Desde Kabul con horror por Alfonso Rojo‏


Esta vez es la viuda y encoge el alma que estuviera embarazada y la ejecutaran de un tiro, después de tenerla tres días encerrada y azotarla en público hasta que perdió la consciencia, pero unos pocos días antes fueron los médicos.

Volvían a casa después de haber caminado durante tres semanas por las montañas curando enfermos. Acababan de comer cuando aparecieron los barburdos. Se los llevaron a un bosque, los pusieron en fila y los ejecutaron uno a uno, a quemarropa, disparándoles al corazón. A los 13. Primero a los hombres y después a las mujeres. Que los asesinados fueran occidentales, miembros de una ONG cristiana dedicada a ayudar al menesteroso, contribuye a acrecentar el espanto. Pero solo aquí. Cuando los talibanes conquistaron Kabul, en 1996, dejaron pasar desde el vecino Pakistán a un puñado de periodistas que llevábamos meses aguardando en Peshawar. Lo primero que vimos al llegar fueron los cadáveres del ex presidente Najibullah y de su hermano colgando de un poste de tráfico en la Plaza Ariana. Se cimbreaban al aire y de los pies chorreaban goterones de sangre coagulada. Los habían castrado antes de matarlos. Me extrañó que nadie se preocupara de bajarlos. La misma indiferencia que percibía después entre la multitud, cada tarde de viernes, cuando acudíamos al estadio de fútbol a ver cómo cortaban manos y pies a los ladrones o ametrallaban a los condenados.

Cuando asesinaron a sangre fría a Julio Fuentes, en 2001, tras emboscar el coche en que el reportero español viajaba con la italiana Mara Grazia Cutuli y dos colegas, los que me llevaron al lugar del crimen ni manifestaban disgusto. Aquello es así y ellos son así y lo serán durante mucho tiempo. Tenerlo claro es esencial para que la misión militar tenga éxito. Olvídense de democratizar e incluso de civilizar.

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