La privatización de empresas públicas es la forma contemporánea de las desamortizaciones de los siglos XVIII y XIX. Se trata en ambos casos de fenómenos mistificados. Así, los procesos desamortizadores son saludados como hitos de la modernización, de creación de una burguesía o una clase media de propietarios agrícolas medianos o pequeños, cuando en realidad fueron una pura maniobra de las autoridades, fundada en la violación de la propiedad, con el propósito de consolidar el poder político, legitimar su coacción y obtener mayores ingresos, para amortizar la deuda pública o hacer frente a otros gastos, mediante usurpaciones no demasiado evidentes para el gran público o incluso aplaudidas por él.
Con las privatizaciones pasa lo mismo. Si en los años 1980 muchos gobiernos privatizaron empresas públicas de electricidad, telefonía o aeronavegación, por ejemplo, no se debió a un mayor apego a la libertad sino a la necesidad de aumentar los ingresos, además de por la vía tributaria, para a su vez aumentar notablemente el gasto público en el Estado de Bienestar. Esa dinámica se revela insostenible cuando estalla la crisis, y entonces se vuelve a hablar de privatizaciones, como en el caso de Renfe, AENA, o Loterías. La legitimidad de estas operaciones está abierta a cuestionamientos varios, empezando por su mera posibilidad –es difícil privatizar infraestructuras, ferroviarias o de cualquier otro tipo, que jamás serán rentables. Pero en esencia se trata, como siempre, de estratagemas políticas. Eso es lo que explica que se haya dudado a la hora de privatizar la Lotería (en vez de privatizar y liberalizar todo el juego, en lo que reveladoramente nadie piensa), para no obtener un precio jugoso, en cuyo caso los políticos deberán seguir subiendo los impuestos; nos juran que no desean hacerlo, pero no puede ser casual que todos terminen haciéndolo: está claro que ello deriva de que calculan que la reducción del gasto necesaria para enjugar el déficit sin subir los impuestos les representaría un coste político superior al que soportan elevando la presión fiscal. Y es lo que explica que, entre cánticos a la privatización e incluso (pásmese usted) al liberalismo, jamás ningún político de ningún partido haya planteado abiertamente la privatización (o cierre, en su caso) de todos los medios de comunicación públicos.
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