Allá por el año 2006, cuando las arcas públicas todavía rebosaban de ingresos derivados de la burbuja crediticia que experimentaba toda Europa, uno de los debates que más atraía a la izquierda –aquí y en el extranjero– era el de la llamada renta básica o renta vital, a saber, el supuesto derecho que toda persona, por el mero hecho de haber venido a este mundo, tendría a percibir un subsidio.
|
Hoy, claro está, tal debate ha pasado a mejor vida; más que nada porque, como bien supo comprender Margaret Thatcher, el socialismo necesita que haya riqueza para poder rapiñar, mantenerse y expandirse. Con la despensa no ya vacía sino desfondada, mensajes así podrían resultar atractivo e incluso integrar planes de acción política (v. el programa de gobierno social-comunista en Andalucía), pero no tienen viso alguno de materializarse... al menos en España. En sociedades donde el intervencionismo hipertrofiado todavía no ha arruinado a la ciudadanía, el debate no sólo sigue vivo, sino que, si por dinero fuera, algo así podría llegar a implantarse.
Esta semana pasada, el boletín federal de Suiza publicó una propuesta para establecer un subsidio universal de 2.000 euros, algo que, a juicio de sus promotores, tendría como efecto beneficioso el que, "sin la necesidad de ganar dinero para comer, se daría oportunidad a todo el mundo para dedicarse a lo que quiere".
Muchos liberales se apresuran a rechazar este tipo de propuestas con el incompleto argumento de que todo el mundo dejaría de trabajar, cuando en realidad no hace falta ir tan lejos. De hecho, la idea de que cada vez más personas puedan vivir sin trabajar –o dedicando su tiempo libre a actividades cuyo propósito no sea obtener un ingreso monetario– no es tan descabellada como podría parecer: simplemente es necesario orientar los incentivos de la manera adecuada. Tal como sucede en ocasiones, la izquierda podría estar señalando un objetivo social deseable (que la educación y la sanidad de calidad se extiendan a todo el mundo, que se perciban unas pensiones lo más altas posible, que el medioambiente no se degrade extraordinariamente, que podamos prosperar sin trabajar) y apostar por los medios inadecuados (la coacción estatal). Procedamos, pues, a clarificar el asunto.
Los problemas de la renta básica estatal
El problema de la renta básica estatal es que consiste en una mera redistribución de la riqueza. Sus perceptores no se sienten necesariamente empujados a producir los bienes y servicios más valorados por el resto de las personas, aunque sí desean consumirlos. Como es obvio, sólo puede consumirse aquello que previamente ha sido producido, de modo que si cada uno de los productores se dedicara a fabricar lo que a él individualmente le apetece en lugar de lo que los demás individuos demandan, la calidad de los bienes por redistribuir se iría deteriorando y el sistema colapsaría, en medio de una pauperización generalizada.
Supongamos que, gracias a la renta básica estatal, todos los agricultores, escasamente realizados por la dura actividad que supone labrar el campo, deciden dedicarse a actividades más recreativas y satisfactorias como, verbigracia, prestar servicios sociales a la comunidad. ¿Cuál sería la consecuencia? Pues que la sociedad tendría una absoluta carestía de alimentos, al tiempo que registraría un excedente en la oferta de servicios sociales.
Sí, todos los ciudadanos percibirían una renta, pero no podrían comprar aquello que desearan. La renta básica pública se basa simple y llanamente en que el Estado arrebata parte de su riqueza a quienes la generan para entregársela a quienes dejan de generarla. Claramente se trata de una carrera hacia la miseria (en especial, si el importe de la renta básica es muy alto, como en principio desearían sus impulsores). Imagínese en una isla desierta, tratando de alcanzar un coco y, derrengando, deja de trepar a la palmera y se dice: "Voy a suponer que ya dispongo del coco, para que no me vea compelido a tomarlo". Evidentemente, puede engañarse pensando que ya tiene el coco, pero el caso es que no lo tiene.
La alternativa: una renta de propietarios
¿Significa todo esto que el ser humano está condenado a ganarse el pan con el sudor de su frente? No necesariamente. Existe una alternativa que, lejos de destruir la división del trabajo, permite potenciarla: convertirse en rentista.
El rentista es una persona que ha acumulado suficientes activos como para vivir de las rentas que éstos generan. Su situación es bastante parecida a la que desean para todo el mundo los partidarios de la renta básica estatal; pero hay una sustancial diferencia: los ingresos del rentista proceden de la producción y venta de bienes y servicios demandados por los consumidores.
El rentista, pues, no se sale de la división coordinada del trabajo, sino que se inserta en ella. Mientras unas rentas básicas estatales muy altas abocan la sociedad al empobrecimiento generalizado, las que disfruta el rentista son la consecuencia del enriquecimiento de la sociedad.
El rentista puede vivir sin trabajar o dedicando su tiempo a actividades no remuneradas, sí, pero puede hacerlo porque sustituye su oferta de mano de obra por una mayor oferta de bienes de capital. Si la renta básica estatal desvincula el consumo de la producción (uno tiene derecho a gastar aunque no haya aportado nada), la renta privada sólo desvincula el consumo del trabajo (pero sigue ligando el consumo con la producción derivada de bienes de capital). El rentista no rapiña la riqueza que generan otros, sino que consume la que él mismo genera para el mercado: no participa en un juego de suma cero, sino en uno de suma positiva.
En definitiva, el camino hacia la prosperidad de la comunidad no pasa por instaurar sistemas estatales de redistribución de la renta, sino por promover la transición a la sociedad de propietarios. Es decir, antes de crear pasivos universales para una sociedad es imprescindible crear activos suficientes con que pagarlos: en caso contrario, como sabe cualquier contable, lo que se produce es una descapitalización masiva.
Por tanto, sí, avancemos hacia la sociedad de propietarios, para que la gente pueda percibir rentas periódicas desvinculadas de su trabajo. Mas para ello no necesitamos más Estado, sino menos; en concreto, necesitamos una tributación mucho menos confiscatoria, que permita la acumulación privada de capital.
juanramonrallo.com
Esta semana pasada, el boletín federal de Suiza publicó una propuesta para establecer un subsidio universal de 2.000 euros, algo que, a juicio de sus promotores, tendría como efecto beneficioso el que, "sin la necesidad de ganar dinero para comer, se daría oportunidad a todo el mundo para dedicarse a lo que quiere".
Muchos liberales se apresuran a rechazar este tipo de propuestas con el incompleto argumento de que todo el mundo dejaría de trabajar, cuando en realidad no hace falta ir tan lejos. De hecho, la idea de que cada vez más personas puedan vivir sin trabajar –o dedicando su tiempo libre a actividades cuyo propósito no sea obtener un ingreso monetario– no es tan descabellada como podría parecer: simplemente es necesario orientar los incentivos de la manera adecuada. Tal como sucede en ocasiones, la izquierda podría estar señalando un objetivo social deseable (que la educación y la sanidad de calidad se extiendan a todo el mundo, que se perciban unas pensiones lo más altas posible, que el medioambiente no se degrade extraordinariamente, que podamos prosperar sin trabajar) y apostar por los medios inadecuados (la coacción estatal). Procedamos, pues, a clarificar el asunto.
Los problemas de la renta básica estatal
El problema de la renta básica estatal es que consiste en una mera redistribución de la riqueza. Sus perceptores no se sienten necesariamente empujados a producir los bienes y servicios más valorados por el resto de las personas, aunque sí desean consumirlos. Como es obvio, sólo puede consumirse aquello que previamente ha sido producido, de modo que si cada uno de los productores se dedicara a fabricar lo que a él individualmente le apetece en lugar de lo que los demás individuos demandan, la calidad de los bienes por redistribuir se iría deteriorando y el sistema colapsaría, en medio de una pauperización generalizada.
Supongamos que, gracias a la renta básica estatal, todos los agricultores, escasamente realizados por la dura actividad que supone labrar el campo, deciden dedicarse a actividades más recreativas y satisfactorias como, verbigracia, prestar servicios sociales a la comunidad. ¿Cuál sería la consecuencia? Pues que la sociedad tendría una absoluta carestía de alimentos, al tiempo que registraría un excedente en la oferta de servicios sociales.
Sí, todos los ciudadanos percibirían una renta, pero no podrían comprar aquello que desearan. La renta básica pública se basa simple y llanamente en que el Estado arrebata parte de su riqueza a quienes la generan para entregársela a quienes dejan de generarla. Claramente se trata de una carrera hacia la miseria (en especial, si el importe de la renta básica es muy alto, como en principio desearían sus impulsores). Imagínese en una isla desierta, tratando de alcanzar un coco y, derrengando, deja de trepar a la palmera y se dice: "Voy a suponer que ya dispongo del coco, para que no me vea compelido a tomarlo". Evidentemente, puede engañarse pensando que ya tiene el coco, pero el caso es que no lo tiene.
La alternativa: una renta de propietarios
¿Significa todo esto que el ser humano está condenado a ganarse el pan con el sudor de su frente? No necesariamente. Existe una alternativa que, lejos de destruir la división del trabajo, permite potenciarla: convertirse en rentista.
El rentista es una persona que ha acumulado suficientes activos como para vivir de las rentas que éstos generan. Su situación es bastante parecida a la que desean para todo el mundo los partidarios de la renta básica estatal; pero hay una sustancial diferencia: los ingresos del rentista proceden de la producción y venta de bienes y servicios demandados por los consumidores.
El rentista, pues, no se sale de la división coordinada del trabajo, sino que se inserta en ella. Mientras unas rentas básicas estatales muy altas abocan la sociedad al empobrecimiento generalizado, las que disfruta el rentista son la consecuencia del enriquecimiento de la sociedad.
El rentista puede vivir sin trabajar o dedicando su tiempo a actividades no remuneradas, sí, pero puede hacerlo porque sustituye su oferta de mano de obra por una mayor oferta de bienes de capital. Si la renta básica estatal desvincula el consumo de la producción (uno tiene derecho a gastar aunque no haya aportado nada), la renta privada sólo desvincula el consumo del trabajo (pero sigue ligando el consumo con la producción derivada de bienes de capital). El rentista no rapiña la riqueza que generan otros, sino que consume la que él mismo genera para el mercado: no participa en un juego de suma cero, sino en uno de suma positiva.
En definitiva, el camino hacia la prosperidad de la comunidad no pasa por instaurar sistemas estatales de redistribución de la renta, sino por promover la transición a la sociedad de propietarios. Es decir, antes de crear pasivos universales para una sociedad es imprescindible crear activos suficientes con que pagarlos: en caso contrario, como sabe cualquier contable, lo que se produce es una descapitalización masiva.
Por tanto, sí, avancemos hacia la sociedad de propietarios, para que la gente pueda percibir rentas periódicas desvinculadas de su trabajo. Mas para ello no necesitamos más Estado, sino menos; en concreto, necesitamos una tributación mucho menos confiscatoria, que permita la acumulación privada de capital.
juanramonrallo.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario