La justicia de la guerra por Arcadi Espada

Arcadi escribe sobre el reciente asesinato de Bin Laden y la no asunción de lo que se ha hecho.

«Acto de justicia», dice el presidente Obama y «acto de justicia» repite el coro mundial. En el que destacan los socialdemócratas, políticos y militares, para los que la diferencia entre justicia y venganza sólo depende del sesgo ideológico del que la imparte. Baste leer lo que escribían y voceaban respecto a los actos del presidente George Bush. Ante el cadáver liquidado de un asesino yo siempre me inclino, primero, por el Vaticano: «Un cristiano no se alegra nunca de la muerte de un hombre» han dicho los capellanes, con su habitual sectarismo, pero también hablando de mí. Y luego, inmediatamente, por la opción naturalista de Richard Dawkins, formulada ante el cadáver de Sadam Hussein: mucho más útil que la pena de muerte es la captura y custodia del cerebro psicópata en vivo. Naturalmente, ni siquiera esa captura habría sido un acto de justicia, sino un acto de guerra. «Justo», «legítimo», «inexorable», cualquiera de los adjetivos que pretenden atenuar el sustantivo. Pero un acto de guerra. Es decir, la circunstancia precisa donde la justicia desaparece.

La guerra contra el terrorismo tiene siempre un carácter ambiguo (cada pie a un lado de la ley), y ése es uno de los triunfos principales del terrorismo. Las democracias no han sabido organizar una común y nítida respuesta jurídica a los crímenes contra el Estado. No han decidido, por ejemplo, si esa violencia es una forma de delincuencia o de guerra. Ante la incertidumbre, las respuestas del Estado han sido diversas. La del Gal, por ejemplo, evitó la responsabilidad política mediante la maniobra de creación de un grupo clandestino. Esa mimetización con los terroristas, similar a la que practicó el Estado francés en Argelia, fue sólo un poco menos difícil de tragar que los crímenes. En consecuencia el presidente González nunca tuvo que aparecer ante los ciudadanos para anunciar un acto de justicia. Jamás se dio por enterado, esa fórmula léxica mediante la que el gobernante ratifica la pena de muerte que han impuesto los jueces. En el extremo opuesto está el conocido ejemplo de Margaret Thatcher ante los tres cadáveres de miembros del Ira, asesinados por los servicios secretos británicos en Gibraltar: «Disparé yo». También Obama dice ahora que él disparó. Y de una manera altamente enfática. Podría haberse escudado en una acción de la CIA. Aparecer ante los ciudadanos como tomando gris y sobria nota de los hechos. Pero la cabellera del indio era un trofeo demasiado tentador. Para lucirla sin apuros tuvo que adosarle la palabra justicia escondiendo la mano.


También aquí:

Este tipo de hits tienen la inapreciable virtud de mostrárnoslos. El comentarista Bassets y su lógica sectaria, que hoy alcanza el punto de nieve: «No era exactamente la guerra de Obama, pero suya es la victoria». La sangre, el crimen y la mierda. Todo de Bush, menos la gloria. Así que fue por piedad (¡y no por continuidad!) que Obama se lo contó a su Antecessor antes que a nadie.
Pero nada, desde luego, como el trato dado al asesinato, en acto de guerra, de Bin Laden. La palabra asesinato. Por ejemplo, Reuters, tan pulcra siempre en la evitación de la palabra «terrorista». ¡Al menos hay que reconocerle equidistancia! Kill y no murder. En el periódico sólo Pablo Pardo lo dice sobria y secamente:
«Veinte minutos después, Obama entraba en la Sala de Crisis de la Casa Blanca para ser informado, minuto a minuto, del asesinato del líder de Al Qaeda».
Aunque lo realmente sensacional está en el mano a mano del joven Suárez y María Ramírez:
«Desde primera hora de la mañana, el debate público en Bruselas se centró en dirimir si la UE debía o no debía apoyar un “asesinato extrajudicial”, como lo definieron algunos reporteros».
Yeah!
Un asesinato extrajudicial. El Dios de los Pleonasmos.
En cualquier caso, y como cualquier día grande, hay que celebrar aquí la coincidencia entre los reaccionarios de la derecha y de la izquierda.
Todos, por una razón u otra, incapaces de enfrentarse al arduo problema de la justificación moral del asesinato. Negando la mayor para sufrir el menor de los daños.  

¿Basura radiactiva o energía para el futuro? por Juan José Gómez Cadenas

Magnífico artículo, con una explicación muy clara del tratamiento que se dan a los residuos de las centrales nucleares. Léanlo entero, merece la pena.

Destaco este párrafo: "¿Es posible imaginar una catástrofe en el ATC? Hay que empeñarse bastante. Recordemos que la radiactividad que alberga nuestro huevo está encerrada en el interior de su cáscara. De hecho, no hay una cáscara, sino varias, a cual más impenetrable, empezando por las propias pastillas de cerámica, muy resistentes mecánica y térmicamente, siguiendo por las varillas de zirconio que las contienen, pasando por el barril de acero que las recubre y acabando en el sarcófago de hormigón armado en el que se empotra el barril. Para liberar los elementos radiactivos al medio ambiente, habría que romper el hormigón, corroer el acero, resquebrajar el zirconio y moler, fundir o disolver la durísima cerámica. A continuación habría que espolvorear el producto donde fuera pernicioso para la salud (por ejemplo, vertiéndolo en una corriente de agua). Y, aun así, los elementos más peligrosos tienden a ser pesados, lo cual quiere decir que se mueven lentamente incluso en una corriente de agua y tienden a fijarse en el sustrato de roca. Basta con multiplicar las pequeñas probabilidades de todos los eventos anteriores para concluir que la probabilidad de que se den todos a la vez es ridículamente pequeña. Mucho más pequeña, para el lector curioso, que la de que un meteorito nos despache en los próximos siglos".

 
 
¿Basura radiactiva o energía para el futuro? por Juan José Gómez Cadenas.
PROFESOR DE INVESTIGACIÓN EN EL CSIC, CIENTÍFICO Y ESCRITOR.
 
Julio de 2006. En el Boletín Oficial del Estado del día 5 aparece el Real Decreto 775/2006 del Ministerio de Industria, Turismo y Comercio, que, de manera efectiva, define la apuesta del Estado español por un Almacén Temporal Centralizado, o ATC, para gestionar los residuos radiactivos producidos por las centrales nucleares españolas. La firma del ministro de Industria de la época, José Montilla, no es simple oficio. El actual presidente de la Generalitat fue uno de los paladines de esta solución.
Enero de 2010. Como parte del proceso de construcción del ATC, se abre un plazo de presentación de solicitudes por parte de ayuntamientos interesados en albergarlo. Los primeros postulantes –Ascó y Yebra– se transforman de inmediato en el centro de la atención del circo mediático nacional y sus respectivos alcaldes se las tienen que ver no sólo con la previsible indignación de grupos verdes y vecinos infectados por el virus del NIMBY1, sino también con la férrea oposición de sus respectivos líderes políticos.
Si en Yebra y Ascó hubiera gobernado Izquierda Unida, cuyo actitud antinuclear sigue a rajatabla el credo político de la izquierda desde los años setenta, sería comprensible que los ediles municipales se llevaran una bronca. Pero es que el alcalde de Yebra resultaba ser del PP y el de Ascó de CiU, partidos que, a su vez, se alinean con la tradicional postura pronuclear del centro-derecha europeo.
Durante un par de semanas, a finales del pasado mes de enero, asistimos a uno de esos espectáculos bochornosos a los que, por desgracia, nos tiene acostumbrados nuestro sanedrín político. A la candidatura de Yebra se opusieron no sólo el presidente de Castilla-La Mancha –el socialista José María Barreda–, sino la popular Dolores de Cospedal. Y si no parece que tenga mucho sentido que un presidente autonómico se oponga a una instalación impulsada por sus propios correligionarios, tampoco parece sensato que un importante cargo de un partido que se declara pronuclear se pronuncie tan fervientemente en contra del ATC. Pero la guinda estaba aún por venir. Un par de días más tarde, el mismísimo José Montilla, impulsor del ATC tres años atrás, se subía al carro de los que no deseaban vertederos radiactivos en su patio trasero.
Entre nuestros próceres, ha habido dos tipos de argumentos para oponerse al ATC. Estaban quienes, como Barreda, cuestionaban la seguridad del ATC y quienes, como Montilla y Cospedal, ofrecían argumentos de tipo sociológico y casi me atrevería a decir que psicológico. Montilla, por ejemplo: «No quiero un almacén nuclear. Esta instalación debe ubicarse allá donde pueda haber consenso social y territorial y eso no se da en Cataluña en estos momentos». Cospedal: «Castilla-La Mancha ya ha sido muy solidaria en materia nuclear». Curiosamente, Montilla también apeló a la «solidaridad» de «otros territorios que sólo son consumidores de energía» como candidatos para la instalación del ATC.
A río revuelto, ganancia de pescadores. Durante varias semanas, entre finales de enero y principios de febrero, la prensa se llenó de titulares en los que abundaban epítetos tales como «cementerio, basurero o vertedero» (radiactivo) y una legión de encendidos columnistas vertía ríos de tinta sobre un tema que desconocen. Greenpeace y otras organizaciones ecologistas afirman que el pandemónium organizado por nuestros prohombres demuestra que España debería renunciar a la energía nuclear, ya que el problema de los residuos radiactivos es irresoluble.
Pero, ¿lo es? No voy a entrar en este artículo a investigar los argumentos sociológicos, psicológicos o solidarios invocados por Montilla o Cospedal, ya que debo confesar que se me escapan. Sí puedo, en cambio, ofrecer algunas reflexiones sobre la seguridad del ATC –así como de las oportunidades que ofrece–, que quizá resulten útiles al preocupado presidente Barreda o, en todo caso, al agudo lector –mon semblable, mon frère– de esta revista. Para ello, y a modo de preámbulo, permítanme proponerles el siguiente acertijo2: «¿En qué se parece el combustible nuclear irradiado3 y un huevo recién cocido?»
Para cocer un huevo hace falta agua, un recipiente y una fuente de calor, esto es, los mismos ingredientes que son necesarios para producir electricidad. Un reactor nuclear no es más que una olla a presión, eso sí, de dimensiones descomunales: unos 9 metros de alto por 3 de diámetro, con paredes de 20 centímetros de acero macizo reforzadas con hormigón armado, y capaz de contener, sin reventar, agua a 350 grados de temperatura y 150 atmósferas de presión. La fuente de calor la proporciona la energía que liberan las fisiones de unos cinco cuatrillones de átomos de uranio cada minuto. El vapor de agua producido por esta monstruosa olla se utiliza para mover una turbina, la cual, a su vez, hace girar una espira conductora en un campo magnético, generando una corriente eléctrica.
Imaginemos un peculiar huevo que liberara, por la transmutación de su propia sustancia, la energía necesaria para hacer hervir el agua del puchero que lo contiene durante más de un año. Pues bien, una pastilla de combustible nuclear es algo muy parecido. Está fabricada con dióxido de uranio (UO2), un material cerámico muy resistente al calor. El uranio, que constituye casi el 90% de la masa de esta pastilla, se ha enriquecido para aumentar la proporción del uranio-235, el isótopo4 físil5 de este elemento desde su abundancia natural de siete partes por mil hasta aproximadamente un 4 o 5%. El 96% restante del combustible es uranio-238. Las fisiones del uranio-235 son las que liberan la energía necesaria para calentar el agua.
Un reactor nuclear convencional (como todos los españoles) consume al año alrededor de una tonelada de uranio-235 (al ritmo de unos 30 gramos por segundo), a cambio de lo cual genera 1.000 megavatios de potencia eléctrica, suficiente para iluminar alrededor de un millón de hogares. Por cada átomo de uranio-235 que desaparece, se forman dos nuevos núcleos, los llamados productos de fisión, que no son otra cosa que versiones radiactivas de elementos corrientes (estables) que encontramos en la naturaleza. Entre ellos hay metales (cesio, hierro, plata, estroncio), gases nobles (kriptón y xenón) y animales exóticos como el tecnecio.
Los productos de fisión son radiactivos porque se crean con demasiados neutrones. En consecuencia, son inestables –su núcleo está demasiado congestionado– y, pasado un cierto tiempo, se desintegran, esto es, se transmutan en otros elementos más ligeros, emitiendo en el proceso partículas cargadas (los llamados rayos alfa, esto es, núcleos de helio, y los rayos beta, que no son otra cosa que electrones de alta energía), así como radiación electromagnética (rayos gamma, una versión reconcentrada de los rayos X que nos aplica el dentista para detectar una muela cariada). Cada una de estas desintegraciones desprende una pequeña cantidad de energía, pero la materia ordinaria contiene una cantidad astronómica de átomos, del orden de un cuatrillón por cada cien gramos de productos de fisión. El resultado de multiplicar una pequeña cantidad de energía (por desintegración) por el inmenso número de desintegraciones que se producen cada segundo en el reactor es una enorme cantidad de calor. Típicamente, un gramo de productos de fisión desprende tanto como una estufa eléctrica de alta potencia.
Explotando algo más la metáfora ovular, podemos imaginarle una yema diminuta, hecha cuando está crudo, de uranio-235 y una clara, mucho mayor, de uranio-238. La «cocción» –si se me permite la licencia poética– consume el uranio-235 de la yema (sin embargo, ésta no desaparece, ya que por cada átomo de uranio fisionado formamos nuevos elementos radiactivos), dejando casi intacta la clara. En todo el proceso la cáscara no se resquebraja y, por tanto, el contenido del huevo no se derrama. Sin embargo, nuestro metafórico óvulo desprende mucho calor (debido a las desintegraciones radiactivas de los productos de fisión que han usurpado al uranio-235 en la yema), algo que también le ocurre a un huevo auténtico, recién cocido.
Además de calor, el combustible irradiado emite, como ya hemos mencionado, partículas alfa, beta y gamma. Una simple hoja de papel detiene a las primeras y unos milímetros de metal a las segundas, pero la radiación gamma es más penetrante y, ciertamente, dañina para los seres vivos. Para detenerla son necesarios unos cuantos centímetros de un metal pesado, como el plomo, o alternativamente, unos metros de agua.
El combustible que sale del reactor se trata con la misma técnica con que el avezado cocinero se maneja con los huevos que acaba de hervir para la ensalada. En ambos casos, la forma más sencilla y segura de disipar el calor (y, de paso, detener la radiación) es utilizar agua bien fría. De ahí que el combustible irradiado se almacene en piscinas construidas al efecto en el interior del búnker de hormigón que protege la tremebunda olla a presión6. En las piscinas, donde un flujo de agua desmineralizada se mueve en un circuito cerrado, evacuando continuamente el calor que generan las desintegraciones radiactivas, el combustible se enfría durante un cierto tiempo. Como la mayor parte de los productos radiactivos son muy efímeros, al cabo de un año el calor y, consecuentemente, la carga radiactiva han disminuido por un factor de 100, más o menos. A partir de ahí, ya no se enfría tan rápido, puesto que en el reactor se han formado varios cientos de kilos de elementos como el cesio-137 y el estroncio-90, cuya vida media7 es bastante larga, del orden de treinta años. Hacen falta muchas décadas para atenuar el calor emitido por otro factor de 10. Aun así, si en el combustible irradiado sólo tuviéramos productos de fisión y uranio-238, nuestro singular óvulo radiactivo habría perdido la mayor parte de su actividad en un par de siglos.
Un siglo es el orden de una vida humana. Bastante tiempo, desde luego, pero nada que nuestra civilización tecnológica no pueda manejar. Si sólo tuviéramos que preocuparnos de los productos de fisión, la estrategia apropiada sería dejar el combustible irradiado en las piscinas durante un par de décadas y en búnkeres bien refrigerados y almacenados en un sitio seguro durante unos cientos de años.
Sin embargo, hay que tener en cuenta que en el combustible irradiado hay otros elementos radiactivos además de los productos de fisión. El más famoso de todos ellos es el plutonio-239. La reputación del plutonio es tan mala que se diría que incluso su propio nombre evoca a Plutón, dios del Averno. Pero lo cierto es que este elemento, sintetizado por el hombre por primera vez allá por 1940 en la Universidad de California en Berkeley, fue bautizado por sus descubridores con un nombre supuestamente cómico, el de Pluto, el célebre perro de los dibujos animados del ratón Mickey.
El plutonio-239 se produce cuando un núcleo de uranio-238 captura un neutrón. El uranio-238 no se fisiona, sino que se convierte en neptunio-239, un elemento inestable que a su vez se transmuta (vía la emisión de un electrón) en plutonio-239. Recordemos que el combustible nuclear contiene una yema (de una tonelada) de uranio-235 rodeada de una clara (de unas treinta toneladas) de uranio-238. Pues bien, tras un año en el reactor, la yema se ha transmutado en una tonelada de productos radiactivos, mientras que la clara (el uranio-238) ha producido unos trescientos kilos de plutonio-239. Aparecen, además, unas decenas de kilos de los llamados elementos transuránicos (por ejemplo, el americio-241), los cuales se forman también por captura neutrónica. Tanto el plutonio como sus parientes se desintegran muy poco a poco. El plutonio-239, por ejemplo, tiene una vida media de veinticuatro mil años y, por tanto, necesita unos doscientos cincuenta mil años para reducirse de trescientos a tres kilos.
Por otra parte, precisamente porque su vida media es muy larga, estos indeseables contribuyen relativamente poco a la emisión de calor y de radiación electromagnética8. El mayor peligro que suponen para la salud es que los ingiramos o inhalemos. Esto se debe a que el modo dominante de desintegración suele ser la emisión de rayos alfa, incapaces de penetrar la piel (si el emisor está fuera del cuerpo), pero devastadores si depositan su energía en el interior de nuestros órganos.
Es, por tanto, imperativo no utilizar el huevo radiactivo en el aderezo de la ensalada, incluso una vez que se ha enfriado. En términos prácticos, los emisores alfa son venenos y, como todo veneno, sólo son peligrosos si nos los comemos. Pero recordemos que la cáscara que les aísla del exterior sigue intacta cuando el combustible irradiado sale del reactor. El plutonio y sus compinches, pues, causan que el combustible irradiado sea peligroso durante decenas de miles de años. Sin embargo, sigue siendo una buena idea almacenarlo en un ATC durante unas cuantas décadas, ya que en ese tiempo se enfría lo suficiente para que podamos comprimirlos mucho más que cuando están hirviendo debido a las emisiones radiactivas. Al cabo de un siglo, es posible comprimir los residuos producidos durante un año por una central nuclear en unos tres metros cúbicos. Por tanto, harían falta unos 24 metros cúbicos (una sala de estar de tamaño mediano) para almacenar la producción anual de todos los reactores españoles.
¿Qué riesgo supone un ATC para la población? Recuerde el lector que cuando el combustible irradiado se transporta al almacén ha pasado ya varias décadas en las piscinas y la cantidad de calor ha disminuido lo suficiente para que pueda refrigerarse por circulación de aire. El transporte se realiza en el interior de bidones de acero reforzados, en transportes especiales y especialmente protegidos. El contenido de estos bidones no es inflamable, ni puede derramarse (al contrario, se trata de un material sólido y muy resistente). En términos de riesgo, un camión de botellas de butano es harto más peligroso y, sin embargo, rara vez nos preocupa verlo aparcado frente a nuestra casa, a pesar de que las explosiones de gas no son infrecuentes.
¿Es posible imaginar una catástrofe en el ATC? Hay que empeñarse bastante. Recordemos que la radiactividad que alberga nuestro huevo está encerrada en el interior de su cáscara. De hecho, no hay una cáscara, sino varias, a cual más impenetrable, empezando por las propias pastillas de cerámica, muy resistentes mecánica y térmicamente, siguiendo por las varillas de zirconio que las contienen, pasando por el barril de acero que las recubre y acabando en el sarcófago de hormigón armado en el que se empotra el barril. Para liberar los elementos radiactivos al medio ambiente, habría que romper el hormigón, corroer el acero, resquebrajar el zirconio y moler, fundir o disolver la durísima cerámica. A continuación habría que espolvorear el producto donde fuera pernicioso para la salud (por ejemplo, vertiéndolo en una corriente de agua). Y, aun así, los elementos más peligrosos tienden a ser pesados, lo cual quiere decir que se mueven lentamente incluso en una corriente de agua y tienden a fijarse en el sustrato de roca. Basta con multiplicar las pequeñas probabilidades de todos los eventos anteriores para concluir que la probabilidad de que se den todos a la vez es ridículamente pequeña. Mucho más pequeña, para el lector curioso, que la de que un meteorito nos despache en los próximos siglos9.
¿Qué hacer con el combustible irradiado después de cien años? Observe el lector que en ningún momento he hablado de «residuos». ¿Por qué no? Porque la mayor parte de lo que tenemos en un ATC podría ser aprovechable. Estrictamente hablando, los residuos se concentran en la yema radiactiva (una tonelada por año y central nuclear), mientras que la clara, compuesta mayoritariamente de uranio-238 (casi 29 toneladas) y plutonio-239 (300 kilos) puede reaprovecharse. El plutonio-239, al igual que el uranio-235, es físil y puede consumirse en un reactor convencional, mientras que el uranio-238 podría utilizarse para producir energía (en un tipo especial de reactores, llamados regeneradores). Disponemos desde hace décadas de la tecnología para separar uranio y plutonio de los «residuos» propiamente dichos y esta separación de yema y clara se realiza sistemáticamente, por ejemplo en Francia.
Otros países, como Estados Unidos, prefieren no reprocesar el combustible irradiado por dos razones. La primera es de tipo económico. El proceso industrial que separa uranio y plutonio de los productos de fisión es todavía muy caro comparado con la simple opción de usar y tirar. La segunda es de tipo político. Reprocesar el combustible genera grandes cantidades de plutonio separado del resto de los residuos. Desafortunadamente, una cierta cantidad de este plutonio podría caer en manos terroristas y utilizarse para construir una bomba, posiblemente ineficiente y de baja potencia, pero más que efectiva para sembrar el pánico.
El dilema no tiene fácil solución hoy, pero podría muy bien tenerla en cuatro, cinco o seis décadas. Quizá para entonces sea más barato y más seguro reprocesar el combustible y nos encontraríamos entonces con que el ATC, más que un «basurero radiactivo», sería una especie de plan de pensiones energético, que contendría una gran cantidad de combustible listo para ser reutilizado, quizás en épocas de mayor escasez que la actual.
Pero incluso si decidimos que no tenemos interés alguno en reprocesar el combustible, las décadas en el ATC sirven, como hemos visto, para enfriar los residuos, lo que nos permite comprimirlos antes de ponerlos a buen recaudo. Comprimirlos es una buena idea, para que ocupen el mínimo espacio posible. Por referencia, compare el lector la sala de estar que almacenaría la producción anual de residuos radiactivos generados por todas las centrales españolas en un año con los trescientos campos de fútbol que produce en el mismo lapso de tiempo la industria química.
Pero, ¿cuál es la solución permanente para almacenar los residuos? ¿Cómo garantizar que futuras generaciones no se encuentren con nuestros «desperdicios»? La pregunta, por cierto, tiene algo de retórico. Para empezar, supone imaginar unas generaciones futuras menos avanzadas tecnológicamente que la nuestra. Podría ser el caso, pero imagine el lector a los hombres de las cavernas preocupados por poner a buen recaudo el curare con que emponzoñaban sus dardos, no fuera a envenenar a sus tataranietos al cabo de cien siglos. Para seguir, implica que es «imposible» poner a buen recaudo nuestro veneno radiactivo durante, digamos, cien mil años.
Pero no lo es. Disponemos ya hoy de la tecnología para perforar a varios kilómetros de profundidad en sustrato de roca granítica y en arcillas o formaciones salinas, muy abundantes en todo el planeta, de tal manera que entre el bidón acorazado que contiene los residuos y las futuras generaciones se interpongan dos kilómetros de granito, cien metros de arcilla impermeable y otros tantos de hormigón.
A tres kilómetros de profundidad, en granito, el tiempo no se mide en siglos, sino en eones. Para muestra un botón: hace unos dos mil millones de años, entraron en funcionamiento una serie de reactores naturales en Oklo (Gabón). Esto fue posible debido a que en esa época la concentración de uranio-235 era más alta que la de ahora (desde entonces se han desintegrado unas dos terceras partes de lo que había en esa época remota). En la zona de Oklo abundaba el agua y se formó una vasija natural que la contenía. La reacción en cadena funcionó durante un par de millones de años y luego se detuvo. Hoy en día podemos precisar cuánto se han movido los residuos que quedaron. Siguen, más o menos, en el mismo sitio donde se produjeron.
En la superficie de la Tierra, no digamos en la escala humana, cien mil años es mucho tiempo. Pero –y ahí radica el quid de la cuestión–, en las profundidades del planeta, donde el tiempo geológico se cuenta en eones, cien mil años, como los veinte del tango, no son nada.
¿Es irresoluble el problema de los residuos? Quizá, pero no porque se carezca de soluciones para gestionarlos, como espero haber apuntado. Si bien en un país como el nuestro, que desprecia cuanto ignora, es enteramente posible que la ideología y el oportunismo puedan más que siete décadas de ciencia y técnica invertidos en entender cómo extraer de forma fiable energía del uranio. Si ese es el caso, la inviabilidad de la opción nuclear –incluyendo la gestión del combustible irradiado– no será otra cosa que una profecía autocumplida.
1. Célebres siglas de Not In My Back Yard.
2. Imito aquí sin pudor al sombrerero loco de la reciente versión cinematográfica de Alicia en el país de las maravillas de Tim Burton, el cual plantea una y otra vez a la heroína una no menos curiosa adivinanza: «¿En qué se parecen un cuervo y un escritorio?». La respuesta no llega hasta el final de la película y, por supuesto, no voy a revelarla.
3. El combustible irradiado es aquel que ha pasado un tiempo en el reactor. En su interior se ha desarrollado una reacción en cadena y, como consecuencia, contiene grandes cantidades de elementos radiactivos. A menudo tiende a considerarse todo el combustible irradiado como «residuo». Como veremos, se trata de una simplificación no especialmente correcta.
4. Llamamos isótopos a dos versiones de un mismo elemento con idéntico número de protones pero distinto número de neutrones. Las propiedades químicas de los isótopos de un mismo elemento son idénticas, pero sus propiedades físicas pueden ser muy diferentes. El elemento uranio (92 electrones y 92 protones) aparece en la naturaleza como uranio-238, un átomo con 92 protones y 146 neutrones, y uranio-235, con tres neutrones menos.
5. El uranio-235 se fisiona (se parte) al absorber un neutrón de cualquier energía, incluyendo neutrones prácticamente en reposo. En cambio, el uranio-238 requiere para fisionarse neutrones de alta energía. La probabilidad de que el uranio-238 absorba un neutrón en la reacción en cadena y se fisione es mucho más baja que la del uranio-235; de ahí que digamos que el uranio-235 es físil, mientras que el uranio-238 es fisionable.
6. Es el caso de la central de Trillo en España. En la mayor parte de los casos, sin embargo, las piscinas no están en el llamado «edificio de contención».
7. Llamamos vida media al tiempo que necesita una determinada sustancia radiactiva para reducirse a la mitad. El cesio-137, por ejemplo, tiene una vida media de treinta años y en la descarga anual de un reactor hay unos cien kilos de este elemento por cada treinta toneladas de combustible irradiado. Hacen falta treinta años para reducir esa cantidad a cincuenta kilos y cien años para reducirla a diez. Al cabo de trescientos años hay menos de un kilo. A medida que el cesio-137 desaparece, disminuye el calor y la emisión de partículas de alta energía.
8. Cuanto más larga es la vida media de una sustancia radiactiva, menos desintegraciones se producen por unidad de tiempo, lo que implica menor emisión de calor y energía. Esa es la razón por la que el uranio-238, aun siendo radiactivo, es poco peligroso. Su vida media es larguísima, casi cuatro mil quinientos millones de años, equivalente a la edad de la Tierra.
9. El físico norteamericano Bernard L. Cohen estima que la probabilidad de un ciudadano medio de morir aplastado por uno de estos asteroides es de uno en veinte mil al año. El número, aunque pequeño, no es del todo despreciable y, sin embargo, a pocos les quita el sueño.

Killing a Man Does Not Testify to National Greatness By Robert Higgs

Totalmente de acuerdo con Robert Higgs.

Artículo en español.


Killing a Man Does Not Testify to National Greatness By Robert Higgs.
First, I dislike the whole idea of “the greatness of our country.” Countries cannot be great. They are abstractions and, as such, they are incapable of acting for good or for evil. Individual residents of a country may be great, and many Americans are great, because, to borrow Forrest Gump’s construction, “greatness is as greatness does.”
The caretakers who comfort the sick and dying are often great. The priests and friends who revive the will to live in those who have lost hope are great. The entrepreneurs who establish successful businesses that better satisfy consumer demands for faster communication, safer travel, fresher food, and countless other goods and services are great. The scientists and inventors who peer deeper into the nature of the universe and devise technologies to accomplish humane, heretofore impossible feats are great. The artists who elevate the souls of those who hear their music and view their paintings are great.

But mere killing is never great, and those who carry out the killings are not great, either. No matter how much one may believe that people must sometimes commit homicide in defense of themselves and the defenseless, the killing itself is always to be deeply regretted. To take delight in killings, as so many Americans seem to have done in the past day or so, marks a person as a savage at heart. Human beings have the capacity to be better than savages. Oh that more of them would employ that capacity.
Second, anyone can see that the U.S. government will use this particular killing as evidence of its dedication to and capacity for carrying out the noble service of protecting–and, failing that, avenging the deaths of–the American people. (Never mind that trillions of dollars, tens of thousands of deaths, untold destruction of property, vast human misery, and sacrifices of essential liberties in this country went into gaining the proudly proclaimed achievement of killing a single man.) The process has already begun, with former presidents and the mainstream media adding their voices to amplify the government’s official line. Glory to the USA, glory to its hired killers, glory above all to its heroic Great Leader. The whole spectacle is profoundly disgusting. Yet we can see that many Americans have enthusiastically fallen for this trick, dancing in the streets in celebration of a man’s death in faraway Pakistan. Such unseemly behavior is not the stuff of which true greatness is made.