Today, New Zealand's farming sector is more dynamic than ever, and the nation's farmers are proud to be prospering without government
 Despite initial protests, farm subsidies were repealed in 1984. Almost 30 different production subsidies and export incentives were ended. Did that cause a mass exodus from agriculture and an end to family farms? Not at all. It did create a tough transition period for some farmers, but large numbers of them did not walk off their land as had been predicted. Just one percent of the country's farmers could not adjust and were forced out.





Prior to the 1984 reforms, subsidies stifled farm productivity by distorting market signals and blocking innovation. Many farmers were farming for the sake of the subsidies. For example, nearly 40 percent of the average New Zealand sheep and beef farmer's gross income came from government aid.


When the subsidies were removed, it turned out to be a catalyst for productivity gains. New Zealand farmers cut costs, diversified their land use, sought nonfarm income, and developed new products. Farmers became more focused on pursuing activities that made good business sense.


Official data supports on-the-ground evidence that New Zealand greatly improved its farming efficiency after the reforms. Measured agricultural productivity had been stagnant in the years prior to the reforms, but since the reforms productivity has grown substantially faster in agriculture than in the New Zealand economy as a whole.


Since the reforms, agriculture's contribution to New Zealand's economy has remained steady at about 5 percent of gross domestic product (GDP). Adding activities outside the farm gate, such as processing of milk, meat and wool, agriculture is estimated to contribute over 15 percent of GDP. By contrast, agriculture's share of the economy has fallen in many other industrial countries.


With the removal of subsidies in New Zealand, agricultural practices are driven by the demands of consumers, not by efforts to maximize the receipt of subsidies. At the same time, the whole agricultural supply chain has improved its efficiency and food safety has become paramount. Businesses that deliver inputs to farming have had to reduce their costs because farmers have insisted on greater value for money.


More efficient agricultural production in New Zealand has also spurred better environmental management. Cutting farm subsidies, for example, has reduced the previous overuse of fertilizer. And cutting subsidies has broadened farm operations to encompass activities such as rural tourism that bring management of the rural environment to the fore.


The message to American farmers is that subsidy cuts should be embraced, not feared. After subsidy cuts, U.S. farmers would no doubt prove their entrepreneurial skills by innovating in a myriad of ways, as New Zealand farmers did. And we suspect that — like New Zealand farmers — American farmers would become proud of their new independence, and have little interest in going back on the taxpayer gravy train.


Now would be a great time for America to embrace Kiwi-style reforms because commodity prices are high and U.S. farm finances are generally in good shape. It's true that weather conditions and markets create ups and downs for agriculture, but over the long run, global population growth will likely sustain high demand for farm products. Some people claim that America needs to subsidize because other countries do. But unsubsidized New Zealand farming is globally competitive, with about 90 percent of the country's farm output exported.


The removal of farm subsidies in New Zealand gave birth to a vibrant, diversified, and growing rural economy, and it debunked the myth that farming cannot prosper without subsidies. Thus rather than passing another big government farm bill that taxpayers can't afford, the U.S. Congress should step back and explore the proven alternative of free market farming.

Zofia Bogusz

Web & American Gallery.