Entre las ruinas del Partido Socialista de Cataluña todavía hay un hombre. Ángel Ros, el alcalde de Lérida. El alcalde lleva una lucha ejemplar y pionera contra el burka, al que quisiera erradicar de la ciudad. Su actitud contrasta vivamente con los apaciguadores socialdemócratas. Sea la alcaldesa de Cunit, que protegió a un imán acusado de agredir a una mujer. Sea la ministra Aído, que recita sobre el burka lo que aprendió de sus abuelitos: prohibido prohibir. O sea, ayer mismo, el ministro Chaves, que trata al presidente de la comunidad de Melilla como si el presidente Imbroda fuera el extranjero moral. ¡Que lo es, claro, dada su militancia! El alcalde de Lérida es uno de los escasos ejemplos de convicciones y nobleza que ha dado en los últimos tiempos la vida política española, y mi único temor es que su partido pretenda aprovecharlo. (Bueno: en realidad no es mi único temor. A diferencia de otras retóricas, el enfrentamiento abierto con los islamistas tiene riesgos precisos). No le falta razón a Mourad El Boudouhi, el jefe islamista de Lérida que acaba de presentar unas alegaciones contra la decisión de prohibir el burka en las dependencias municipales, cuando dice que «Lérida parece una propiedad privada, fuera de este país.» En efecto: hay algo de ajenidad en la actitud del alcalde respecto a lo que es habitual en los socialdemócratas. Las alegaciones de Boroudi, sin embargo, son también interesantes por otros motivos. Ha dicho, por ejemplo: «Nadie tiene derecho a hablar y decidir por esas mujeres.» Hay que obviar la galería de sarcasmos que provocan estas palabras en boca de un islamista. Lo interesante es que Boroudi utiliza un argumento de raíz liberal del que se apropia, sin problemas, la flexible socialdemocracia. Un argumento que, en el fondo, fiel a su raíz, ignora y desprecia el espacio público, pretendiendo que sus normas comunes pueda fijarlas cada cual. El problema público de las mujeres veladas (como el de los toros embolados) no es que sean humilladas: es que son humillantes.
El cambio a peor del espacio público en cuya creación participó es la peor pesadilla de un ciudadano. Una Melilla marroquí. Una Cataluña catalana. Un Gibraltar español. Cualquiera de estas posibilidades satisfaría a los muertos y a los dioses de cada respectivo. Pero el cambio sería desmoralizador para los vivos. Una característica indiscutible de nuestra vida ha sido la constante mejora de las condiciones físicas y morales del espacio público. Igualdad y luz, ésta es la Ciudad. Resulta alentador que un alcalde se resista a verla convertida en una chabola de sombras.
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