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Capitalismo y las pequeñas cosas

Precisos en su descripción Aberto Migardi y Don Boudreaux, el capitalismo está en las pequeñas cosas, esas que tenemos a mano y que no valoramos hasta que faltan.

Abrir el grifo y tener agua, incluso caliente, conservar nuestros dientes en buenas condiciones hasta edades muy avanzadas, comer de manera continua y variada, contar con unas condiciones higiénicas son excelentes, tener máquinas que nos ayudan en nuestras tareas (lavadoras, ordenadores, microondas, coches, etcétera), cambiar de ropa a diario, climatizar nuestras viviendas, tener muchos servicios al alcance de la mano, comunicarnos a diario con amigos y familiares que están a miles de kilómetros, poder estudiar sobre cualquier materia que imaginemos, y miles de cosas más que hacemos a diario.

Un progreso mayor se dará cuando toda la humanidad pueda gozar de estos servicios. Incluso de otros que no soñamos ni imaginamos.

Antigua propaganda antiliberal, por Carlos Rodríguez Braun

Expansión.


La editorial sevillana Alfar reunió hace poco en un mismo volumen dos breves e interesantes clásicos del antiliberalismo: "El mercado", que el autor socialista estadounidense Edward Bellamy publicó en 1897, y "Miseria de los zapatos", del mucho más célebre escritor británico H. G. Wells, que apareció en 1907.
"El mercado" es una parábola engañosa desde el principio: los malos son los que tienen, que subordinan a los que no tienen, la vieja patraña de que propiedad equivale a dominación. El intercambio solo existe como una suma cero. A partir de ahí, todo es coser y cantar, claro. Entre acusaciones a la ciencia lúgubre (e incluso una alusión a Jevons con las manchas solares), se suceden las caricaturas de los infames capitalistas, el odio a la caridad, y la asociación entre capitalismo y esclavitud, precisamente abolida bajo el capitalismo. El socialismo es un paraíso igualitario: el fruto del trabajo "lo repartiréis como hermanos, recibiendo cada uno lo mismo". El poder será electo y abnegado, y los políticos no serán amos crueles como los empresarios, "sino nuestros hermanos y nuestros mandatarios para hacer nuestra voluntad". Y no serán usurpadores sino modestos cooperativistas: "No se quedarán con los beneficios, sino que recibirán su parte como los demás". En fin, al menos estos hombres escribieron antes de que el socialismo mostrara en la realidad que es empobrecedor y criminal. Muchos, en cambio, escribieron después, y lo ignoraron.
El relato de H. G. Wells es más sutil. Apela al engaño de la educación y a la culpa de las personas porque otros están peor (Adam Smith desmontó esta hipocresía en "La teoría de los sentimientos morales"). Hay pobreza por culpa de "un mundo mal gobernado… mal repartido". No reclama la absurda igualdad absoluta sino una mejoría de los pobres. El obstáculo ante una meta tan inobjetable, como siempre, estriba en la propiedad privada y los beneficios de unos empresarios codiciosos que no se conforman con cobrar "un simple salario". La culpa es de una minoría de propietarios "parásitos… sanguijuelas", que son la "única causa" de la miseria, y su raíz es el lucro de los ricos, a los que hay que subir los impuestos. Vamos, parece el último libro de Stiglitz.
¿La solución? "Que el Estado tome el suelo, los ferrocarriles, los barcos y otras muchas empresas a sus empresarios que no las usan más que para usurpar al pueblo para sus estériles gastos privados, y deberían por el contrario administrar estas cosas generosa y esforzadamente, no para la ganancia sino para el servicio".
Los izquierdistas no ocultaban entonces su elitismo y desprecio hacia los trabajadores, y Wells dice: "lo que me parece un obstáculo grande para el socialismo es la ignorancia, la falta de valor, la estúpida falta de imaginación de la gente pobre, demasiado tímida y demasiado vergonzosa y torpe, para considerar algún cambio que les salve".

Beware some economic commentary by Donald Boudreaux‏

Pittsburgh Review.


Economists have failed to communicate the basic insights of economics to the general public. So it’s unsurprising that public understanding in the 21st century of elementary truths of the economy is on par with public understanding in the ninth century of elementary truths of the solar system.

A reason for this failure is that most economists have little desire to talk about economics to non-economists. There are exceptions. Milton Friedman regularly explained the economic effects of the likes of inflation and rent control in language that was crystal clear and engaging. But these exceptions are rare.

Worse, a few of these exceptions make matters worse. Some economists who are notable for communicating with the public reinforce, rather than correct, the public’s economic misunderstanding.

No economic fallacy is as widespread as the public’s sense that the economy suffers when citizens buy goods and services from foreigners. What the non-economist sees is Americans spending dollars abroad rather than in the USA. The non-economist then concludes that American jobs are “destroyed.”


All dollars that Americans spend on imports return to America no less certainly than if Americans had not bought imports at all. And as compared to a situation in which government obstructs Americans’ trade with foreigners, these dollars return with greater positive effect on the U.S. economy. The reason is that trade allows Americans to buy from abroad those products that foreigners offer to sell to us at prices lower than it would cost us to make those things ourselves.Economists have long understood and celebrated the win-win benefits of trade. Yet popular economist-pundit Peter Morici, a professor at the University of Maryland’s Smith School of Business and former chief economist at the U.S. International Trade Commission, routinely fuels the public’s misunderstanding on this front.

Consider, for example, this recent claim by Morici: “(T)oo many of those dollars were spent on imports that did not return to buy U.S. exports — the gap between new imports and new exports was lost demand for U.S. goods and services.”

He’s talking nonsense.

Dollars that foreigners don’t spend on U.S. exports are emphatically not “lost demand for U.S. goods and services.” Instead, these dollars are invested in the U.S. And being invested in the U.S., they create demand for U.S. goods and services no less than if they were spent to buy U.S. exports.

The dollars the Chinese invest in U.S. Treasuries become demand for U.S. goods and services — demand expressed by Uncle Sam or by private citizens who sell bonds to China and who then spend in America the dollars they earn on those sales. Likewise, the dollars the Swedish furniture retailer Ikea invests in building stores in America become demand for U.S. goods and services — demand for the likes of construction materials and construction workers in America.

That Morici does not understand this simple reality means that his economic punditry confuses, rather than enlightens, the public. His is a species of economic commentary best ignored.

Donald J. Boudreaux is a professor of economics at George Mason University in Fairfax, Va. His column appears twice monthly.


Pensiones de jubilación y sistemas de reparto: ¿un fraude al ciudadano?


(Haz click aquí con el botón derecho del ratón y elige la opción “Guardar enlace como” para descargar el archivo mp3 de esta Conversación en libertad y escucharlo en tu reproductor de mp3.)
La crisis del llamado «Estado del bienestar» ha puesto el sistema público de pensiones en el punto de mira. ¿Qué probabilidad hay de que cobres una pensión cuando te jubiles? Y si llegas a cobrarla, ¿será suficiente? Además, para muchos expertos los sistemas de reparto, como el español, son un fraude, una auténtica estafa piramidal. ¿Es eso cierto?
Si alguna vez te has preguntado por el funcionamiento de los sistemas estatales de pensiones y los problemas que los aquejan, escucha esta Conversación en libertad de Luis Alberto Iglesias con Vicente Boceta —Técnico Comercial y Economista del Estado y director del Centro Diego de Covarrubias— y descubre:
  • El sistema de pensiones que existió en España antes del actual.
  • Por qué los sistemas de reparto tienden a quebrar.
  • Por qué perjudican a los trabajadores de rentas más bajas.
  • Qué alegan quienes los tachan de perversos y profundamente inmorales.
¿Qué te garantiza el actual sistema de reparto? Únicamente la promesa de que el estado te pagará una pensión cuando te jubiles. Nada más. Nadie sabe cuál será su cuantía ni durante cuánto tiempo la percibirás. ¿No sería más justo que al jubilarte recibieras todo el dinero que hubieras sido capaz de ahorrar a lo largo de tu vida laboral?
Para muchos economistas existe una alternativa: los sistemas individuales de ahorro por capitalización de rentas.
  • ¿En qué consisten y cuáles son sus ventajas?
  • ¿Cómo funciona el Sistema de 3 Pilares propuesto por el Banco Mundial?
  • ¿Habría personas que se quedarían sin pensión dentro de un sistema de esta clase?
Pese a ser mucho más justos y rentables, algunos sistemas de capitalización no están exentos de problemas, especialmente para los liberales. El principal: la obligatoriedad del ahorro. ¿Tiene derecho el Estado a obligarte a ahorrar para tu jubilación? Escucha este programa de Conversaciones en libertad y forma tu propia opinión.
Educación para la libertad es un proyecto que nace por creer que el conocimiento es la vacuna contra la ignorancia que vuelve a las sociedades presas fáciles de demagogos, totalitarismos e ideas incorrectas. Espero que disfrutes esta Conversación en libertad.
Un cordial saludo,
Luis Alberto Iglesias.

Christian Felber y el equívoco común por Carlos Rodríguez Braun

Libertad Digital.


Agradezco a mis seguidores en twitter (@rodriguezbraun) que me facilitaran una entusiasta entrevista en La Vanguardia a Christian Felber, economista austríaco autor de La economía del bien común. De entre sus propuestas progresistas destaca el diario este titular: "Nadie debe cobrar más de 20 veces el salario mínimo".
Desde siempre los enemigos de la libertad han agitado el señuelo de la igualdad falsa, es decir, de la igualdad mediante la ley, que apela a la envidia y otros instintos tribales que nos impulsan a aplaudir la vieja estrategia de Procusto. El socialismo de todos los partidos lo ha hecho siempre, y los equívocos de Christian Felber son solo una nueva versión de una vieja ficción, o una nueva versión vegetariana del viejo socialismo carnívoro de toda la vida. Los que ganan menos de 20 veces el salario mínimo pueden caer en la tentación de decir: ¿por qué no? ¿por qué no limitar lo que ganan los ricos, o lo que puedan legar a sus hijos? La trampa es que si el poder tiene la capacidad de hacer eso, no simplemente puede cegar las fuentes de la prosperidad, sino acabar con la libertad de todos.
Las propuestas de Felber tienen envoltorios populistas, que pueden ser atractivos, pero que apuntan directamente contra la libertad: "poner la economía al servicio del ciudadano y no del beneficio... El egoísmo y la irresponsabilidad de la economía deben dar paso a la cooperación". No reclama abiertamente el comunismo, sino la economía de mercado. Pero, siempre hay un pero, en su modelo "las empresas no compiten entre ellas, sino que cooperan para conseguir el mayor bien común a la sociedad en su conjunto". Pero en el mercado las personas ya cooperan, no necesitan ser forzadas para ello. Y si son forzadas, ello no promueve el bien común sino el poder político.
Felber, como tantos otros, endulza el antiliberalismo ignorando siempre los costes que sus políticas comportan, e inundándolo todo de vacía retórica: "inversiones con plusvalía social y ecológica". Sus bulos tienen a veces, como compensación, mucha gracia. Por ejemplo, el establecimiento de un banco... ¡democrático!
El progresismo, empero, no es democrático, porque impide al pueblo elegir. Y cuando le asegura, como hace Christian Felber, que en su paraíso sólo pagarán más impuestos los millonarios, incurre en una acendrada costumbre intervencionista: la falsedad.

La función social de la propiedad por Pedro Schwartz

Expansión.


Por el mero hecho de existir y ser respetada, la propiedad privada desempeña una decisiva función social. No necesita que se delimite su contenido para hacerla más “social”, como equivocadamente dice nuestra Constitución.
Imprudentes son quienes, como el alcalde de Marinaleda, se apoyan en la limitada visión del derecho de propiedad de nuestra Constitución para hurtar alimentos de tiendas de comestibles u ocupar propiedades ajenas. Con ese tipo de acciones no sólo habrán tomado lo que no es suyo, sino que, más generalmente, habrán contribuido a socavar una institución que es un baluarte de la libertad personal y fuente de progreso y riqueza.
Nuestra Constitución define el derecho de propiedad privada de manera harto defectuosa. Primeramente, coloca el artículo 33 sobre la propiedad privada en la sección segunda del capítulo referente a derechos y libertades bajo el título de “De los derechos y deberes de los ciudadanos”: parece así que quienes no son ciudadanos españoles no tienen derecho a la propiedad privada y la herencia. En segundo lugar, ese artículo 33 en el que “se reconoce el derecho a la propiedad privada y a la herencia” dice a continuación que “la función social de estos derechos delimitará su contenido”. Este tipo de formulación deja abierta la puerta a quienes creen que la propiedad tiene otra función que la que por sí misma presta de fundamentar la seguridad de las transacciones y la libertad de los individuos.
El respeto de la propiedad privada y el cumplimiento de los contratos son condiciones necesarias de la libertad personal. El aforisma An Englishman's home is his castle, expresado por Lord Cooke en 1604, recoge el papel fundamental de la inviolabilidad de la propiedad privada en la defensa de las libertades individuales. El rey Federico II el Grande de Prusia se construyó una hermosa residencia de verano en Potsdam, a las afueras de Berlín, a la que puso el acertado nombre de Sanssouci. En los jardines del palacio había un antiguo molino, cuya maquinaria hacía un ruido que molestaba a Su Majestad. La leyenda dice que el rey quiso comprar el molino para silenciarlo. Al negarse el molinero Johann Wilhelm Grävenitz a venderlo, el rey le espetó que si no sabía que el soberano podía quitarle el molino sin pagarle un céntimo. El molinero contestó que sin duda podría hacerlo, si no fuera porque había tribunales en Berlín. Es sind noch Gerichte in Preussen. He visitado Sanssouci y el gigantesco molino sigue en pie.
También es sabido que la prosperidad de los pueblos peligra cuando los ahorradores e inversores temen por la seguridad de sus propiedades. Baste comparar la historia económica de Argentina con la de Chile para aceptar la certeza de esta conclusión. La propiedad privada, sin embargo, no puede ejercer su benéfico influjo en la sociedad sin la libertad de comprar y vender en un marco de libre competencia –sin un mercado al que concurran muchos transactores y en el que se castigue la violencia, la coacción y el engaño, como ya dijo Francisco de Vitoria a principios del s. XVI.
Si no existe esa libertad, aumenta la probabilidad de que los propietarios abusen del poder que la propiedad les confiere: si no pueden venderlos, alquilarlos u obtener un rédito atractivo, quizá dejen de cuidar debidamente los bienes que poseen. Si los empleados del dueño de una finca no pueden ir a buscar trabajo a otra parte, es probable que acaben siendo explotados. Si se elevan barreras a la entrada de profesiones o actividades, es posible que padezca el servicio al público. Si las patentes se hacen perpetuas, padecerá el avance de la ciencia y la técnica. En suma, los monopolios productivos, los aranceles proteccionistas, los privilegios estamentales, los derechos adquiridos, el numerus clausus de algunas profesiones, las patentes prolongadas en exceso, necesitan abrirse a la concurrencia si se quiere que la protección de los derechos de propiedad redunde en creciente prosperidad. La libre competencia es pues necesaria para que el derecho de propiedad sirva de base al progreso económico.
Los ignorantes de la historia y de las leyes económicas quieren añadir otra condición para que la propiedad privada desempeñe el papel social que se espera de ella: que no haya grandes desigualdades en la distribución de la propiedad. No forma parte de la esencia del derecho de propiedad el que las propiedades estén igualmente distribuidas entre la población: en una economía abierta, el paso de las generaciones echa por tierra las grandes fortunas. Lo esencial es la reducción de la pobreza, lo que no se consigue con redistribuciones a la Marinaleda.
El ejemplo de la transformación de China y la elevación del nivel de vida de sus habitantes a medida que se han reconocido los derechos de propiedad y liberado las transacciones e inversiones es un ejemplo del bien que hace a las sociedades el reconocimiento del derecho de propiedad privada. Otro ejemplo más cercano a nosotros es el del alquiler de viviendas. En 1919, el entonces Gobierno de España decidió congelar “temporalmente” los alquileres para proteger a los inquilinos. Las intervenciones en ese mercado no han hecho sino reducir tan importante servicio a su mínima expresión. Ahora se lo quiere por fin liberar para que los propietarios puedan por fin ejercer plena y rápidamente sus derechos y la propiedad inmobiliaria vuelva a funcionar normalmente.
El derecho de propiedad debe ejercerse en el marco de la ley, es decir, en el respeto de los derechos de propiedad de los demás, sin violencia, coacción ni engaño. No se necesita otra limitación “social” que la libre entrada y salida de competidores y la libre formación de precios.
Tan dura es esta limitación que los diversos grupos de presión no cejan en su empeño de evitarla por todos los medios políticos a su alcance. El papel “social” de la propiedad privada es precisa y únicamente el de existir y funcionar libremente.

I Composed this Letter on My MacBook Pro While Sipping Gourmet Coffee from Guatemala by Don Boudreaux

Cafe Hayek.


Here’s a letter to the Wall Street Journal:
Edward Sage ridicules Charles Koch’s claim – from Mr. Koch’s essay ”Corporate Cronyism Harms America” (Sept. 10) - that “the role of business is to provide products and services that make people’s lives better.” Mr. Sage asks in response: “Since when? This sounds much more like a liberal take on the role of government. As a liberal I’d be over the moon if companies cared primarily about making lives better. Instead, this only happens if it’s the best way to make money” (Letters, Sept. 13).
Mr. Sage uses the word “only” to imply that it’s a mere occasional happenstance that the best way for businesses to make money is to supply goods and services that improve people’s lives. But because no private business (without special privileges granted by government) can force any consumer to buy its products – and because no private business (without special privileges granted by government) can prevent other businesses from competing for consumers’ dollars – no private business (without special privileges granted by government) can survive unless it supplies “products and services that make people’s lives better” (as judged by consumers themselves, of course, rather than by Mr. Sage and his fellow “liberals”).
Businesses do sometimes err. Consumers do sometimes err. But for Mr. Sage not to see that in private markets the profit motive generally drives businesses to seek ceaselessly and frantically for ways to supply outputs that improve people’s lives is for him to be blind to one of the most remarkable and transformative facts of the past two centuries.
Sincerely,
Donald J. Boudreaux
Professor of Economics
George Mason University
Fairfax, VA 22030

Felipe González, o el descaro por Carlos Rodríguez Braun

Libertad Digital.


Si el descaro es propio de la política, resulta inseparable del socialismo. El expresidente Felipe González explica así el origen de la crisis económica:
La galopada arrancó con la ley de liberalización del suelo, que se puso en marcha con el argumento banal de que mientas más ofertas de suelo hay más barato es, como si los mercados fueran racionales.
Él no puede no saber que esto es falso, que el proceso no arrancó por esa razón, y que la mayor oferta presiona a la baja a los precios en ausencia de otras circunstancias. Si la mayor oferta de suelo coincide con una subida de sus precios, obviamente es porque pasó alguna otra cosa, que él prefiere ignorar para colar el mensaje de la irracionalidad de los mercados, como si la expansión de la liquidez hubiese sido un fenómeno independiente de la intervención de las autoridades en el mercado.
Su osadía llega al extremo de asociar la deuda del sector eléctrico a la ¡liberalización! Otra vez, él no puede no saber que eso no es verdad, porque lo que sucedió con la energía, en su tiempo y después, no fue la liberalización.
Pero su estrategia es ignorar el intervencionismo, o saludarlo, o repetir topicazos sin fundamento: "El origen de esta crisis está en la implosión del sistema financiero global desregulado". Y lo malo siempre es la libertad: repite, por ejemplo, el desvergonzado bulo de que la política democrática ha retrocedido en favor de "los centros de decisión financieros del mundo".
Arrebatado en el precipicio mendaz, lógicamente, no hay freno al descaro: "La mayoría absoluta es hoy una máquina de destrucción de legitimidad". Ni una palabra dedica a las reiteradas mayorías absolutas que sostuvieron sus gobiernos, los gobiernos del paro, de la mayor subida de impuestos y de la mayor corrupción de la España democrática.

Liberalismo frente a totalitarismos por Mauricio Rojas

Instituto Juan de Mariana.




El euro necesita del sector privado por Roland Berger

El Mundo.


El autor propone que la financiación privada participe en los programas de estímulo. Señala que empresas y bancos disponen de 170 billones en el mundo para invertir.
La crisis de la deuda soberana y monetaria de la UE alcanza ya su tercer año y los políticos están limitando cada vez más los esfuerzos de rescate del euro a dos líneas de acción: «austeridad» para los países asolados por la crisis y «financiación» de los países del euro (todavía) sanos del norte de Europa, especialmente Alemania. Ambos conceptos son apropiados y necesarios, pero no suficientes como para evitar el colapso de la moneda común o, quizás, incluso de la Unión Europea.
Mientras tanto, este estrecho enfoque en la austeridad y la ayuda financiera ha llevado a Europa a una triple crisis. En primer lugar, la crisis de la deuda soberana y del euro ha empeorado. En segundo lugar, las economías de la zona euro y la UE han sido empujadas a una recesión, liderada por los países deudores. Sus programas de austeridad evocan las imágenes de la Alemania de 1920. Y, en tercer lugar, la integración europea está sufriendo una grave crisis política.
El decrecimiento de las economías europeas está provocando que la crisis se agudice en los países más afectados por la misma: el desempleo aumenta, la riqueza se evapora y se recrudecen las tensiones sociales. Algunos medios de comunicación en estos países están diciendo que el diktat de Bruselas les ha llevado a la pobreza. Los países del Norte, aunque todavía son sólidos financieramente, también se sienten forzados a una posición no deseada, y es comprensible. Ellos no quieren arriesgar sus ahorros para ayudar a los países vecinos financiando las deudas acumuladas por ellos mismos «por no mantener la casa en orden». Europa está profundamente dividida.
El crecimiento económico es necesario para restaurar la confianza de los europeos en su moneda y su unión. Sin embargo, los programas de crecimiento patrocinados por los Estados son claramente el camino que no se debe seguir. Por un lado, crean más deuda pública y, por otro, ni siquiera pueden resolver la crisis de crecimiento, ya que esta no es económica, sino más bien una crisis estructural de competitividad. La única manera de resolver esta crisis es a través de reformas estructurales, incluida la reducción del gasto, los salarios y los costes.
La solución para salir de la crisis es un programa de crecimiento respaldado políticamente pero financiado privadamente que trabaje sobre los principios de la economía de mercado. Este programa tendría como objetivo ampliar y modernizar las infraestructuras europeas. La inversión necesaria para tal programa se estima en, al menos, 1 billón de euros. Para financiarlo, podemos aprovechar los 170 billones de euros que se estima que se encuentran en manos privadas en todo el mundo. Ahora depende de los políticos el ayudar a canalizar el capital privado hacia estos proyectos de infraestructuras. Pueden hacerlo aprobando regulaciones que fomenten la competencia y la inversión, y creando unas condiciones legalmente sólidas basadas en la economía de mercado y no en las convicciones ideológicas.
La lista de proyectos potenciales la lideran las infraestructuras en telecomunicaciones, y que precisa de autopistas de banda ancha para alcanzar el siguiente nivel tecnológico.
Estas inversiones se encuentran con el obstáculo de unas políticas gubernamentales de los países de la UE y que, por desgracia, se remontan a un tiempo pasado de monopolio, tanto postal como telefónico.
Si los políticos llevaran a cabo regulaciones innovadoras en línea con el mercado, esto podría desencadenar un crecimiento significativo: una inversión de más de 270.000 millones de euros en telecomunicaciones no sólo crearía cientos de miles de empleos en Europa, también aumentaría la productividad de los usuarios en el sector privado y público, ganaríamos en competitividad y Europa podría ver el desarrollo de su propia industria de IT.
Otro ejemplo es la energía. Durante los próximos años Europa tendrá que invertir 220.000 millones de euros en redes y almacenamiento. Esto requerirá de una política energética europea y la certeza regulatoria necesaria para desarrollarla. A día de hoy no existe ninguna de las dos. En otras áreas, los alcantarillados y los sistemas de tratamiento de aguas residuales requerirán una inversión mínima de 200.000 millones de euros, y la construcción/mantenimiento de carreteras requiere unos 180.000 millones.
Lamentablemente, la ideología predominante en Europa sostiene que la infraestructura debe mantenerse en manos públicas (de los gobiernos) en la medida de lo posible, con algunas diferencias de país a país. Por ejemplo, en Francia se suministra el agua por empresas privadas, pero el gobierno es responsable de la electricidad. En Alemania, es justo lo contrario: el agua es tarea del gobierno, mientras que la electricidad es proporcionada en gran parte por empresas privadas. Muchos países han financiado privadamente autopistas de peaje, pero por alguna razón esto no parece ser posible en Alemania, que es uno de los principales países de tránsito de Europa. La lista de este tipo de incongruencias sigue y sigue.
Este es el tercer pilar del programa de rescate europeo que falta. Un ambicioso proyecto de financiación privada de las infraestructuras en la UE, diseñado como un plan de crecimiento basado en la economía de libre mercado. Los otros dos son el cambio estructural creado por la austeridad para mejorar la competitividad y la disciplina presupuestaria en el sur, y la financiación puente suministrada por Alemania y los países del euro del norte para calmar a los mercados financieros.
Con estos tres pilares, Europa podría crear una economía altamente innovadora y productiva con unas excelentes infraestructuras, incluso en medio de la crisis. Como proveedores, las empresas privadas se beneficiarían del crecimiento y aumento de la productividad y los empleados se beneficiarían del aumento del número de puestos de trabajo de mayor calidad. El aumento de los ingresos en impuestos y reducción del gasto público podría ayudar a reducir la deuda pública. Un beneficio adicional sería la restauración de la confianza en el euro y la integración europea.
Profesor Roland Berger, fundador y presidente honorífico de Roland Berger Strategy Consultants.

Revolucionemos la educación: privaticémosla por Juan Ramón Rallo

Página Personal JRR.


Hace un año traté de explicar por qué resultaba necesario privatizar la educación superior en España. Sucede que uno de los más claros beneficios de abrir verdaderamente un mercado a la competencia es que los modelos tradicionales de satisfacer al consumidor son día a día puestos en solfa no ya por los asentados y acomodados empresarios, sino por la savia nueva que intenta sobreponerse a los caducos planes de negocio tradicionales: cualquier persona está legitimada para presentar su propuesta de valor a un inversor que la financie y, finalmente, al consumidor soberano que decida convalidarla o rechazarla.
Nada lejanamente parecido a esto sucede en España. Acaso por ello, el fracaso de su sistema educativo sea patente a todos los niveles desde hace años: la “generación mejor preparada de la historia” lo es sólo por bulto, no por calidad ni por adecuación de su formación a las necesidades del mercado; por número bruto de titulados, que no por capacidad de generación de riqueza de cada uno de ellos. Sólo así se explica que en la década del conocimiento, del alto valor añadido o de la especialización técnica, alrededor del 40% de los graduados de menos de 34 años esté siendo empleado, según la OCDE, en trabajos escasamente cualificados o que, de acuerdo con el INE, la prima salarial entre los licenciados y los simplemente escolarizados no haya dejado de estrecharse en los últimos veinte años. Y todo ello a pesar de que nuestro gasto público por alumno se ha duplicado en los últimos diez años hasta ubicarse en 2009 (últimos datos disponibles de Eurostat) en el tercero más elevado de toda la Unión Europea: por delante, sí, de Alemania, Francia, Finlandia, Suecia, Reino Unido u Holanda.
Sonoro fracaso atribuible no ya a la LOGSE y a cuantas otras reformas educativas impulsoras de deficientes métodos pedagógicos y contenidos curriculares, sino a la concepción centralizadamente planificada del sistema: al arrogante error de querer que el método de enseñanza sea único para todo el mundo, sin permitir que cada escuela o cada universidad experimente con el suyo propio hasta descubrir cuál es el más adecuado en cada contexto histórico. ¿Qué daño habría hecho la LOGSE en caso de que sus principios sólo se hubiesen aplicado en una escuela de un barrio de Madrid? Pues apenas ninguno: constatado por los padres y por el director del centro la pobre preparación del alumnado, pronto habrían cambiado de método y pocos colegios cometerían la torpeza de emular una estrategia tan perdedora. En cambio, en nuestro centralizado sistema –público, concertado o privado sometido a draconianas regulaciones– no sólo se la ha impuesto a todo el mundo, sino que, por espurias consideraciones políticas de unos y de otros, se ha tornado en anatema siquiera el plantear modificarla.
En suma: lo que necesita la enseñanza es libertad para probar nuevos métodos, para componer planes de estudio, para rediseñar el papel del profesor, para adaptar el horario y el calendario lectivo, etc. El espectro de experimentaciones, incluso de experimentaciones exitosas según el tipo de alumno, es muy amplio: desde regresar al muy tradicional método de la educación personalizada en casa (el homeschooling) hasta aprovechar internet para impartir clases y titulaciones online a grupos más amplios.
Algunas de estas alternativas están simplemente prohibidas en España (el homeschooling) y otras se encuentran muy restringidas. A las trabas regulatorias para siquiera iniciar la actividad empresarial de crear un centro de estudios, se le une el sangrado fiscal a la ciudadanía para costear una educación pública carísima y, en muchos ámbitos, de baja calidad y adecuación a las necesidades del mercado. Por supuesto que, pese al páramo económico y normativo de España, aparecen muy dignas flores –como el centro de estudios online OMMA y su fundamental máster sobre teoría austriaca y value investing–, pero muchas menos de las que surgirían si el sistema fuera privado y estuviera desregulado. Acaso ésa sea la perversa finalidad última de su estatización: controlar y maniatar, a conveniencia del Gobierno, el natural y creativo desarrollo de la instrucción.
Esta crisis, no sólo presupuestaria sino también de patrones de especialización productiva, constituye el mejor momento para revolucionar la educación devolviéndosela a alumnos, padres e inversores. No tengamos miedo a innovar. Al fin y al cabo, si por alguna alineación planetaria acaeciera que la presente organización del sistema educativo español es la óptima, empresarios y consumidores lo descubrirían y lo conservarían en su actual forma. Pero creo que todos somos muy conscientes de que nada de eso sucedería: señal de que algo falla, esto es, de que no tenemos un sistema orientado a la mejor formación profesional del alumno sino a la perpetuación de centenares de miles de intereses creados.

La gran desigualdad por Carlos Rodríguez Braun

Libertad Digital.


Por recomendación de José Carlos Díez leo en La Vanguardia el texto"Alemania en la Gran Desigualdad", de Rafael Poch, corresponsal de La Vanguardia en Berlín. Es un buen compendio de aspectos ampliamente compartidos del pensamiento único. Nada fascina más a la corrección política como que haya tanto porcentaje de la humanidad con tan poco porcentaje de la renta total, y viceversa. Sospecho que es porque así muchos progres pueden jugar a buenos Procustos, mientras que si se tratara de la enorme desigualdad en talento o belleza sería más complicado. Y desde luego lo que jamás les preocupa es la desigualdad entre el poder y sus súbditos.
Otra idea popular es la antropomorfización del capital. La tesis progre, que recoge Poch con destreza, es ésta:
A partir de los años setenta el Capital perdió el miedo a los factores que perturbaban, y moderaban, su sueño histórico de dominio y beneficio sin concesiones ni fisuras. Es entonces cuando, aprovechando la primera crisis del petróleo de 1973, se comienza a desmontar el pacto social de posguerra en los países del capitalismo central, pacto que incluía una cierta socialización de la prosperidad, lo que a su vez contribuía a ampliar el consumo y a alimentar el crecimiento. A partir de políticos como Carter, Reagan y Thatcher, eso se sustituye por un enfoque dirigido al enriquecimiento exacerbado de una minoría oligárquica: el enriquecimiento de los más ricos a expensas de trabajadores y clases medias.
Esto no tiene fundamento. En cambio, lo que sí pasó a partir de esa época es un fenómeno que la corrección política evitar analizar, y sobre el que Poch pasa púdicamente por encima denominándolo "la alternativa"; los ciudadanos perdieron el miedo al gran sueño histórico de dominio político: el socialismo real. Eso fue lo que pasó, y se coronó en la caída del Muro de Berlín. A partir de entonces el pensamiento de izquierdas clamó alarmadísimo ante el poder del capital, cuando lo que estaba pasando era lo contrario: el poder político crecía y se extendía a expensas del capital, el ahorro y el trabajo del pueblo. A cambio, se enriquecían las oligarquías políticas (el peso del Estado en la economía alcanzó niveles inéditos) y los grupos de presión que a su socaire medran.
En vez de pensar en esto, Rafael Poch solo ve aterrado la posibilidad de que el poder político sea cuestionado también en el mundo no comunista, y entonces incurre en las fábulas usuales: "Liberada de sus límites políticos, y desregulada, la nueva economía dio a su vez lugar a una orgía de especulación y corrupción". Lógicamente, hay que agitar siempre la amenaza paranoide: "Todo eso pudo realizarse gracias a una agresiva campaña ideológica financiada por nuevas instituciones vinculadas a las grandes empresas que colonizaron el poder político e impusieron, en la academia, en los think tanks y en los medios de comunicación, el discurso del desmonte paulatino del Estado social, y del papel del Estado en general, en beneficio de la empresa privada (privatización). El resultado fue un asalto general a la regulación y un enorme incremento de la influencia empresarial en la política". Un completo disparate que elude la realidad constatable de que el Estado no perdió peso en ningún país del mundo.
El artículo tiene interés por la sistematización de fantasías que lo pueblan: desde la amabilidad de la intervención política hasta el cántico al gasto público, el bulo de que la crisis fue desencadenada por el sector privado, etc.

Prosperity and temperature

by Donald Boudreaux.


Mr. Dave Ross
KIRO-FM
Seattle, WA
Dear Mr. Ross:
In your segment “What happened to global warming being a hoax?” – aired during today’s 1pm hour on Washington, DC’s, WTOP radio – you played a clip of U.C.-Berkeley scientist Richard Muller saying that “all of this warming over the last 250, 260 years has been caused by green house gases emitted by humans.”
Being no physical scientist myself, I accept Mr. Muller’s claim.  But contrary to most people’s reaction to this news, my reaction is “What a deal!”
In exchange for slightly warmer global temperatures, humanity gets off-the-charts benefits never before enjoyed by ordinary men and women – benefits that began to flow only 250, 260 years ago.  In industrialized countries, these benefits include a near-tripling of life-expectancy; a growth in average real per-capita income to a level at least 30 times higher than it was a mere three centuries ago; an end to famine and plagues; abolition of the multi-millennial-old institution of slavery; widespread literacy; and an unprecedented expansion in women’s rights and opportunities – all these wonders, and more, from bourgeois commerce and industry powered in part by fossil fuels.  Has humanity ever gotten so much at such a puny price?
Asked differently, who among us would choose to exchange modernity and its stupendous prosperity for whatever reduction in global temperature we’d enjoy had all the greenhouse gasses emitted over the past 250, 260 years never been released?
Sincerely,
Donald J. Boudreaux
Professor of Economics
George Mason University
Fairfax, VA  22030
P.S. None of the above suggests that, at the margin, reductions in greenhouse-gas emissions aren’t desirable.  They might or might not be, depending on the attendant costs and benefits.  But historical perspective – which is utterly lacking amidst popular and media commentary on this question – is necessary.  If the choice were between, on the one hand, all the commerce and industry and its attendant greenhouse-gas emissions over the past 250, 260 years, and, on the other hand, none of that industry and (hence) no industry-released greenhouse gasses over the past 250, 260 years, how many rational people would choose the latter?

Nuevas desamortizaciones

por Carlos Rodríguez Braun.



La privatización de empresas públicas es la forma contemporánea de las desamortizaciones de los siglos XVIII y XIX. Se trata en ambos casos de fenómenos mistificados. Así, los procesos desamortizadores son saludados como hitos de la modernización, de creación de una burguesía o una clase media de propietarios agrícolas medianos o pequeños, cuando en realidad fueron una pura maniobra de las autoridades, fundada en la violación de la propiedad, con el propósito de consolidar el poder político, legitimar su coacción y obtener mayores ingresos, para amortizar la deuda pública o hacer frente a otros gastos, mediante usurpaciones no demasiado evidentes para el gran público o incluso aplaudidas por él.
Con las privatizaciones pasa lo mismo. Si en los años 1980 muchos gobiernos privatizaron empresas públicas de electricidad, telefonía o aeronavegación, por ejemplo, no se debió a un mayor apego a la libertad sino a la necesidad de aumentar los ingresos, además de por la vía tributaria, para a su vez aumentar notablemente el gasto público en el Estado de Bienestar. Esa dinámica se revela insostenible cuando estalla la crisis, y entonces se vuelve a hablar de privatizaciones, como en el caso de Renfe, AENA, o Loterías. La legitimidad de estas operaciones está abierta a cuestionamientos varios, empezando por su mera posibilidad –es difícil privatizar infraestructuras, ferroviarias o de cualquier otro tipo, que jamás serán rentables. Pero en esencia se trata, como siempre, de estratagemas políticas. Eso es lo que explica que se haya dudado a la hora de privatizar la Lotería (en vez de privatizar y liberalizar todo el juego, en lo que reveladoramente nadie piensa), para no obtener un precio jugoso, en cuyo caso los políticos deberán seguir subiendo los impuestos; nos juran que no desean hacerlo, pero no puede ser casual que todos terminen haciéndolo: está claro que ello deriva de que calculan que la reducción del gasto necesaria para enjugar el déficit sin subir los impuestos les representaría un coste político superior al que soportan elevando la presión fiscal. Y es lo que explica que, entre cánticos a la privatización e incluso (pásmese usted) al liberalismo, jamás ningún político de ningún partido haya planteado abiertamente la privatización (o cierre, en su caso) de todos los medios de comunicación públicos.

Cinco malas críticas a la teoría subjetiva del valor


Nuestro comentarista Xel plantea diversas objeciones a la teoría subjetiva del valor (TSV) que a continuación me encargo de resumir y responder.
La utilidad marginal no existe porque no puede hacerse la derivada matemática de algo ordinal
Este es un punto de confusión en el que suelen caer los críticos de la TSV cegados por su propia creación de muñecos de paja no entienden: si estamos diciendo que la utilidad es ordinal, ¿cómo se va a realizar una derivada de una escala ordinal? Tiene tan poco sentido hablar de utilidad marginal como, por ejemplo, de amor marginal.
El error es doble. Lo primero y esencial es que los defensores de la teoría subjetiva del valor quieren expresar por “marginal” la utilidad que el agente deriva de una unidad adicional de un bien: se la podría llamar también “utilidad de la última unidad adicional”. Y esto, como vemos, es algo perfectamente cognoscible: si tengo cinco manzanas, la utilidad marginal se refiere a la utilidad que tendría ganar una sexta manzana. ¿Es la utilidad de la sexta manzana más o menos valiosa que la utilidad de la tercera pera o de la décima silla? Ese es el tipo de comparaciones a efectuar. Lo esencial es que jamás comparamos toda una categoría de bienes contra toda otra categoría de bienes: no comparamos la utilidad de todas las manzanas del mundo con la de todas las peras del mundo (a menos que tuviéramos que efectuar ese intercambio en particular). Ese error era en el que caía Adam Smith cuando era incapaz de resolver la paradoja del agua y de los diamantes. En realidad, las comparaciones de valor se efectúan en términos de unidades transables, es decir, de aquellas unidades que queremos adquirir o de las que queremos desprendernos.
Otra cosa, motivo de confusión para los críticos de la TSV, es que, generalmente y por darle un tratamiento más matematizado,  muchos economistas optan por equiparar utilidad marginal con la derivada parcial de la función de utilidad. Pero este es un debate muy distinto al de si existe la utilidad marginal, porque la utilidad marginal no es la derivada parcial, sino que la utilidad marginal trata de ser aproximada y representada por la derivada parcial. En su momento, sin embargo, ya indiqué que la aproximación matemática ni siquiera es rigurosamente cierta. Si se quiere, se puede criticar el tratamiento matemático de la utilidad (sin demasiado motivo, a mi juicio), pero no se puede desechar la teoría subjetiva del valor por los errores que uno cree detectar en una de las maneras de aproximarla y representarla. Sería como rechazar que la ciudad de Madrid existe por el hecho de que existen mapas de Madrid, y es imposible que una ciudad entera quepa en el pequeño espacio de un mapa.
Es imposible pasar de una medida ordinal (utilidad) a una medida cardinal (precios)
Siendo la utilidad una jerarquía de valores, ¿cómo es posible que existan precios? Una cosa es decir que las preferencias del sujeto A son 1ª manzana > 2ª manzana > 1ª pera > 2ª pera > 1ª silla > 2ª manzana  o que las preferencias del sujeto B son 1ªsilla > 1ª manzana > 1ª pera > 2ª manzana > 2ª pera y otra muy distinta es decir que el precio de una silla son 2 manzanas. ¿Cómo pasamos de la jerarquía a la cuantificación exacta del precio entre ambas mercancías?
Muy sencillo: los precios son ratios históricas de intercambio. Imaginemos que el sujeto A tiene una silla pero no tiene manzanas y el sujeto B tiene dos manzanas pero no tiene ninguna silla. Ambos sujetos se topan, se ponen a hablar y empiezan a negociar. El sujeto A está dispuesto a entregar una silla a cambio de recibir 1 o 2 manzanas, mientras que el sujeto B está dispuesto a entregar 1 o 2 manzanas a cambio de recibir una silla. Existen, pues, incentivos a que se intercambien hasta 2 manzanas por una silla. ¿Cuál será la relación final de intercambio? No podemos saberlo a priori porque se trata de un proceso de negociación en el mercado: si el sujeto A tiene mayor poder de negociación o es más convincente que el sujeto B, el intercambio será de una silla por dos manzanas, y si es al revés será de una silla por una manzana.
Lo fundamental: que no es cierto que no puede pasarse de escalas ordinales a magnitudes cardinales. Aquí vemos claramente que sí se puede. ¿Qué significado tienen en tal caso los precios? Los precios expresan una relación de intercambio al cual ambas partes salen beneficiadas: si es de dos manzanas por silla, el sujeto A valora más dos manzanas que una silla y el sujeto B valora más una silla a dos manzanas.
Quizá el error esté en pensar que los precios son algo así como utilidad cristalizada. Pero no, no lo son: son la materialización cuantitativa de las acciones a las que induce la utilidad subjetiva. Es como decir: el amor no es subjetivo porque podemos contar los años que lleva casada una pareja. El argumento sería absurdo: el número de años de matrimonio podemos tomarlo como un indicio o una consecuencia del amor, pero no como su medición cuantitativa. Lo mismo con los precios y la utilidad.
Si la utilidad es ordinal, no podrían compararse miles de mercancías
Si la utilidad no es cardinal, resulta imposible comparar la utilidad de miles de mercancías y de sus combinaciones. Es decir, sería preciso asignar algún valor cardinal para poder realizar esas comparaciones de utilidad; y si hay que asignar valores cardinales, la utilidad no puede ser ordinal y no puede ser eso lo que determina los precios.
El argumento es erróneo pero sí tiene algo de razón. Empecemos con lo erróneo: se parte de la idea de que cada ser humano debe estar comparando en el momento de su elección todas las mercancías habidas y por haber en el mundo. No: el ser humano elige en cada momento dentro de su universo concreto de bienes conocidos. Por eso en ocasiones puede elegir mal, de manera precipitada o de forma poco reflexiva. Nada garantiza que la utilidad marginal de cada bien sea “objetivamente” buena: es la que es, quizá por filias, fobias o sesgos irracionales. Por eso muchas veces efectúa elecciones inconsistentes en su elección concreta: prefiere X>Y>Z pero cuando se le da a elegir concretamente entre X-Z, escoge Z. Simplemente, sus preferencias, su visión del mundo, su expectativa de satisfacción pueden ir mutando en cada momento. Quien haya tenido que escoger en un contexto de incertidumbre o indecisión lo sabrá muy bien. Por ejemplo: dónde vamos de vacaciones, de Luna de Miel, qué nombre le ponemos a nuestro hijo, ¿nos saltamos la dieta y compramos las tabletas de chocolate que tenemos delante?, etc. Salvo aquellas elecciones muy rutinarias –derivadas de preferencias muy sólidas y asentadas– el resto son muy mutables.
Pero, ¿las jerarquiza todas? No: el ser humano no elabora una jerarquía detallada de cada una de las mercancías posibles, sino que se limita a preseleccionar aquellas que, en un momento dado y por cualquier motivo fundado o no, cree que le reportan una mayor utilidad marginal sobre el resto y esas sí que las jerarquiza. Por ejemplo, cuando compramos por Amazon no visitamos todas y cada una de las páginas y las jerarquizamos, sino que tenemos unas cuantas obras que sabemos más útiles que todo el infinito universo restante y, sobre las obras preseleccionadas, sí que establecemos una jerarquía en caso de no poder adquirirlas todas (por una restricción presupuestaria). Es como si eligiéramos en forma de árbol: primero descartamos el grueso de lo que en general no interesa o no conocemos y preseleccionamos unas pocas mercancías y luego ya jerarquizamos esas otras mercancías.
El argumento, sin embargo, sí es válido para entender tanto las oportunidades de arbitraje que existen en el mercado cuanto el problema de la imposibilidad del socialismo. Dada la enorme ignorancia espacial y temporal del ser humano y su muy restringido universo de elección, existen oportunidades para que los empresarios proporcionen “servicios” dirigidos a “mejorar” las elecciones de cada individuo: por ejemplo, trayéndole mercancías manufacturadas en China que desconocía que existían; por ejemplo, organizando spots publicitarios que llamen su atención; por ejemplo, colocando una tienda especializada en un espacio visible; por ejemplo, realizando campañas de promoción, etc.
Asimismo, dado que al ser humano sólo le interesa la utilidad del producto final y no suele plantearse ni conocer cuál es la utilidad alternativa (coste de oportunidad) que cada una de las partes que componen esa mercancía tendría para otras personas (me interesa la mesa en la desayuno porque es útil para ello, pero desconozco qué otros fines podrían lograr otras personas con la madera, los tornillos o las horas de trabajo que se utilizaron para fabricarlas), una economía sin magnitudes cardinales sería muy ineficiente y terminaría colapsando en organizaciones económicas diminutas donde esas comparaciones sí puedan realizarse “a ojo de buen cubero”.
Por fortuna, una economía capitalista sí dispone de magnitudes cardinales: los precios, que como sabemos son ratios a las que históricamente se han realizado intercambios mutuamente beneficiosos. De la comparación de los precios finales de venta de los productos y de los precios de las partes que los componen (costes) surgen los beneficios: justamente, la línea de flotación para determinar si un producto genera más valor del que destruye para los consumidores. Los distintos empresarios, de manera descentralizada e individual, buscan combinaciones de factores dirigidos a fabricar bienes que proporcionen beneficios, en un proceso de competencia donde las mejores ideas desplazan a las menos malas.
De ahí que el socialismo, sin precios libres que sean el reflejo de las utilidades de los distintos agentes económicos, no puede funcionar: simplemente no se pueden comparar centralizadamente la utilidad de todas las infinitas posibles combinaciones de factores productivos con la utilidad de todos los infinitos tipos de bienes producibles.
La TSV asume que todas las mercancías son irreproducibles
Esto no es así. Es una crítica sin demasiado recorrido. Precisamente, la teoría subjetiva del valor trata de explicar qué mercancías son en cada momento las más valiosas con respecto a la cantidad disponible (obras de arte) y con respecto a los usos alternativos que tienen los factores productivos necesarias para incrementar su cantidad (coste de oportunidad). Aquellas mercancías cuya utilidad marginal sea más valiosa en relación con el coste de oportunidad (las utilidades marginales de producir otros bienes distintos de ése) serán fabricadas. Y al incrementar su oferta, dos efectos tendrán lugar: uno, la utilidad marginal de ese bien se reducirá (por la ley de la utilidad marginal decreciente); dos, el coste de oportunidad de ese bien se incrementará (pues se reduce relativamente la producción de mercancías alternativas, lo que significa que, por la ley de la utilidad marginal decreciente, a menor número, mayor valor).
La teoría subjetiva del valor descansa sobre un razonamiento circular
¿Qué razonamiento circular? Los consumidores eligen en función de los precios de los productos, pero se supone que los precios de los productos representan su utilidad marginal.
La verdad es que este razonamiento no tiene mucho sentido una vez se conoce como se determinan los precios en un régimen de competencia bilateral. Pero vamos, ni siquiera necesitamos entender esto para comprender por qué se trata de una objeción sin fundamento.
Es verdad que, en la inmensa mayoría de productos (aunque no en todos: por ejemplo, Cristiano Ronaldo negoció su salario, no le vino “dado” como un precio externo), los consumidores eligen a partir de los precios que establecen los empresarios. Pero los empresarios son conscientes de que sólo podrán vender sus mercancías siempre y cuando su precio (el coste de oportunidad para el consumidor) no supere la utilidad marginal que ese producto tiene para el consumidor. No estoy diciendo, claro, que todo empresario tenga este modelo económico en la cabeza, pero el razonamiento es simple: “si la mercancía es muy cara, al comprador no le saldrá ‘a cuenta’ y no la adquirirá”.
Dicho de otro modo, los precios pedidos por los vendedores son propuestas (ofertas) que se lanzan a los consumidores esperando que sean inferiores a su utilidad marginal y que, en consecuencia, estos acepten comprar. Si los empresarios aciertan, venderán su mercancía de manera continua. Si los empresarios se equivocan, sólo podrán vender su mercancía bajando precios (ajustándola, vía prueba y error, a la utilidad marginal del consumidor)… pero si el empresario baja los precios tanto como para no cubrir sus costes de producción (el coste de oportunidad de que esos factores estén fabricando otros bienes más valiosos en otras partes de la economía), deberá abandonar ese ruinoso modelo de negocio.
Por consiguiente, para que los precios sean determinados por la utilidad marginal no es necesario que haya un proceso de negociación cara a cara entre dos partes: basta con que una de ellas sepa que no le queda otro remedio que anticipar y ajustarse a las preferencias de la otra.

Property Rights Aren’t Always the Libertarian Solution

by Sandy Ikeda.



At FEE’s seminar last week on libertarian perspectives on current events, a participant asked: “How do we privatize the air?”
The student may have had in mind the economic principle, popularized by Ronald Coase, that externalities–especially negative externalities such as air pollution– result from ill-defined or unenforced property rights. The question also seems to reflect a common libertarian idea that in a free society all scarce resources must be owned by somebody. That would include the atmosphere when clean air is scarce.
Property Rights and Economic Development
The Coase Theorem is an economic proposition which says that when property rights are well defined and enforced, and the costs of search, bargaining, and enforcement are reasonably low, voluntary trade will tend to produce results that are economically efficient. Negative externalities will be internalized, as unowned resources are transformed into marketable goods. And if, because of incomplete property rights, entrepreneurs are unable to capture enough of the benefits from their actions (that is, if positive externalities would result), they will be less inclined to make the discoveries that drive economic development. Those benefits would be internalized, too.
There are some positive externalities that most, perhaps all, of those who favor tough property enforcement would hesitate to try to privatize. For example, cultures develop in part on the basis of imitation. Jazz musicians copy from one another all the time, from motifs to entire songs, and reinterpret them in their own creations. Classical musicians have also done this. As a courtesy, the protocol is to name the artist from whom you are copying, such as in “Variations on a Theme of Paganini.”
On an even higher level of abstraction, artists, writers, and even ordinary people partake in an esthetic ethos; scholars, intellectuals, and laymen draw on the intellectual milieu of a place and time. Without the experimentation that comes from such borrowing and give-and-take, cultures would stop evolving; they would die.
The same thing goes for economic development. One entrepreneur discovers a demand for flat-screen televisions and is soon followed by imitators, which in the long run results in lower prices and better quality–and often new products and uses, such as tablet computers.
Don’t get me wrong! Private property rights prevent the kind of free riding that hinders economic development. And of course private property is essential for personal freedom: Property rights not only help to avoid or resolve interpersonal conflict–such as the tragedy of the commons–they are what provide a person with a sphere of autonomy and privacy in an economically developed world where contact with strangers is commonplace.
Elinor Ostrom on the Establishment of Conventions
There are many instances where free riding is a net negative, and the overuse of the atmosphere in the form of air pollution is probably one of them. Despite the efforts of some economists, legislators, and policymakers to institute so-called “cap-and-trade”–which would attempt to establish property rights in the air through government policy–it may be impossible to do something similar for all scarce resources, either by legal mandate or market arrangements. But this need not discourage libertarians, of either the minimal-state or market-anarchist variety.
Consider the work of Elinor Ostrom, winner of the 2009 Nobel Prize in economics, the only women so far to be so honored. Sadly, Ostrom died on June 12, a great loss for social science. While few would consider her a libertarian–I don’t believe she thought she was–libertarians can learn a lot from her work. She is perhaps best known for her 1990 book, Governing the Commons, in which she presented her methods and findings regarding how people coped (or didn’t cope) with what has come to be known as “common-pool resource” (CPR) problems:
What one can observe in the world, however, is that neither the state nor the market is uniformly successful in enabling individuals to sustain long-term, productive use of natural resource systems. Further, communities of individuals have relied on institutions resembling neither the state nor the market to govern some resource systems with reasonable degrees of success over long periods of time.
Voluntary Conventions
In those instances the nonstate, nonmarket institutions she studied were, when successful, conventions that the users of common-pool resources agreed to and used sometimes for centuries. They were made voluntarily and evolved over time, but they were not market outcomes, at least in the narrow sense, because no one “owned” the resource in question and it was not bought and sold. Ostrom added:
The central question of this study is how a group of principals who are in an independent situation can organize and govern themselves to obtain continuing joint benefits when all face temptations to free-ride, shirk, or otherwise act opportunistically.
Her research covered the harvesting of forests in thirteenth-century Switzerland and sixteenth-century Japan and irrigation institutions in various regions of fifteenth-century Spain. Although not every community Ostrom studied was successful in establishing such conventions, it is instructive how highly complex agreements, enforced by both local norms and effective monitoring, were able to overcome the free-rider problems that standard economic theory–and perhaps vulgar libertarianism–would predict are insurmountable without property rights.
Dealing with air pollution is of course a more difficult problem since it typically entails a much larger population and more diffuse sources and consequences. But it’s important to realize that a “libertarian solution” to air pollution may not necessarily be a “market solution.”