“Médico de 52 años, ario puro, veterano de la Batalla de Tannenberg, con intención de instalarse en el campo, desea progenie masculina mediante matrimonio civil con aria sana, virgen, joven, modesta, ahorradora, acostumbrada al trabajo duro, ancha de caderas, que no use tacones altos ni pendientes y, si es posible, también sin propiedades”.
Este anuncio de contactos —publicado en el periódico alemán Neueste Nachrichten en pleno Tercer Reich— leído hoy en día resulta un tanto peculiar, pero en su tiempo era uno de tantos otros. Su autor simplemente daba valor a lo que la gente de su entorno, la radio, los carteles y las autoridades valoraban. Lo normal, lo que todo el mundo debía hacer. ¿Y qué era por entonces lo normal?
Desde que Adolf Hitler resultase designado canciller en enero de 1933, el objetivo del nazismo fue lo que denominaron como Gleichschaltung. El significado inicial de este término —procedente de la ingeniería— era el de la conversión de la corriente eléctrica alterna en continua. En un sentido más amplio podría traducirse como “coordinación” o “alineamiento”. De lo que se trataba era de nazificar la sociedad alemana, ahormar según el ideario nacionalsocialista todas las costumbres, asociaciones, creencias, leyes, actividades culturales, relaciones personales, entretenimientos… Según explicaba un alemán de la época asociando el concepto a su sentido originario: “la misma corriente ha de fluir a través del cuerpo político del pueblo”.
Se trató de un espectacular proceso de ingeniería social, gigantesco aunque gradual a lo largo de los años treinta, revolucionario en unos aspectos y conservador en otros, que fue impuesto desde el Estado pero que contó con la colaboración entusiasta de muchos alemanes y la aceptación pasiva de la mayoría. Como sabemos, los peor parados fueron los judíos (seguidos de comunistas, homosexuales y gitanos), pero no es intención de este artículo describir una vez más el Holocausto. Ya ha sido suficientemente tratado y me gustaría centrarme más en la vida del 99% restante de la población alemana. Precisamente eso es algo que resulta curioso, la escasísima cantidad de judíos que realmente habitaban Alemania: en torno a los 600.000 sobre una población de 65 millones. Si añadimos que se concentraban en grandes ciudades como Berlín o Hamburgo, tenemos que muchos nazis llegaron a odiar furiosamente a los judíos y responsabilizarlos de todas sus desgracias aunque nunca alcanzaran a ver uno. Quizá eso ayude a explicarlo.
Pero antes de meternos en harina aprovecho para recomendar Por qué creemos en cosas raras de Michael Shermer. Ante la proliferación que ha traído internet en los últimos años de toda clase de ideas conspiranoicas y estrafalarias, entre ellas el negacionismo, no hay nada mejor que información precisa sobre el Holocausto como la que proporciona sobre ese y otros asuntos este divulgador, que tal como acostumbra a decir hay que tener la cabeza lo suficientemente abierta como para aceptar nuevas ideas, pero no tanto como para que se nos salga el cerebro.
Mujeres, familia, sexo…
La liberación de las costumbres sexuales así como la disminución de la natalidad y del número de matrimonios durante la República de Weimar fue considerada a ojos del nazismo como un claro síntoma de decadencia. De acuerdo a su visión del mundo, la mujer debía estar apegada a las tres k: kinder, kirche,küche (niños, iglesia, cocina). El propio Hitler afirmó en cierta ocasión que los derechos de las mujeres en el Tercer Reich consistirían en que toda mujer encontraría marido. El Ministro de Propaganda Joseph Goebbels, por su parte, indicaba que “la mujer tiene el deber de ser hermosa y traer hijos al mundo, y esto no es tan vulgar y anticuado como a veces se cree. La hembra del pájaro se embellece para su compañero e incuba sus huevos para él”. Un ideario que contaba con la aprobación de muchas de ellas —decía el que fue corresponsal español en Berlín Manuel Chaves Nogales en aquel tiempo— puesto que:
“Las mujeres, a las que la crisis ha echado a la calle, tienen que patear y luchar a brazo partido con los hombres en medio del arroyo. Las pobres, en esa lucha, llevan la peor parte, naturalmente, y si de pronto aparece un guardia que dice autoritariamente: “¡Basta; a la cocina!”, la mujer se va muy contenta, porque supone que, efectivamente, hay una cocina a la cual se puede ir a cocinar”.
Si las mujeres debían dedicar su vida a criar a los hijos, darles una educación universitaria era entonces un desperdicio de recursos, así que una de las primeras medidas que adoptaron fue restriingir su acceso a la universidad, estableciendo un máximo de un 10% sobre el total del alumnado. Asimismo, se les prohibió ejercer como jueces y fiscales dado que “no pueden pensar lógicamente ni razonar objetivamente, puesto que se rigen por sus emociones”.
Seguir leyendo en Jot Down.