Hay una pregunta que con angustia se hacen todos los que han perdido el empleo, los que buscan su primer trabajo y aquellos que, aunque tienen empleo, viven con el temor a perderlo: ¿de qué viviremos ahora que los excesos de la economía del ladrillo, de la obra pública y de otras actividades que solo eran viables cuando el dinero era barato han dejado de tirar del empleo?
Una tentación fácil para las autoridades es seleccionar discrecionalmente nuevos sectores (por ejemplo, las energías renovables), que mediante fuertes ayudas tiren del empleo. Sería un error. No hay que buscar sectores sustitutivos del inmobiliario, hay que fomentar la competitividad de todas las actividades que tienen capacidad para vender bienes y servicios en los mercados globales. De ahí vendrá la demanda de empleo estable que necesitamos.
Pero antes, permítanme una consideración sobre la urgencia de encontrar un atajo para crear empleo. No deberíamos aceptar el desempleo masivo como la "nueva normalidad" que nos ha traído la crisis. Sorprende ver la facilidad con que economistas y políticos aceptan que el desempleo de larga duración es un "rasgo estructural" frente al cual solo cabrían las prejubilaciones y las reformas estructurales. Como las quiebras bancarias, el desempleo masivo tiene naturaleza de "riesgo sistémico": no es solo un drama para el que lo sufre, sino un mal para el sistema económico en su conjunto. Y por tanto, para la cohesión social y el sistema político. De ahí que haya que actuar con la misma rapidez y contundencia que frente a las quiebras financieras. Urgencia que se acentúa cuando vemos que la forma que tienen las empresas de mejorar su productividad en medio de la recesión es despidiendo empleados.
¿De dónde vendrán los impulsos para mantener y crear nuevo empleo? Sometida como está nuestra economía a una necesaria cura de adelgazamiento, no podrá venir del gasto interno. El consumo de las familias se ha recuperado ligeramente, haciendo que la economía salga de la recesión, pero seguirá débil debido a la necesidad de ahorrar para reducir endeudamiento y al miedo frente al futuro. La inversión se mantendrá anémica, tanto porque el consumo es débil como porque las empresas vienen de una fase de elevada inversión, ahora sin utilizar. Y el gasto del sector público estará sometido a cuarentena, para reducir el déficit y la deuda pública.
En estas circunstancias, los impulsos hay que buscarlos principalmente en la demanda externa, es decir, en el aumento de los bienes y servicios producidos para su venta en los mercados globales (incluidas las ventas en el mercado interno que sustituyen importaciones).
¿Podemos? Algunas buenas noticias pueden fortalecer nuestra autoestima y la confianza en nuestras empresas.
Si medimos la competitividad por la capacidad para mantener la cuota de mercado, la española ha sido la economía de la OCDE que desde el año 2000 mejor ha sabido mantener su cuota en los mercados globales, a pesar del euro fuerte y de la competencia asiática. (Con la excepción, eso sí, de Alemania, pero va fuera de concurso). Además, en plena recesión, es la que más ha aumentando su ritmo exportador.
Al señalar esta buena noticia, en ocasiones me he encontrado con la pregunta incrédula: ¿pero, qué exportamos? No solo "aperitivo y postre" (frutos secos, vinos de mesa y naranjas para el postre) y "sol y playa" (turismo), como algunos piensan. Exportamos también productos químicos, automóviles, textiles, calzado, material de oficina e informática, máquinas, herramientas o servicios. Dentro de esta última partida, el cambio ha sido espectacular. En 1990-1995 el turismo significaba el 21,5% de los ingresos por exportaciones, mientras que los servicios no turísticos (servicios a las empresas, ingeniería, etcétera) eran el 11,7%. En 2003-2009, estos últimos ascendían ya al 17,6% mientras que los ingresos por turismo eran el 16,2%. Los servicios empresariales y otros se han convertido en el sector más dinámico.
Esta mayor capacidad y diversidad exportadora es reflejo de la intensa modernización económica y empresarial experimentada desde la recesión de 1992-1994. Gran parte del tejido empresarial, del capital público productivo (las infraestructuras), de los emprendedores y del capital humano de nuestra economía ha cambiado profundamente. Somos exportadores netos de capitales, y las cuentas de muchas grandes empresas se alimentan cada vez más de los ingresos procedentes del exterior.
Pero, la burbuja inmobiliaria ha creado una imagen distorsionada de la economía española, ocultando esa internacionalización y capacidad de competir en los mercados globales. Falta construir una equity story, un relato de esa modernización que fortalezca la autoestima y confianza.
Lo que hay que hacer ahora es fomentar la competitividad de ese tejido de empresas que ya existe, que exporta o tiene potencial exportador, creador de empleo estable y de elevados salarios, no volver a primar artificialmente sectores que crean burbujas de empleo, temporal y de bajos salarios, que al pinchar dejan el reguero de paro que estamos viviendo. Esa es la causa por la que habiendo sido nuestra recesión menor, el paro haya sido muy superior que en otras economías.
¿Cómo impulsar la competitividad? Tenemos tres caminos. El más tradicional es una devaluación de la moneda que haga más baratos nuestros bienes y servicios en los mercados globales. Lo hicimos en 1993, en 1982 y en 1977. Pero ya no es posible. Nos va bien la devaluación del euro, pero tiene efectos limitados, dado que el 70% de nuestras exportaciones van a países del euro que también se ven beneficiados. El segundo camino es apoyar la mejora de la competitividad en ganancias de productividad, mediante las reformas estructurales, la política industrial y la innovación. Es lo que recomiendan todos los economistas. Y tienen razón. Pero el inconveniente es que sus efectos son a medio y largo plazo.
El tercero es posiblemente el único camino eficaz a corto plazo: coordinar una moderación de los salarios en el conjunto de la economía (no solo los funcionarios y pensionistas) con una reducción de precios de los servicios protegidos de la competencia y que entran en la cesta de la compra (comunicaciones, transportes, servicios profesionales, carnet de conducir y muchos otros). Eso permitiría mejorar la competitividad de los bienes y servicios que vendemos en los mercados globales al reducir sus costes y, a la vez, mantener la capacidad de compra de salarios y pensiones. Parece magia, pero funcionó en 1977 (pactos de la Moncloa) y en 1983 (medidas de Miguel Boyer). Eso sí, requiere liderazgo y capacidad política.
Una política de este tipo, si viene acompañada de una mejora de los flujos de capital y crédito a las empresas, hasta ahora bloqueados por el retraso en sanear y reestructurar cajas y bancos, daría lugar a un shock de competitividad que permitiría aumentar las exportaciones, generar empleo, reducir el desequilibrio comercial y disminuir la necesidad de financiación exterior.
Déjenme, para concluir, hacer una consideración política. Como he dicho, a largo plazo la competitividad ha de basarse en mejoras de productividad. Eso requiere reformas estructurales. A corto plazo, sin embargo, la competitividad ha de apoyarse en moderación de salarios y disminución de precios (mediante la aplicación efectiva de la Directiva europea de liberalización de servicios). Esto requiere políticas. Una buena estrategia de competitividad ha de combinar sabiamente el corto y el largo plazo, políticas y reformas.
Muchos analistas y el propio Gobierno están priorizando las reformas y relegando las políticas. En particular, la reforma del mercado de trabajo, de la que se esperan efectos demiúrgicos. El riesgo es quemar el ya escaso capital político del Gobierno en batallas cuyos efectos son, en el mejor de los casos, a largo plazo, impidiendo su uso para lograr los acuerdos sobre salarios y precios que necesita la economía española para provocar un shock de competitividad que tire del empleo. Pienso que es algo que debería ser tenido en cuenta.
Antón Costas Comesaña es catedrático de Política Económica en la Universidad de Barcelona.
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