Cinco malas críticas a la teoría subjetiva del valor


Nuestro comentarista Xel plantea diversas objeciones a la teoría subjetiva del valor (TSV) que a continuación me encargo de resumir y responder.
La utilidad marginal no existe porque no puede hacerse la derivada matemática de algo ordinal
Este es un punto de confusión en el que suelen caer los críticos de la TSV cegados por su propia creación de muñecos de paja no entienden: si estamos diciendo que la utilidad es ordinal, ¿cómo se va a realizar una derivada de una escala ordinal? Tiene tan poco sentido hablar de utilidad marginal como, por ejemplo, de amor marginal.
El error es doble. Lo primero y esencial es que los defensores de la teoría subjetiva del valor quieren expresar por “marginal” la utilidad que el agente deriva de una unidad adicional de un bien: se la podría llamar también “utilidad de la última unidad adicional”. Y esto, como vemos, es algo perfectamente cognoscible: si tengo cinco manzanas, la utilidad marginal se refiere a la utilidad que tendría ganar una sexta manzana. ¿Es la utilidad de la sexta manzana más o menos valiosa que la utilidad de la tercera pera o de la décima silla? Ese es el tipo de comparaciones a efectuar. Lo esencial es que jamás comparamos toda una categoría de bienes contra toda otra categoría de bienes: no comparamos la utilidad de todas las manzanas del mundo con la de todas las peras del mundo (a menos que tuviéramos que efectuar ese intercambio en particular). Ese error era en el que caía Adam Smith cuando era incapaz de resolver la paradoja del agua y de los diamantes. En realidad, las comparaciones de valor se efectúan en términos de unidades transables, es decir, de aquellas unidades que queremos adquirir o de las que queremos desprendernos.
Otra cosa, motivo de confusión para los críticos de la TSV, es que, generalmente y por darle un tratamiento más matematizado,  muchos economistas optan por equiparar utilidad marginal con la derivada parcial de la función de utilidad. Pero este es un debate muy distinto al de si existe la utilidad marginal, porque la utilidad marginal no es la derivada parcial, sino que la utilidad marginal trata de ser aproximada y representada por la derivada parcial. En su momento, sin embargo, ya indiqué que la aproximación matemática ni siquiera es rigurosamente cierta. Si se quiere, se puede criticar el tratamiento matemático de la utilidad (sin demasiado motivo, a mi juicio), pero no se puede desechar la teoría subjetiva del valor por los errores que uno cree detectar en una de las maneras de aproximarla y representarla. Sería como rechazar que la ciudad de Madrid existe por el hecho de que existen mapas de Madrid, y es imposible que una ciudad entera quepa en el pequeño espacio de un mapa.
Es imposible pasar de una medida ordinal (utilidad) a una medida cardinal (precios)
Siendo la utilidad una jerarquía de valores, ¿cómo es posible que existan precios? Una cosa es decir que las preferencias del sujeto A son 1ª manzana > 2ª manzana > 1ª pera > 2ª pera > 1ª silla > 2ª manzana  o que las preferencias del sujeto B son 1ªsilla > 1ª manzana > 1ª pera > 2ª manzana > 2ª pera y otra muy distinta es decir que el precio de una silla son 2 manzanas. ¿Cómo pasamos de la jerarquía a la cuantificación exacta del precio entre ambas mercancías?
Muy sencillo: los precios son ratios históricas de intercambio. Imaginemos que el sujeto A tiene una silla pero no tiene manzanas y el sujeto B tiene dos manzanas pero no tiene ninguna silla. Ambos sujetos se topan, se ponen a hablar y empiezan a negociar. El sujeto A está dispuesto a entregar una silla a cambio de recibir 1 o 2 manzanas, mientras que el sujeto B está dispuesto a entregar 1 o 2 manzanas a cambio de recibir una silla. Existen, pues, incentivos a que se intercambien hasta 2 manzanas por una silla. ¿Cuál será la relación final de intercambio? No podemos saberlo a priori porque se trata de un proceso de negociación en el mercado: si el sujeto A tiene mayor poder de negociación o es más convincente que el sujeto B, el intercambio será de una silla por dos manzanas, y si es al revés será de una silla por una manzana.
Lo fundamental: que no es cierto que no puede pasarse de escalas ordinales a magnitudes cardinales. Aquí vemos claramente que sí se puede. ¿Qué significado tienen en tal caso los precios? Los precios expresan una relación de intercambio al cual ambas partes salen beneficiadas: si es de dos manzanas por silla, el sujeto A valora más dos manzanas que una silla y el sujeto B valora más una silla a dos manzanas.
Quizá el error esté en pensar que los precios son algo así como utilidad cristalizada. Pero no, no lo son: son la materialización cuantitativa de las acciones a las que induce la utilidad subjetiva. Es como decir: el amor no es subjetivo porque podemos contar los años que lleva casada una pareja. El argumento sería absurdo: el número de años de matrimonio podemos tomarlo como un indicio o una consecuencia del amor, pero no como su medición cuantitativa. Lo mismo con los precios y la utilidad.
Si la utilidad es ordinal, no podrían compararse miles de mercancías
Si la utilidad no es cardinal, resulta imposible comparar la utilidad de miles de mercancías y de sus combinaciones. Es decir, sería preciso asignar algún valor cardinal para poder realizar esas comparaciones de utilidad; y si hay que asignar valores cardinales, la utilidad no puede ser ordinal y no puede ser eso lo que determina los precios.
El argumento es erróneo pero sí tiene algo de razón. Empecemos con lo erróneo: se parte de la idea de que cada ser humano debe estar comparando en el momento de su elección todas las mercancías habidas y por haber en el mundo. No: el ser humano elige en cada momento dentro de su universo concreto de bienes conocidos. Por eso en ocasiones puede elegir mal, de manera precipitada o de forma poco reflexiva. Nada garantiza que la utilidad marginal de cada bien sea “objetivamente” buena: es la que es, quizá por filias, fobias o sesgos irracionales. Por eso muchas veces efectúa elecciones inconsistentes en su elección concreta: prefiere X>Y>Z pero cuando se le da a elegir concretamente entre X-Z, escoge Z. Simplemente, sus preferencias, su visión del mundo, su expectativa de satisfacción pueden ir mutando en cada momento. Quien haya tenido que escoger en un contexto de incertidumbre o indecisión lo sabrá muy bien. Por ejemplo: dónde vamos de vacaciones, de Luna de Miel, qué nombre le ponemos a nuestro hijo, ¿nos saltamos la dieta y compramos las tabletas de chocolate que tenemos delante?, etc. Salvo aquellas elecciones muy rutinarias –derivadas de preferencias muy sólidas y asentadas– el resto son muy mutables.
Pero, ¿las jerarquiza todas? No: el ser humano no elabora una jerarquía detallada de cada una de las mercancías posibles, sino que se limita a preseleccionar aquellas que, en un momento dado y por cualquier motivo fundado o no, cree que le reportan una mayor utilidad marginal sobre el resto y esas sí que las jerarquiza. Por ejemplo, cuando compramos por Amazon no visitamos todas y cada una de las páginas y las jerarquizamos, sino que tenemos unas cuantas obras que sabemos más útiles que todo el infinito universo restante y, sobre las obras preseleccionadas, sí que establecemos una jerarquía en caso de no poder adquirirlas todas (por una restricción presupuestaria). Es como si eligiéramos en forma de árbol: primero descartamos el grueso de lo que en general no interesa o no conocemos y preseleccionamos unas pocas mercancías y luego ya jerarquizamos esas otras mercancías.
El argumento, sin embargo, sí es válido para entender tanto las oportunidades de arbitraje que existen en el mercado cuanto el problema de la imposibilidad del socialismo. Dada la enorme ignorancia espacial y temporal del ser humano y su muy restringido universo de elección, existen oportunidades para que los empresarios proporcionen “servicios” dirigidos a “mejorar” las elecciones de cada individuo: por ejemplo, trayéndole mercancías manufacturadas en China que desconocía que existían; por ejemplo, organizando spots publicitarios que llamen su atención; por ejemplo, colocando una tienda especializada en un espacio visible; por ejemplo, realizando campañas de promoción, etc.
Asimismo, dado que al ser humano sólo le interesa la utilidad del producto final y no suele plantearse ni conocer cuál es la utilidad alternativa (coste de oportunidad) que cada una de las partes que componen esa mercancía tendría para otras personas (me interesa la mesa en la desayuno porque es útil para ello, pero desconozco qué otros fines podrían lograr otras personas con la madera, los tornillos o las horas de trabajo que se utilizaron para fabricarlas), una economía sin magnitudes cardinales sería muy ineficiente y terminaría colapsando en organizaciones económicas diminutas donde esas comparaciones sí puedan realizarse “a ojo de buen cubero”.
Por fortuna, una economía capitalista sí dispone de magnitudes cardinales: los precios, que como sabemos son ratios a las que históricamente se han realizado intercambios mutuamente beneficiosos. De la comparación de los precios finales de venta de los productos y de los precios de las partes que los componen (costes) surgen los beneficios: justamente, la línea de flotación para determinar si un producto genera más valor del que destruye para los consumidores. Los distintos empresarios, de manera descentralizada e individual, buscan combinaciones de factores dirigidos a fabricar bienes que proporcionen beneficios, en un proceso de competencia donde las mejores ideas desplazan a las menos malas.
De ahí que el socialismo, sin precios libres que sean el reflejo de las utilidades de los distintos agentes económicos, no puede funcionar: simplemente no se pueden comparar centralizadamente la utilidad de todas las infinitas posibles combinaciones de factores productivos con la utilidad de todos los infinitos tipos de bienes producibles.
La TSV asume que todas las mercancías son irreproducibles
Esto no es así. Es una crítica sin demasiado recorrido. Precisamente, la teoría subjetiva del valor trata de explicar qué mercancías son en cada momento las más valiosas con respecto a la cantidad disponible (obras de arte) y con respecto a los usos alternativos que tienen los factores productivos necesarias para incrementar su cantidad (coste de oportunidad). Aquellas mercancías cuya utilidad marginal sea más valiosa en relación con el coste de oportunidad (las utilidades marginales de producir otros bienes distintos de ése) serán fabricadas. Y al incrementar su oferta, dos efectos tendrán lugar: uno, la utilidad marginal de ese bien se reducirá (por la ley de la utilidad marginal decreciente); dos, el coste de oportunidad de ese bien se incrementará (pues se reduce relativamente la producción de mercancías alternativas, lo que significa que, por la ley de la utilidad marginal decreciente, a menor número, mayor valor).
La teoría subjetiva del valor descansa sobre un razonamiento circular
¿Qué razonamiento circular? Los consumidores eligen en función de los precios de los productos, pero se supone que los precios de los productos representan su utilidad marginal.
La verdad es que este razonamiento no tiene mucho sentido una vez se conoce como se determinan los precios en un régimen de competencia bilateral. Pero vamos, ni siquiera necesitamos entender esto para comprender por qué se trata de una objeción sin fundamento.
Es verdad que, en la inmensa mayoría de productos (aunque no en todos: por ejemplo, Cristiano Ronaldo negoció su salario, no le vino “dado” como un precio externo), los consumidores eligen a partir de los precios que establecen los empresarios. Pero los empresarios son conscientes de que sólo podrán vender sus mercancías siempre y cuando su precio (el coste de oportunidad para el consumidor) no supere la utilidad marginal que ese producto tiene para el consumidor. No estoy diciendo, claro, que todo empresario tenga este modelo económico en la cabeza, pero el razonamiento es simple: “si la mercancía es muy cara, al comprador no le saldrá ‘a cuenta’ y no la adquirirá”.
Dicho de otro modo, los precios pedidos por los vendedores son propuestas (ofertas) que se lanzan a los consumidores esperando que sean inferiores a su utilidad marginal y que, en consecuencia, estos acepten comprar. Si los empresarios aciertan, venderán su mercancía de manera continua. Si los empresarios se equivocan, sólo podrán vender su mercancía bajando precios (ajustándola, vía prueba y error, a la utilidad marginal del consumidor)… pero si el empresario baja los precios tanto como para no cubrir sus costes de producción (el coste de oportunidad de que esos factores estén fabricando otros bienes más valiosos en otras partes de la economía), deberá abandonar ese ruinoso modelo de negocio.
Por consiguiente, para que los precios sean determinados por la utilidad marginal no es necesario que haya un proceso de negociación cara a cara entre dos partes: basta con que una de ellas sepa que no le queda otro remedio que anticipar y ajustarse a las preferencias de la otra.

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