Uno se acuerda de aquellos tiempos -mediados los años 60, nada menos- en que algunos grupos universitarios se enfrentaban en la calle al régimen. Recuerdo cuando acudían clandestinamente a nuestra Facultad madrileña miembros del Sindicato Democrático de Estudiantes de Cataluña, supongo que para 'darnos una teórica'. Eran los más radicales contra la dictadura y durante un tiempo les profesé la admiración que merecen los héroes. A muchos nos pasó lo mismo con el nacionalismo vasco de entonces, cuya resistencia venía aureolada además por el prestigio de que ETA gozaba. Aún tardamos en comprender que ser antifranquista no era sinónimo de ser demócrata, y que muchos de ellos luchaban no tanto por las libertades de los españoles como por la libertad (?) de sus pueblos respectivos.
Desde entonces han pasado muchas cosas, algunas de las cuales desembocan por fin en la sentencia sobre el Estatut de Cataluña. Nadie que durante estos años haya prestado atención a la cosa pública debería extrañarse ni de los términos de esa sentencia ni de la airada (¿o, mejor, arrogante?) reacción que ha suscitado entre bastantes de sus hombres públicos. ¿O alguien ignoraba que los socialistas catalanes con frecuencia han mostrado un rostro más nacionalista que los mismos nacionalistas? ¿O es que cabía desconocer que en asuntos de autogobierno la catalana ha sido en los años recientes una política de hechos consumados y que, si se les daba una taza, se tomaban taza y media? No, nada de eso, pero en general se callaba por temor a ser tachados de nacionalismo español y, cuando se denunciaba, la Generalitat hacía oídos sordos.
Tomaré como ejemplo la política lingüística. Pretender ahora que el catalán sea la llamada lengua oficial preferente encubre el hecho escandaloso de haber sido ya por decreto convertida hace más de una década en la lengua exclusiva y excluyente. Habría que contar cuántas sentencias del Tribunal Superior de Cataluña derogatorias de una u otra medida gubernamental en esta materia han sido incumplidas por aquel Gobierno. Cada cual podría aquí relatar su propia historia. Han pasado pocos años desde que formé parte de un tribunal de tesis doctoral en la Universidad de Barcelona. A la hora de cumplir ciertos trámites administrativos, me vi en el compromiso de descararme ante los colegas y solicitar un impreso bilingüe catalán-español. Como el centro me ratificó que sólo lo había en catalán, allí mismo redacté un escrito al decano de esa Facultad en protesta de que en una comunidad con dos lenguas oficiales me hubieran privado del derecho constitucional a una de ellas, que es la mía y la común de todos. Ese mismo decano, que con harta arrogancia negó en su respuesta haberme privado de ese derecho, resultó ser ¡catedrático de Derecho Constitucional!... Esto ha sido la regla, no la excepción.
A quienes llevamos varios lustros pidiendo y dando razones frente al reaccionario nacionalismo vasco nos deja pasmados que el nacionalismo catalán pueda pasar por progresista. Hasta los magistrados del Tribunal Constitucional eran machaconamente calificados así por avalar el Estatuto y de conservadores en caso de que lo reprobaran poco o mucho. ¿Progresistas unas aspiraciones que se amparan en los derechos históricos, es decir, en los privilegios del antiguo régimen? ¿Progresistas unas demandas que rompen el Estado al quebrantar la igualdad política básica de sus ciudadanos? ¿Progresista una política lingüística que veta el acceso a los empleos públicos en Cataluña de más de la mitad de los catalanes y de los demás españoles?
Ya en el umbral de la jubilación, el abajo firmante se ha pasado buena parte de su vida académica tratando de enseñar qué es democracia. Unos cursos resultan más duros que otros. Porque en esta asignatura no se trata sólo de forjar conceptos frente a los prejuicios que suelen almacenar los alumnos, sino de preservarles contra los dislates que muchos de nuestros políticos destilan a diario. Abochornan las declaraciones de máximos jerarcas políticos y prestigiosos académicos contra el cometido del Tribunal Constitucional. El control que establecen todas las democracias para asegurarse de que una ley particular se ajusta a la ley última y general... debería pasarse por alto ante una ley catalana. Por encima de las decisiones de los Parlamentos de Cataluña y España, más allá de la voluntad de los catalanes (y sea cual fuere el alcance de su participación), no hay ni debe haber nada. Y en la mayor de las procacidades pronunciadas, el presidente español promete al catalán devolver por el patio trasero lo que la sentencia judicial se ha llevado por la puerta principal.
De suerte que en todo esto laten al menos dos supuestos principales. El primero, que la Constitución no rige para Cataluña. El segundo, que el carácter democrático de una norma (pongamos, un Estatut) lo marca simplemente su respaldo mayoritario. En cuanto venga avalada por una mayoría, no hay más que hablar; inquirir si tal norma se arroga derechos que no le competen o pisotea derechos consagrados sería fruto de una perversa voluntad. La democracia no es sustancia moral, sino mero procedimiento; un ejercicio consistente en expresar sentimientos y sumar propósitos, no en debatir argumentos. En definitiva, pura técnica de toma de decisiones.
Soy de los que piensan que la traída y llevada educación para la ciudadanía es quehacer tanto de chicos como de mayores, aun antes de éstos que de aquéllos. En el asunto que nos ocupa esa educación requiere un cambio de adjetivos. Nos demanda abandonar la 'Formación del espíritu nacional', que así se llamaba esa asignatura en nuestros años mozos, para adquirir una 'Formación del espíritu democrático'. Sólo eso.
AURELIO ARTETA. CATEDRÁTICO DE FILOSOFÍA MORAL Y POLÍTICA DE LA UPV-EHU.
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