En una película de Clouzot un camionero (Montand) acepta transportar una carga de nitroglicerina: cobra «el salario del miedo». Esa transacción es norma hoy, pero para todos y a la fuerza, porque nos someten con la excusa de superar nuestro miedo, y en tal caso no hay límites a la coacción. El Gobierno puede comprar millones de dosis de vacunas para una gripe inexistente o forzar a masas de ciudadanos a inútiles humillaciones en los aeropuertos, y no cabe objetar porque ¿y si hubiese habido la famosa epidemia?, ¿y si se relajan los controles y un terrorista vuela un avión? Lo más importante es la seguridad, dijo Blanco cuando los gobiernos europeos impidieron a millones de personas tomar un avión durante una semana. Tal el pensamiento único: hay muchas catástrofes, desde el paro hasta las pensiones, desde la obesidad hasta el tabaquismo, desde la crisis hasta el calentamiento global, que sólo pueden resolverse con menos libertad, y para eso está la política. Los riesgos más o menos conocidos que las personas o las empresas podríamos soportar se vuelven responsabilidades sociales que el Estado debe asumir. Es una trampa, dice Anthony de Jasay («Is society a big insurance company?», www.econlib.org), porque los humanos libres nos protegemos, por ejemplo, con seguros, y no tenemos por qué aceptar como obvio el que nos arrebaten la libertad y los bienes a cambio de una seguridad que definen otros y pagamos todos.
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