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Armas de persuasión masiva

Manuel Conthe.



En Retórica y Ritual en la Guerra del Pacífico (2010), la historiadora peruana Carmen McEvoy califica como “armas de persuasión masiva” los encendidos discursos de los clérigos y oradores chilenos durante la “Guerra del Pacífico” (1879-1883).
La guerra se produjo cuando, tras la ocupación por el gobierno boliviano de la Compañía de Salitres de Antofagasta –que exportaba desde ese puerto boliviano el salitre y guano del desierto de Atacama–, Chile respondió con la ocupación naval de la costa boliviana y más tarde, desvelado el Tratado de defensa entre Bolivia y Perú, con la toma de Lima. A pesar del móvil económico de la guerra, los oradores chilenos lograron popularizarla como una “guerra santa” llevada a cabo por un “pueblo elegido por Dios” para civilizar y castigar a “dos repúblicas pecadoras”, e hicieron de la victoria chilena un hito en la formación de la identidad nacional.
Las ficciones en política
Otro ilustre peruano, Mario Vargas Llosa, describió también la influencia de los mitos y ficciones en un episodio político más reciente. En El Pez en el Agua (1993) describe así uno de los motivos de su fracasada campaña en 1990 como candidato a la presidencia de Perú: “Desde muy joven he vivido fascinado con la ficción, porque mi vocación me ha hecho muy sensible a ese fenómeno. Y hace tiempo que he ido advirtiendo cómo el reino de la ficción desborda largamente la literatura, el cine y las artes, géneros en los que se la cree confinada. La ficción aparece por doquier, despunta en la religión y en la ciencia y en las actividades más aparentemente vacunadas contra ella. La política, sobre todo en países donde la ignorancia y las pasiones juegan un papel tan importante como el Perú, es uno de esos campos abonados para que lo ficticio, lo imaginario, echen raíces”. A la malintencionada distorsión por el Gobierno del primer Alan García de sus propuestas sobre racionalización de la Administración peruana y liberalización del mercado de trabajo atribuye, en gran medida, su fracaso en las urnas: “La ficción derrotó a la realidad”.
Como señala el escritor peruano, las imágenes sociales, la retórica y las creencias que arraigan entre los ciudadanos pueden tanto hacer descarrilar propuestas sensatas como dar aliento a reformas profundas.
Hoy, Primero de Mayo, la retórica que impregnará las soflamas de los líderes sindicales y políticos de izquierda se asemejará bastante, como ocurrió el domingo, a las que describe Vargas Llosa en contra de las reformas del mercado de trabajo que propugnó: “Expliqué en visitas a fábricas que una trabajador eficiente es alguien muy valioso como para que las empresas se desprendan de él y que nuestras reformas no afectarían derechos ya adquiridos, sólo a esos millones de peruanos sin empleo a quienes teníamos la obligación de ayudar. Que los trabajadores enajenados por la prédica populista se mostraran hostiles, porque no entendían estas reformas, o porque las entendían y las temían, lo comprendo. Pero que el grueso de los desocupados votaran masivamente contra estos cambios dice mucho sobre el formidable peso muerto de la cultura populista, que lleva a los más discriminados a votar a favor del sistema que los mantiene en esa condición”.
La influencia social y política de los mitos, “historias” o “narrativas” es tal que el reformista prudente debe no sólo impulsar medidas sensatas, sino ser también capaz de explicarlas mediante mensajes sencillos que, sinceros, susciten la adhesión emocional o, al menos, la comprensión de una amplia mayoría de ciudadanos.
A mi juicio, ni el presidente Rajoy ni el PP han encontrado hasta ahora un relato convincente que sirva de contrapunto a la perniciosa marea populista y antiliberal que, tradicional en los sindicatos y en los partidos de izquierdas, viene siendo también alentada por el PSOE en la oposición y por su medio afín, el grupo Prisa. Rajoy estuvo poco acertado el pasado domingo cuando, lejos de adoptar un tono constructivo y paciente, se mostró reacio a reconocer las reformas parciales impulsadas por el Gobierno Zapatero desde que en mayo de 2010 recobró la cordura, e insistió en que “en muchas ocasiones hay que hacer exactamente lo contrario de los que [los socialistas] hicieron”.
La ímproba tarea que tenemos por delante en España es lograr impulsar su crecimiento al tiempo que seguimos ajustando los déficits estructurales gemelos en las cuentas públicas y la balanza de pagos. Esa ‘epopeya’ exigirá un crecimiento sostenido de las exportaciones y una mayor orientación de la demanda interna hacia una producción nacional más competitiva. Por eso, tenemos un legítimo interés en que la Unión Europea en su conjunto, y nuestros grandes países acreedores –como Alemania u Holanda– adopten medidas que, al impulsar su crecimiento y la demanda global, estimulen nuestro potencial de crecimiento.
Carece de sentido, por ejemplo, que Holanda, un país con un enorme superávit de balanza de pagos, adopte medidas adicionales de austeridad. Los que tenemos que seguir ajustando nuestros desequilibrios somos los países deudores, no nuestros acreedores europeos. La futura elevación del IVA y la reducción de las cotizaciones sociales entrañará una “devaluación fiscal” que favorecerá ese proceso.
Los héroes de la gigantesca epopeya que nos aguarda deben ser los empresarios e innovadores que, con tenacidad y la colaboración de sus profesionales y trabajadores, logren aumentar su presencia en mercados extranjeros, mantener la actividad de sus empresas, aumentar el empleo y pagar impuestos. Tenemos ya muchos, pero no son suficientes y apenas son conocidos por la opinión pública.
Debemos encontrar con urgencia un relato socialmente persuasivo que sustituya la retórica populista del “no a los recortes de derechos sociales” y de la “defensa del Estado del Bienestar” por el culto al espíritu de empresa, a la innovación y a la internacionalización. Un registrador de la propiedad da bien el perfil de “político aburrido” que ayer, en el Financial Times, Wolfgang Münchau consideraba ideal para un reformista. Pero precisará del concurso de genuinos emprendedores cuyo ejemplo y retórica persuada a las masas de que la prosperidad de nuestras empresas es el principal camino para superar la crisis.

Renta básica: buen destino, mal camino

Juan Ramón Rallo.



Allá por el año 2006, cuando las arcas públicas todavía rebosaban de ingresos derivados de la burbuja crediticia que experimentaba toda Europa, uno de los debates que más atraía a la izquierda –aquí y en el extranjero– era el de la llamada renta básica o renta vital, a saber, el supuesto derecho que toda persona, por el mero hecho de haber venido a este mundo, tendría a percibir un subsidio.

Hoy, claro está, tal debate ha pasado a mejor vida; más que nada porque, como bien supo comprender Margaret Thatcher, el socialismo necesita que haya riqueza para poder rapiñar, mantenerse y expandirse. Con la despensa no ya vacía sino desfondada, mensajes así podrían resultar atractivo e incluso integrar planes de acción política (v. el programa de gobierno social-comunista en Andalucía), pero no tienen viso alguno de materializarse... al menos en España. En sociedades donde el intervencionismo hipertrofiado todavía no ha arruinado a la ciudadanía, el debate no sólo sigue vivo, sino que, si por dinero fuera, algo así podría llegar a implantarse.


Esta semana pasada, el boletín federal de Suiza publicó una propuesta para establecer un subsidio universal de 2.000 euros, algo que, a juicio de sus promotores, tendría como efecto beneficioso el que, "sin la necesidad de ganar dinero para comer, se daría oportunidad a todo el mundo para dedicarse a lo que quiere".


Muchos liberales se apresuran a rechazar este tipo de propuestas con el incompleto argumento de que todo el mundo dejaría de trabajar, cuando en realidad no hace falta ir tan lejos. De hecho, la idea de que cada vez más personas puedan vivir sin trabajar –o dedicando su tiempo libre a actividades cuyo propósito no sea obtener un ingreso monetario­– no es tan descabellada como podría parecer: simplemente es necesario orientar los incentivos de la manera adecuada. Tal como sucede en ocasiones, la izquierda podría estar señalando un objetivo social deseable (que la educación y la sanidad de calidad se extiendan a todo el mundo, que se perciban unas pensiones lo más altas posible, que el medioambiente no se degrade extraordinariamente, que podamos prosperar sin trabajar) y apostar por los medios inadecuados (la coacción estatal). Procedamos, pues, a clarificar el asunto.


Los problemas de la renta básica estatal


El problema de la renta básica estatal es que consiste en una mera redistribución de la riqueza. Sus perceptores no se sienten necesariamente empujados a producir los bienes y servicios más valorados por el resto de las personas, aunque sí desean consumirlos. Como es obvio, sólo puede consumirse aquello que previamente ha sido producido, de modo que si cada uno de los productores se dedicara a fabricar lo que a él individualmente le apetece en lugar de lo que los demás individuos demandan, la calidad de los bienes por redistribuir se iría deteriorando y el sistema colapsaría, en medio de una pauperización generalizada.


Supongamos que, gracias a la renta básica estatal, todos los agricultores, escasamente realizados por la dura actividad que supone labrar el campo, deciden dedicarse a actividades más recreativas y satisfactorias como, verbigracia, prestar servicios sociales a la comunidad. ¿Cuál sería la consecuencia? Pues que la sociedad tendría una absoluta carestía de alimentos, al tiempo que registraría un excedente en la oferta de servicios sociales.





Sí, todos los ciudadanos percibirían una renta, pero no podrían comprar aquello que desearan. La renta básica pública se basa simple y llanamente en que el Estado arrebata parte de su riqueza a quienes la generan para entregársela a quienes dejan de generarla. Claramente se trata de una carrera hacia la miseria (en especial, si el importe de la renta básica es muy alto, como en principio desearían sus impulsores). Imagínese en una isla desierta, tratando de alcanzar un coco y, derrengando, deja de trepar a la palmera y se dice: "Voy a suponer que ya dispongo del coco, para que no me vea compelido a tomarlo". Evidentemente, puede engañarse pensando que ya tiene el coco, pero el caso es que no lo tiene.


La alternativa: una renta de propietarios


¿Significa todo esto que el ser humano está condenado a ganarse el pan con el sudor de su frente? No necesariamente. Existe una alternativa que, lejos de destruir la división del trabajo, permite potenciarla: convertirse en rentista.


El rentista es una persona que ha acumulado suficientes activos como para vivir de las rentas que éstos generan. Su situación es bastante parecida a la que desean para todo el mundo los partidarios de la renta básica estatal; pero hay una sustancial diferencia: los ingresos del rentista proceden de la producción y venta de bienes y servicios demandados por los consumidores.


El rentista, pues, no se sale de la división coordinada del trabajo, sino que se inserta en ella. Mientras unas rentas básicas estatales muy altas abocan la sociedad al empobrecimiento generalizado, las que disfruta el rentista son la consecuencia del enriquecimiento de la sociedad.


El rentista puede vivir sin trabajar o dedicando su tiempo a actividades no remuneradas, sí, pero puede hacerlo porque sustituye su oferta de mano de obra por una mayor oferta de bienes de capital. Si la renta básica estatal desvincula el consumo de la producción (uno tiene derecho a gastar aunque no haya aportado nada), la renta privada sólo desvincula el consumo del trabajo (pero sigue ligando el consumo con la producción derivada de bienes de capital). El rentista no rapiña la riqueza que generan otros, sino que consume la que él mismo genera para el mercado: no participa en un juego de suma cero, sino en uno de suma positiva.


En definitiva, el camino hacia la prosperidad de la comunidad no pasa por instaurar sistemas estatales de redistribución de la renta, sino por promover la transición a la sociedad de propietarios. Es decir, antes de crear pasivos universales para una sociedad es imprescindible crear activos suficientes con que pagarlos: en caso contrario, como sabe cualquier contable, lo que se produce es una descapitalización masiva.
Por tanto, sí, avancemos hacia la sociedad de propietarios, para que la gente pueda percibir rentas periódicas desvinculadas de su trabajo. Mas para ello no necesitamos más Estado, sino menos; en concreto, necesitamos una tributación mucho menos confiscatoria, que permita la acumulación privada de capital.

juanramonrallo.com

El mito sueco

Por Carlos Rodríguez Braun.

Suecia ha sido el paradigma socialdemócrata. Tras la crisis de los noventa, su crecimiento actual y la catástrofe de parte del mundo desarrollado han hecho renacer el modelo sueco como la demostración palpable de que, efectivamente, otro mundo es posible, a saber, el nirvana progresista donde suben los impuestos pero el crecimiento es sostenido. Los socialistas, así, no matan la gallina de los huevos de oro, sino que la alimentan.
Un historiador económico de la Universidad de Umea, Olle Krantz, aporta datos que cuestionan esta versión: “Economic growth and economic policy inSweden in the 20th century: a comparative perspective”).

A finales del siglo XIX, Suecia empieza a aparecer en el horizonte económico con fuerza: se realizan grandes inversiones en infraestructuras, en el sector siderúrgico y en la silvicultura, y al tiempo nacen y se desarrollan los gigantes de la industria sueca: Ericsson, Asea Brown Boveri y SKP. Señala Olle Krantz factores cruciales en lo económico y lo político. Por un lado, Suecia es un país pequeño, y esos países tienden a tener economías abiertas y competitivas. Aún con sus elevados impuestos, los cuatro países nórdicos siempre figuran entre los países más globalizados y flexibles; para que nos demos una idea, son más abiertos que Estados Unidos o Alemania. Por otro lado, Suecia no participó en ninguna de las dos Guerras Mundiales.

Es lógico que el ritmo de crecimiento no crezca indefinidamente, ni siquiera que se mantenga. “Pero el asunto –apunta Krantz– es la virulencia de la caída: ¿por qué se produjo el cambio de un crecimiento económico claramente por encima de la media de los países industrializados a uno claramente por debajo de dicha media?”

Lo que empezó a suceder a mediados del siglo XX fue, mire usted por donde, el socialismo. Los políticos empezaron a intervenir en los mercados, sobre todo en el laboral, y a aumentar los impuestos para financiar su criatura por excelencia: el Estado del Bienestar. Se aliaron con los sindicatos y las grandes empresas para cerrar los mercados y fomentar los privilegios de una economía cada vez menos competitiva. El gasto público creció espectacularmente y pasó del 31% en 1960, una cifra comparable a la del resto de Europa, al 60% del PIB en 1980.

En ese proceso de elevación sostenida de los impuestos y de intervencionismo rampante en los mercados, el crecimiento se frena marcadamente en los años 1990 y la renta per cápita de los suecos cae al nivel más bajo de toda la OCDE. No se trata, pues, de un paraíso socialdemócrata, y los socialistas, efectivamente, matan la gallina de los huevos de oro, o al menos la ahogan hasta que los votantes los echan del poder, como hicieron en Suecia, que debió detener y corregir el intervencionismo para volver a crecer.

¿Se han vuelto liberales los suecos? Qué va, ya me gustaría. Padecen impuestos todavía muy elevados y similares dolencias progresistas que revisaremos otro día.

Las lágrimas socialdemócratas de ZP. Carlos Herrera


Alguno de quienes han compartido gestión de la cosa pública no han disimulado en su seguidismo: Bono, siendo ministro de Defensa, asombró a los norteamericanos cuando les aseguró que prefería morir a matar y Alonso, desempeñando también ministerio, aseguró que cuando un niño aprende a decir -paz- brota la semilla del español. Solo comparable a la afirmación de Carme Chacón -también desde Defensa- de que el Ejército español siempre será pacifista, lo cual es un oxímoron inalcanzable para cualquier mortal.

El libro glosa las aportaciones inmarcesibles de diferentes actores de este zapaterato de próxima disolución: por él transitan todos aquellos que han hecho del buenismo y la falsa angelicalidad una forma de vida política. Elena Valenciano y su descubrimiento de la injusticia social de los Reyes Magos es un regalo impagable, pero no lo es menos la confesión del porqué de su nombre de Soraya Rodríguez, mujer que asegura haber sido bautizada así como homenaje de sus padres a la princesa Soraya, en su día repudiada por el sah y, por lo tanto, merecedora de un acto de solidaridad como ese.

No está mal el relato de la entrevista a Bibiana Aído, una de las reinas simbólicas de este tiempo, en el que, una vez enterada de una acción de violencia de género, le espetó al fotógrafo: «Ahora no me pidas que sonría». Se va, pues, el creador de una atmósfera ignoro si sincera, pero a buen seguro fructífera en escenas inolvidables. Cuando pasen los años y nos preguntemos si alguna vez fue verdad aquello a lo que asistimos durante estas dos legislaturas, habremos de acudir a este libro para comprobar que fue cierto, que no ha sido una ensoñación agrandada por el tiempo, ese gran muñidor de leyendas.

ZP marcha a su León de su alma a contemplar las nubes desde una butaca privilegiada: no sabemos si ese silencio obligado le impedirá seguir brindándonos alguna perla cultivada, pero no somos merecedores de la angustia que producirá su ausencia, con lo que habrá que esperar que, de vez en cuando, reaparezca. Un hombre que ha sembrado tanta belleza no merece disolverse en los días callados.


Leer artículo completo en XL Semanal.

Socialismo y aulas. Carlos Rodríguez Braun

En efecto, aunque hayan perdido las últimas elecciones municipales y autonómicas, y puedan perder las próximas generales, alguna vez los socialistas volverán a ganar, y lógicamente intentarán promover su agenda colectivista, en especial en la educación, desacreditando el esfuerzo, el estudio y el aprendizaje, sometiendo al individuo a la superioridad del grupo, y confundiendo “la inocencia con el infantilismo, la libertad con el capricho y la espontaneidad con la desinhibición”.