Hace unos años, con motivo de la ausencia forzada de Liu en la ceremonia de entrega en Oslo de su premio Nobel, Simon Leys se hacía una pregunta: «Los líderes chinos seguramente tienen una idea muy cabal de su propio poder. Si es así, ¿por qué temen tanto a un poeta y ensayista frágil y carente de él, encerrado en una cárcel, privado de todo contacto humano? ¿Por qué la mera imagen de esa silla vacante al otro lado del continente euroasiático les provoca semejante pánico?» La pregunta de Leys, como casi todo en sus inteligentes trabajos, corta por ambos lados. Gracias a Liu Xiaobo y a otros resistentes como él, gracias a los chinos que no comulgan con ruedas de molino o que simplemente desean vivir mejor, estamos llegando a saber que esos gobernantes no son tan poderosos.
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