Principios liberales (III) por Carlos Rodríguez Braun

Braun continúa la serie de artículos sobre principios liberales, esta vez escribe sobre derechos y libertad.



Visión personal

Un mundo donde hubiese una permanente presunción en contra de la libertad sería incómodo y costoso. Una forma de aliviar los problemas es establecer unas licencias o “derechos” para una parte de los actos; es el caso de las constituciones y declaraciones de derechos. Dice Anthony de Jasay: “Sería cómico, si no fuera tan triste y deprimente, que las Declaraciones de Derechos, un subproducto lógico de una presunción subyacente en contra de la libertad, son sistemáticamente confundidas por baluartes de la libertad” (“Inspecting the foundations of liberalism”, Economic Affairs, marzo 2010).

En cambio las constituciones, y esto es clamoroso en la nuestra de 1978 (por no hablar del Estatuto de Cataluña), no protegen lo más importante: la propiedad y los contratos. La legitimidad de la propiedad es como un edificio de convenciones espontáneas, que en la base se justifica por ideas como first come, first served o finders are keepers, y las tres convenciones de David Hume que garantizan la convivencia en una sociedad que respeta la propiedad: estabilidad en la posesión, transmisión por consenso, y cumplimiento de los contratos.

Pero según De Jasay el esquema habitual de los derechos de propiedad es el contrario, porque en el mundo liberal la propiedad no deriva ni es estipulada por ninguna autoridad, sino que depende de un conjunto de libertades que los propietarios pueden utilizar. En cambio los derechos de propiedad habituales deben ser conferidos por una autoridad, a saber, el Estado, “que normalmente también asume la responsabilidad de proteger la propiedad frente a todos, menos frente a sí mismo”.

Vivimos en sistemas políticos que solemos denominar capitalistas, y cuyo nexo con el liberalismo parece claro. Sin embargo, lo cierto es que llamamos capitalismo a un sistema repleto de regulaciones e intervenciones. No debería asombrarnos que los principios liberales hayan sido tan corrompidos que al final se llama liberalismo a la violación de la libertad.

Decimos que nuestro sistema político es una democracia liberal, pero los principios liberales invitan a una especie de anarquía ordenada, “un marco de reglas convencionales surgidas espontáneamente”. Cualquier orden liberal digno de ese nombre tiene un sesgo contrario a la expansión del Estado, mientras que la democracia mal llamada liberal lo tiene en sentido contrario.

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