Hace 80 años se libró un apasionante debate intelectual entre dos pesos pesados de la Economía: el austriaco Friedrich Hayek y el inglés John Maynard Keynes. Por resumirlo mucho, el primero sostenía que las crisis económicas eran resultado de las distorsiones financieras y reales ocasionadas por una orgía crediticia previa que tenía su origen en el imprudente y privilegiado comportamiento de la banca; el segundo, que las crisis se desataban porque los inversores entraban en pánico, se deprimían estúpidamente y el gasto agregado de la economía se hundía por debajo del nivel que habría garantizado el pleno empleo de los recursos.
Y, como es obvio, de semejante disparidad de diagnósticos se seguían distintos planes de choque contra la depresión: Hayek defendía la liquidación de las malas inversiones reales y financieras coadyuvada por una liberalización de los mercados que, vía flexibilidad de precios, permitiera recolocar rápidamente los factores productivos, así como un incremento del ahorro público y privado que facilitara la recapitalización de los agentes económicos y la implementación de nuevos planes empresariales; Keynes, por su lado, pensaba que la insuficiencia de gasto era un problema exclusivo de la demanda, lo que le llevaba a justificar la mayor de las rigideces por el lado de la oferta con tal de evitar incertidumbres adicionales entre los agentes, la rebaja a mínimos de los tipos de interés para tratar de estimular una nueva ronda de endeudamiento familiar y empresarial, y un muy notable incremento del gasto público que supliera las restantes deficiencias en el volumen de desembolsos privados.
Hayek ganó el debate de los años 30 en los journals académicos –de hecho, Keynes huyó en desbandada ante la contundencia de los argumentos del austriaco–, pero lo perdió de manera clamorosa en los boletines oficiales de los gobiernos. Simplemente, la lógica del intervencionismo político clamaba por “hacer algo” en unas economías que se estaban descomponiendo en medio de un intervencionismo interno y externo que si bien ya era feroz a principios de los 30, muchos todavía consideraban insuficiente y mojigato. Había que hacer más, mucho más: los Estados debían desplegar políticas proactivas en todos los campos concebibles por muy contradictorias y contraproducentes que éstas fueran. Y así se hizo y así se padeció: la crisis que comenzó en 1929 no empezó a superarse de verdad hasta 1946.
Diríase que algo deberíamos haber aprendido de tan nefasta experiencia. Pero no. La historia, para desgracia nuestra, vuelve a repetirse: los hechos validan las teorías de Hayek pero los políticos, y muchos economistas cortesanos, embisten contra la realidad recitando letanías keynesianas. Y ya que ellos tienen la sartén del poder estatal por el mango, al menos habrá levantar acta de que nosotros tenemos la razón de nuestro lado. Vencerán pero no convencerán, o al menos no a todos. El más elemental análisis de lo acaecido debería probar de manera aplastante que, de nuevo, no fue Keynes sino Hayek quien acertó de pleno.
¿Expansión crediticia insostenible o injustificables bandazos pesimistas?
Si hiciéramos caso a Keynes, la etapa depresiva que comenzó en 2007 para el conjunto de la economía mundial debería ser fruto de una arbitrariedad: los ahorradores, después de años de desatado optimismo, cayeron presa de un inexplicable pesimismo en torno al futuro que los llevó a dejar de invertir, desatando un progresivo hundimiento del gasto en la economía. En cambio, para Hayek, la crisis es la etapa que necesariamente sigue a un auge insostenible previo, edificado sobre la laxitud de un crédito bancario insuficientemente financiado por ahorro real y demasiado por el crédito inflacionista de los bancos centrales: las semillas de depresión se plantaron en las múltiples distorsiones acumuladas durante la etapa expansiva.
Pues bien, ¿cuál de las dos descripciones se ajusta de manera más fidedigna a lo que sucedió? Creo que todos, salvo los más partidarios entusiastas de los festines crediticios, podremos coincidir en que las teorías del austriaco se acercan mucho más a la realidad. No se trata de negar, por supuesto, que, como pensaba Keynes, las crisis no vengan marcadas por un generalizado pesimismo inversor, sino más bien que ese generalizado pesimismo sea la causa última de nuestros problemas.
¿O es que acaso alguien puede defender seriamente que la economía española no acumulaba distorsiones mil cuando iniciaba anualmente la construcción de 800.000 viviendas –más que la suma de las que comenzaban Alemania, Francia e Inglaterra juntas– o cuando al crédito hipotecario y promotor crecía a tasas de más del 15% al año no gracias al mayor ahorro interno o externo, sino a una expansión imprudente de la financiación bancaria? ¿Realmente pensamos que la inversión en todos estos faraónicos, torpes y burbujísticos proyectos –y aquellos otros que vivían de las rentas por éstos generadas– era sostenible, es decir, que en algún momento serían lo suficientemente rentables como para autosufragarse? Yo diría que no: nuestra economía, al igual que la estadounidense, la inglesa, la lusa, la irlandesa y tantas otras en el mundo, tenían que atravesar por un duro y profundo proceso de reestructuración, tanto financiera como real. Las malas inversiones cada vez eran más generalizadas y la enormidad de la deuda con la que eran financiadas resultaba cada vez más impagable.
Qué menos que, al abandonar la borrachera, los inversores se mostraran un tanto más pesimistas como consecuencia del negro panorama que se les abría por delante. Pero nadie yerre: el pesimismo no era una causa sino una consecuencia del inexorable ajuste que debíamos atravesar. Si hubiésemos mantenido a nuestros ahorradores sedados en un nirvana de irracional y suicida optimismo, lo único que habríamos tenido habría sido mucho más ladrillo y endeudamiento hasta un colapso final tremendamente más duro.
¿Austeridad o prodigalidad?
Inmersos en esa etapa de reajuste real y financiero llamada crisis, ¿qué cabe pensar que necesitábamos para acelerar el proceso? ¿Más ahorro público y privado para poder amortizar anticipadamente nuestra deuda, tapar agujeros e implementar nuevos planes de negocio o un incremento del gasto público que sostuviera la demanda artificial de constructores y promotores y que fuera de la mano de sucesivas rebajas de los tipos de interés dirigidas a incentivar que los agentes privados continuaran endeudándose sin fin? ¿Una mayor flexibilidad de los mercados para que los factores productivos pudiesen abandonar con rapidez los sectores hipertrofiados reincorporándose a los nuevos sectores que debían emerger o una mayor rigidez que los apuntalara allí donde ya no eran necesarios? ¿Más Hayek o más Keynes?
Todos coincidiremos en que una crisis de deuda y de malas inversiones generalizadas no puede despacharse con más deuda y más malas inversiones generalizadas. Era menester atravesar una etapa de reajuste para volver a generar riqueza sobre bases sólidas. Pero no, el camino adoptado por nuestros gobernantes ha sido el de frenar tanto como les ha sido posible el proceso de desapalancamiento y reestructuración del sector privado. Se han endeudado y han promovido que nos endeudemos para que la carísima bacanal que se vino abajo en 2008 durara un poquito más. Y en parte lo han conseguido, pero al carísimo precio de la insolvencia nacional: una continua huida hacia adelante que ya se ha topado con el precipicio. Acaso alguno crea que los problemas han comenzado para nuestras economías cuando han implementado políticas de austeridad: mas no se confunda, el Estado español gastará en 2011 un 13% más que en 2007, en pleno pico de la burbuja, y sólo un 3% menos que en 2009, el ejercicio con el mayor presupuesto de nuestra historia.
Ocho décadas después del debate entre Hayek y Keynes la historia lamentablemente se repite: Hayek tiene razón en el diagnóstico y en las recetas, pero la marabunta intervencionista consigue convencernos de lo contrario y arrastrarnos hacia la perdición. Ojalá algún día aprendamos de nuestros errores y dejemos de pensar, como hacía Keynes, que la producción de riqueza consiste en algo tan simplón como gastar compulsivamente en cualesquiera bienes de consumo o de inversión que se nos pongan por delante. No es eso, no es eso.
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