Hace ahora cuatro años, a raíz de la ejecución, en el Estado de Oklahoma, de una mujer de raza negra llamada Wanda Allen -el método fue la inyección letal-, desde esta misma Tribuna traté de argumentar que matar a un semejante, lo haga quien lo haga, incluido el Estado, era injusto e inhumano. Pido licencia para insistir sobre el asunto, a partir de los datos recientes acerca de la situación de la pena de muerte en el mundo y de la ejecución en los últimos meses de tres penas de muerte, que se sepa. Una, a mediados de junio, en la prisión de Drapeu, en Utah, donde el preso Ronnie Lee Gardner, condenado a muerte por asesinato, fue ejecutado, a petición propia, por un pelotón de fusilamiento. Las otras dos, a finales de julio, llevadas a cabo en la Cámara de la muerte del Centro de Detenidos de Tokio con la presencia, como testigo cualificada, de la ministra de Justicia del Gobierno de Japón, una tal Keiko Chiba.
Según el estudio de la organización Nessuno tocchi Caino -Que nadie toque a Caín-, un colectivo empeñado en dar muerte a la pena capital, el número de ejecuciones en el año 2009 resulta aterrador. El país que se lleva la palma es China, donde cerca de 2.000 personas, según cifras oficiales -las no oficiales hablan de 5.000- fueron ejecutadas el año pasado; entre otros delitos, por corrupción, contrabando, proxenetismo, fraude fiscal o falsificación de moneda. El segundo puesto de la clasificación, a gran distancia, lo ocupa Irán con 402. El tercer lugar es para Irak, con 77 condenas. En el cuarto se sitúa Arabia Saudí, con 69. Y en el quinto, Estados Unidos de Norteamérica, con 52 ejecutados, distribuidos por los 11 estados donde todavía conservan la pena capital y en los que auténticos sacos de carne humana -la lista de espera es de más de 1.200- aguardan vez en las galerías de la muerte para ser llevados al otro mundo, con la única y diminuta esperanza del perdón del gobernador de turno.
Todas estas cifras, escalofriantes por sí mismas, estremecen aún más si se repara en que, a tenor de las encuestas a pie de patíbulo, un elevado porcentaje de la población -en Japón, el 86%- está de acuerdo con que se mate a un delincuente en pago de un grave delito cometido. Tan cierto como que el 65% de los norteamericanos apoya la pena capital y como que el hoy presidente Obama no tuvo reparos a la hora de defenderla durante la campaña electoral. Es evidente que el ser humano se acostumbra a todo, hasta a la insensatez, y que es capaz de encontrar aceptable lo que es monstruoso.
He aquí el debate. Aunque, por fortuna, cada día sean menos, hoy por hoy, todavía hay mucha gente que desde una muy sutil interpretación de la justicia es partidaria del mantenimiento y aplicación de la pena de muerte. La pregunta es si para hacer justicia es necesario ejecutar a una persona. Quizá la respuesta esté en la afirmación de Bernard Shaw de que «los criminales no mueren a manos de la ley, sino a manos de otro hombre».
Es cierto que durante muchos siglos la pena capital, en sus más variadas modalidades, ha sido considerada como el derecho del Estado de castigar a un semejante hasta la eliminación física. En su Ensayo sobre el Gobierno Civil, John Locke, a quien se tiene por el padre del liberalismo moderno, afirma que «los hombres que no se someten a los lazos de la ley ni tienen más regla que el uso de la violencia, merecen ser tratados como animales de presa, como criaturas peligrosas y nocivas». No menos rotundo y terrible es Rousseau al justificar la pena de muerte en que «todo malhechor que ataque el derecho social se convierte por sus malas acciones en rebelde y traidor a la patria (…) siendo preciso que perezca (…)» (Contrato social, II, 5).
Desde mi condición de jurista declaro que no hay razón aceptable para que la pena de muerte exista. Frente al crimen, por grave que pueda ser, eliminar al criminal no es la mejor terapia y se equivocan quienes sostienen que cuando se ejecuta a un criminal, el Estado obra en legítima defensa y avisa a otros potenciales delincuentes. Primero, porque leyes como la del talión hace tiempo que fueron superadas. Segundo, porque está demostrado que la pena de muerte no es ejemplarizante ni rebaja el coeficiente de los delitos para los que se fijó e incluso hay casos en que actúa de estímulo. Y tercero, porque acabar con el delito mediante el mecanismo de matar a los delincuentes implica renunciar al estricto legalismo penal. Como dejó escrito Antonio Beristaín, catedrático de Derecho Penal, fundador y director del Instituto Vasco de Criminología, el lenguaje del Derecho Penal no es el de la irracionalidad, el de la venganza, sino el que pide respeto a la dignidad de toda persona, sin excluir al delincuente. El derecho punitivo no puede ser tan primario, tan fanático hasta el punto de conducirse con obediencia ciega por la ancestral saña punitiva. Eso por no hablar de cuando se mata a alguien y luego resulta que ha existido un error, pues la muerte, por irreversible, no tiene marcha atrás ni admite reparación.
En el Coloquio Internacional sobre la Abolición Universal de la Pena de Muerte, celebrado en diciembre del año 2008, el presidente Rodríguez Zapatero proclamó que la proscripción definitiva de la pena capital en el mundo «va a ser una de nuestras prioridades». Sin embargo, para Amnistía Internacional, desde entonces poco o nada ha cambiado y se sigue matando en nombre del Estado, aunque también señala que en el año pasado y en los primeros seis meses de 2010 se ha registrado un retroceso positivo de la pena de muerte en el mundo.
Siempre fui partidario de que la razón llega a quien la busca y se oculta a quien no la cultiva. Por eso, todos los hombres de buena voluntad, sean de derechas, centristas o de izquierdas, deben hacer acopio de fuerzas de convicción, pues el estremecimiento por la muerte del prójimo sigue presente en algunas partes de este planeta llamado Tierra. No se trata de pedir clemencia a los gobernantes que aún gustan de la sangre derramada en los cadalsos penitenciarios, pues en su torpeza no habrían de prestar oídos; bastaría, si tuvieran conciencia, con que se detuvieran a escucharla entre las descargas de los fusiles, o el olor a pentotal o a carne quemada.
Entre las pancartas que podían leerse a las puertas de la prisión donde Ronnie Lee Gardner fue ejecutado, en las afueras de Salt Lake City, había una en la que podía leerse: «Cuando el Estado fusila, todos apretamos el gatillo». Estoy convencido de que no está muy lejos el día que podamos redactar el siguiente epitafio: «La pena de muerte ha muerto». Yo, si llego a tiempo, gustosamente escribiré ese obituario.
Javier Gómez de Liaño es abogado y magistrado en excedencia.
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