La insoportable levedad de la revolución, por Cristian Campos.
Intenten ustedes atizarle un ladrillazo en la cabeza a un tipo que duerme la siesta en el parque más cercano a su casa y comprobarán lo rápidamente que son acusados de y condenados por tentativa de asesinato. Háganlo durante una manifestación de izquierdas y contra un policía y a la misma policía le faltará tiempo para rebajar la acusación a tentativa de homicidio y al juez para diluirla hasta el grado de lesiones.
Vuelve el crédito, por Daniel Lacalle.
Uno de los errores más graves de la regulación bancaria europea ha sido que penalizaba, inconscientemente –espero-, la financiación a pequeñas y medianas empresas. Al estallar la crisis, y ante la falta de concreción y claridad en el cálculo de préstamos de difícil cobro, se impusieron unas exigencias de capital mínimo (la cantidad que el banco debe usar de capital propio para prestar) que hacían extremadamente difícil prestar a pymes, ya que el coste para la entidad financiera era demasiado alto. A su vez, se daba un tratamiento extremadamente generoso a la deuda soberana, considerándola prácticamente “sin riesgo” si se mantenía hasta vencimiento.
La culpa es nuestra, por Benito Arruñada.
Necesitamos reformas que traten la raíz del problema. Deben aspirar a que nuestras preferencias como ciudadanos se hagan más racionales, compensando nuestra escasa disposición a informarnos y cooperar en el control de lo público. Para ello, hemos de reducir los costes de información ciudadana, de modo que nuestra educación cívica sea automática. Hagamos evidentes el pago de impuestos y el uso de los servicios públicos: menos cargas fiscales ocultas (IRPF “a devolver”, precios con IVA, seguridad social “a cargo de la empresa”) y menos secretismo sobre la eficacia relativa de los servicios públicos (publiquemos, por ejemplo, cuánto gana el licenciado de cada centro universitario). Hagamos inevitable el informarnos, como sucede en nuestras comunidades de vecinos. No son perfectas, pero ni despilfarran recursos ni atienden a afiliaciones políticas para castigar la corrupción de sus presidentes y administradores. Están gobernadas por españoles, pero opera en ellas la inmediatez e incluso, ante casos de fraude, el instinto de posesión. Cabe activar fuerzas similares en el plano público: por ejemplo, divulgar sueldos públicos y contribuciones fiscales reclutaría para el bien común esas inclinaciones naturales al cotilleo y la envidia que nunca nos hemos molestado en domesticar culturalmente.
5 mitos sobre la realidad cubana, por Yusnaby Pérez.
Los máximos dirigentes políticos y sus familiares viven en una burbuja comparados con el resto del pueblo cubano. La mayoría de los altos cargos del país son militares, pertenecientes a las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). Hay miembros de las FAR en la cabeza de ministerios y grupos empresariales del país. Estas personas no caminan por las calles ni viajan en autobuses, ya que tienen carros del Estado; no viven en decrépitos apartamentos en Centro Habana, sino que tienen casas y apartamentos en complejos residenciales donde civiles no pueden entrar… Además tienen facilidades y acceso gratuito a determinados servicios que no tiene el resto de la población: acceso a internet en el trabajo y en casa, hoteles en Varadero, uso de teléfonos celulares cuyo pago es en pesos cubanos (24 veces más barato que el peso convertible en que pagamos el resto de los mortales), televisión por cable… No van a hospitales en mal estado como el pueblo, van a un hospital reservado para ellos, el CIMEQ (donde atendieron a Chávez) caracterizado por su limpieza, buenos médicos y tecnología decente. Los máximos dirigentes de Cuba están completamente aislados de los problemas cotidianos del ciudadano de a pie.
Cuando se quiere, se puede, por Andrés Betancor.
Cuando se manda el mensaje de que el Derecho y las instituciones son como marionetas en manos de los políticos, éstas dejan de ser la cobertura segura a la libertad. El riesgo es la arbitrariedad. El Estado de Derecho se asienta sobre la seguridad jurídica. Existe para dispensarla; se justifica porque crea el entorno adecuado para que la libertad de las personas pueda desplegarse. Las instituciones disfrutan de un capital de legitimidad que sus administradores, siempre temporales, los políticos, están constitucionalmente obligados a conservar e, incluso, a incrementar. Su dilapidación, es una amenaza a la conservación del Estado. No se juega, no, no se juega con algo tan serio. No. No es una finca. El Boletín Oficial no es un arma arrojadiza con la que amenazar a unos y a otros. Un poco de seriedad.