La semana pasada me invitaron a un programa de televisión para conversar acerca de los diamantes de sangre. Una conocida modelo había testificado aquel día en la Haya frente al Tribunal Especial de Sierra Leona en el juicio que se sigue contra Charles Taylor, antiguo presidente de Liberia. Se suponía que la fama de la modelo iba a servir para volver a poner de actualidad el escándalo del comercio ilegal de diamantes provenientes de zonas en conflicto. Los diamantes de sangre gozan de una enorme popularidad desde que otra estrella de Hollywood protagonizara una película con ese título. A menudo los famosos se embarcan en campañas que denuncian problemas sociales: suelen hacerlo con buena voluntad. Trabajando en campos de refugiados en África he visto desfilar a actores, deportistas, políticos y celebridades de ocupación difusa, todos ellos escoltados por un séquito de fotógrafos y periodistas. Muchos son agradables y se conduelen de lo que ven aunque apenas entienden nada. Otros son unos cretinos interesados tan solo en su imagen, como el intelectual francés Bernard-Henri Lévy que se paseaba con su camisa abierta por el este del Chad visiblemente asqueado de tener que perder unos días entre tanta pobreza, o el político italiano Pier Ferdinando Casini que tras fotografiarse, pulcro y sonriente, con los niños en los misérrimos campos de desplazados se encendió un puro y empezó a contar anécdotas de su luna de miel en el Caribe.
Necesitar a un famoso para arrojar luz sobre el drama de cientos de miles de personas no prueba la sensibilidad del famoso sino la anestesia moral de nuestras sociedades. Que una actriz sea el vehículo para concienciar al mundo sobre los refugiados de guerra conlleva dos impuestos: el primero es que en el fondo las miradas se centran en la actriz, no en el refugiado; el segundo es que renuncias de entrada a cualquier hondura o matiz a la hora de explicar la situación. Los especialistas en comunicación nos repiten a las organizaciones humanitarias lo que los medios buscan: una cara conocida y un mensaje sencillo. Sin embargo la verdad está construida por rostros anónimos y realidades complejas. Para hablarnos de la economía española no queremos la cara de una famosa actriz nacional resumiendo en tres frases el problema: exigimos que un experto nos lo explique con el mayor detalle posible y que los políticos lo debatan en profundidad. Para hablarnos de África nos vale Angelina Jolie.
En la última semana Naomi Campbell ha aparecido, circunspecta y boba, en todas partes. La noticia se completaba con un comentario sobre los diamantes de sangre y los muertos en la guerra civil de Sierra Leona, y con imágenes de niños soldados y familias huyendo. En el programa de televisión en el que participé y en otros que he visto se ofrecían cifras de víctimas erróneas y las imágenes no eran de Sierra Leona sino de Liberia. Pero lo más confuso tenía que ver con los tiempos verbales: no quedaba claro si las guerras continuaban, si los diamantes seguían financiándolas, si el África del reportaje era el África de hoy. En ningún sitio se denunciaban las causas de aquellas guerras y, lo que es más grave, en ningún medio se contaba la realidad actual de Sierra Leona y Liberia, con sus impresionantes logros y sus innumerables desafíos. Del episodio veraniego de la modelo y su impacto mediático emergemos sabiendo menos de África, no más: consolidada la horripilante postal de violencia sin sentido, infernales dictadores y diamantes ensangrentados. Perpetuando los estereotipos dimitimos de nuestro cerebro y apuntalamos lo que los creó. El amor es un barrio de la inteligencia: preocuparse por África es entender lo que sucede en África.
Los diamantes de sangre aún financian autocracias y enfrentamientos pero cada vez en menor medida gracias a la labor de muchos activistas por los derechos humanos en el Sur y en Occidente. El petróleo, infinitamente más que los diamantes, es responsable de alimentar a gobiernos criminales y corruptos: Chad, Angola, Nigeria, Guinea Ecuatorial, Congo Brazzaville, Sudán. No obstante todavía ninguna estrella estadounidense ha hecho una película llamada, Petróleo de sangre. Preguntarnos por el origen de ese petróleo es mucho más complicado que hacerlo por el origen de los diamantes: podemos vivir sin diamantes, casi todos lo hacemos, sin petróleo no. En los últimos años Costa de Marfil ha sido denunciada porque uno de los bandos en el conflicto podría estar lucrándose mediante la producción de diamantes; a nadie se le ocurriría denunciar su producción de crudo.
La guerra de Sierra Leona acabó en 2002 y la de Liberia en 2003. Ambos países han vivido traumáticas y razonablemente exitosas transiciones hacia la democracia. En 2007 el candidato de la oposición, Ernest Bai Koroma, ganó las elecciones presidenciales sierraleonesas. En 2005 Ellen Johnson Sirleaf ganó las elecciones en Liberia y se convirtió en la primera mujer Jefe de Estado del continente. Aunque ambos países siguen siendo inmensamente pobres, con tasas de paro y analfabetismo dramáticas, la paz ha ido poco a poco arraigando y son visibles los esquejes de un cierto desarrollo económico.
Mientras África del Oeste actúa como figurante en la comparecencia de una súpermodelo en la Haya, algo capital e invisible ocurre en la región: las principales multinacionales de mineral de hierro y siderurgia, la brasileña Vale, las australianas BHP Billiton y Riotinto, las chinas Chinalco y Shandong Iron and Steel, la franco-hindú ArcelorMittal, y la india Tata Steel están pujando por sus minas de hierro. En el último semestre estas grandes empresas han firmado acuerdos de extracción y comercialización con Liberia, Sierra Leona y Guinea Conakry por valor de 10 millardos de euros, y otros de menor cuantía con Senegal, Malí y Costa de Marfil. La demanda china ha hecho que el precio del mineral de hierro se haya multiplicado por tres en diez años. Con unas reservas estimadas entre los 250 y los 500 millones de toneladas, el hierro puede ser la plataforma que saque a África Occidental de la miseria; o el yunque que la arrastre de nuevo a la violencia.
De los seis países de África Occidental que han firmado acuerdos con multinacionales del hierro en los últimos seis meses sólo Malí tiene una democracia estable: Senegal posee un sistema electoral contaminado por una clase política corrupta, Guinea pena por salir de medio siglo de dictadura, Costa de Marfil no acaba de desasirse de un conflicto podrido, y Sierra Leona y Liberia ensayan democracias bisoñas entre las ruinas de sus guerras. Todas estas naciones son nuestros vecinos del sur: nuestro vecindario. La pregunta que deberíamos estar haciéndonos ahora, que los periodistas de investigación tendrían que perseguir y los medios de comunicación exponer en sus tertulias es si la opulencia mineral de África servirá como tantas otras veces para enriquecer a las empresas extranjeras y reforzar el poder de las elites locales o finalmente será un instrumento de desarrollo que favorezca al pueblo. Está bien que nos acordemos de los diamantes de sangre, pero tendríamos que estar apoyando el extraordinario esfuerzo de las sociedades africanas hacia la paz y la prosperidad y previniendo la existencia del hierro de sangre: en qué condiciones se han firmado esos contratos, cómo se reparten los ingresos, quién se beneficia de ellos.
A este lado del estrecho el estrépito es grande: ladran los mezquinos, mugen los seguidores de enseñas, chilla en las pantallas la estulticia. Odysseas Elytis escribió junto a una ventana frente al mar los titulares que no aparecerán en el diario de mañana: lo doloroso es propiedad del pasado, la oscuridad combatida es material de luz, la luz convoca a la belleza, somos descendientes de la luz y hacia la luz caminamos. Odysseas Elytis describió la historia de Liberia y Sierra Leona, que es la nuestra.
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