En su informado artículo sobre Gay Talese, el director de Orbyt, Juan Carlos Laviana, escribe: «Gay Talese es probablemente el único de los grandes periodistas de la época que siempre se ha resistido a la ficción. Sigue defendiendo la vigencia como reportaje de la novela La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe (…) Y también al Norman Mailer de Los ejércitos de la noche o al propio Truman Capote de A sangre fría (nunca entenderé el odio de nuestro Arcadi Espada por este título)».
Bien está. No tengo más remedio que pasarle un poco de material. ***
"Sentado en el borde de la cama, un pie descalzo y el otro aún con calcetín, Baltasar mira a Yayo. Nota que ella recela". Baltasar es el juez Garzón y Yayo, el nombre íntimo que le da a su mujer. Ella recela de que Felipe González quiera conocer a su marido.
La frase está en El hombre que veía amanecer, la biografía del juez que ha escrito la periodista Pilar Urbano, y evoca una noche, a principios del año 1993. Parece extraño que la autora compartiera la habitación con el matrimonio, pero hay que rendirse ante el órdago de precisión de su escritura: ha sido entre un calcetín y otro cuando Baltasar ha notado el recelo de Yayo.
¿Por qué tanta y tan sudada omnisciencia? La novelización de los hechos empieza en Capote y acaba en este calcetín. A algo tan disparatado como la aplicación de las técnicas de la verosimilitud (novela) a la narración de lo veraz (periodismo) no podía esperarle otro final.
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La mejor lección de A sangre fría es el doble viaje de su autor al mal: al crimen y a la horca: no hay razón de que Dick y Perry mataran ni razón para matarlos: ésa es la desnuda e implacable visión de Capote, tan lejana del relativismo bobo. La incapacidad de tratar con el mal, y con algunos de sus rasgos de carácter, el chantaje, la mentira o la corriente suciedad de la vida se disimula con la habitual frescura deontológica.
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En el momento de su publicación en España (1966), A sangre fría fue recibida como una novela basada en hechos reales. (En América se había publicado por entregas en The New Yorker). Una novela. Con el tiempo y la influencia del nuevo periodismo, su lugar se ha ido desplazando: hoy forma parte, también aquí, del canon periodístico. Más precisamente: se ha convertido en periodismo novelado. La diferencia entre una novela basada en hechos reales y el periodismo novelado está en la presencia confesada de una trama y unos personajes de ficción. Lo mismo sucede entre la novela histórica y la historia novelada: entre Tolstoi y don Manuel Fernández Álvarez, el alegre biógrafo del Renacimiento español. La cuestión clave es que las acciones de un personaje real (Napoleón) no son percibidas automáticamente como veraces tras incorporarse a un territorio de ficción (La Guerra y la Paz): nadie cree que Napoleón hablara exactamente como se lee en los diálogos de Tolstoi.
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Janet Malcom [en El periodista y el asesino] bucea en el análisis de la traición. Su interés prioritario es dilucidar si un periodista puede utilizar la traición para alcanzar la verdad. Reconozco que es un asunto vistoso, pero ahora no logra interesarme. Sí me interesa lo que MacGuinis hizo con MacDonald. Se metió en su piel, como Capote en las de Dick Hickcock y Perry Smith, los asesinos de A sangre fría. Para poder ir allá dentro le aseguró al asesino que tenía una gran opinión de él. No sé lo que le dijo Capote a Dick y Perry: a diferencia de MacDonald, los asesinos de la familia Clutter no pudieron leer el libro que los convertía en protagonistas. Cualquier juicio moral que merezca la actitud de MacGuinis ha de subordinarse a su opción estilística: la única manera de meterse en los fondos de alguien es ganándose su confianza. No sólo pasa con la escritura.
Capote y MacGuinis actuaron con sus protagonistas como cualquier novelista con sus personajes.
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Y son libros muy importantes en la historia del periodismo porque sacan al género del atolladero de la ficción. Me explicaré, aunque no sé si hará falta contigo. El atolladero es donde les metió Capote con su novelita A sangre fría. Capote&friends pretendían que se podía hacer un reportaje con las técnicas de la novela; es decir describir hechos con las técnicas de la ficción. Naturalmente es empresa imposible, porque herramientas como el narrador omnisciente (para señalar la más elemental) sólo pueden dar cuenta de las mentiras. La gran novedad que trajo Kapuscinki al reportaje fue un modo de narrar propio, alejado de la novelización, donde la belleza estilística nunca provocaba incredulidad. (…) Cuando Philip Tompkins dudó de Capote escribió In cold fact, y dejó de hacerlo y todos con él. El parásito, y lo es cualquier biógrafo, puede acabar con su presa; pero es innoble martirizarla.
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… algo así como una novela donde todas las palabras correspondieran a un hecho: es decir el viejo sueño fracasado de Capote & sons, resuelto por fin con éxito: ni un nexo sobrero, ni una dramatización espuria; sólo el tiempo llevando firme el pulso del relato.
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En los años a los que aluden Bricmont y Sokal, el periodismo participó de la ola posmoderna de un modo particularmente famoso con el desarrollo y fama del New Journalism, cuyo primer brote fue la publicación en septiembre de 1965, en el New Yorker, de A sangre fría, la novelita sentimental de Truman Capote. A partir de entonces quedó establecido que el periodismo se ocupaba de lo verosímil, y que, por lo tanto, la ficción entraba a formar parte de su paradigma. Obviamente no se trataba de una novedad estricta. Desde sus orígenes el periodismo jugueteó con la ficción, dado el carácter insoportablemente incompleto de lo real. Pero los pioneros lo llevaban con recogimiento y penitencia; desde Capote empezaron a exhibir su inmoralidad con pedante niebla epistemológica*.
Lo que luego ha venido, y lo que está viniendo, sólo es una ampliación a escala.
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Después de mucho tiempo leo In cold fact, el artículo que Philip K. Tompkins escribió sobre las mentiras de A Sangre fría, y que publicó Esquire en 1966. El título es soberbio (aunque Verónica Puertollano que lo ha traducido en mi blog, tampoco se ha quedado manca: Los hechos a sangre fría) y el texto está escrito con una gran elegancia. Valga este ejemplo, casi doloroso: «Al describir a Perry [uno de los dos asesinos], Capote escribió: “Su propio rostro le fascinaba. Cada ángulo le producía una impresión diferente. Era un rostro cambiante.” Capote se describió a sí mismo en Newsweek: “Si se mirara mi rostro desde ambos lados se vería que son completamente diferentes. Es una especie de rostro cambiante.» Se trata de un texto que llega tarde a mi vida y que me habría procurado felices y descansados atajos. A pesar de su valor indiscutible, y contando con su ironía agazapada, aún es demasiado bondadoso con el autor y su presunto gran arte. Porque lo peor de A Sangre fría no es que Capote inventara la última escena de un libro que garantizaba la veracidad de cada palabra. Es la putrefacta cursilería de quiosco con que está escrita.
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En una entrevista que concedió a The Paris Review (luego recogida en el volumen colectivo El oficio de escritor), Truman Capote incluía a John Hersey en un grupo de escritores sin estilo a los que calificaba de “mecanógrafos sudorosos que llenan libras de papel con mensajes sin forma, sin ojos y sin oídos”. Cuando la entrevista, a principios de los años cincuenta, Capote no había cumplido aún los treinta años y Hersey ya había escrito Hiroshima, un reportaje donde, desde luego, no podían encontrarse frases como “una tarde del pasado mayo, mes en que los campos arden con el fuego verdeoro del trigo a medio crecer” y otras evidencias de estilo similares con las que Capote empastó una década después A sangre fría, emblema canónico de la aplicación de las técnicas de la novela al periodismo. (…)
Aquello, en su modalidad más banal, a lo que el fino estilista no pudo resistirse en la última escena de A sangre fría cuando imaginó (nunca ocurrió en realidad) el encuentro entre el policía Dewey y Susan Kidwell -amiga de Nancy, la niña asesinada- junto a la tumba de los Clutter, mientras sonaban los violines de Mancini, el flou de Hamilton empañaba la escena, y Capote, mirando a Susan, se atrevía a escribir: “Nancy hubiera podido ser una jovencita igual”.
Nada de esa irrisoria impostura emerge de los papeles del mecanógrafo.
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En el periodismo de neones, el new journalism de Capote, Wolfe o de Thompson, la primera persona solía utilizarse para los caprichos y las mentirijillas. En ambos casos la primera persona era una evasión. Otro decorativismo. Por el contrario, nunca entonces, leyendo a Kapuscinski, me asaltó la temible pregunta desactivadora, ¿y esto cómo lo sabe?, de toda narración veraz: en buena parte fue por el uso inteligente y cabal del yo.
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After… le recito este párrafo de David Donby en el New Yorker: “Finally, the filmmakers’ suggestion that Capote never recovered from the death of Perry Smith, or from the success of “In Cold Blood,” strikes me as doubly sentimental. Capote was ultimately done in by alcohol. Yet, however one interprets it, the finale is acrid: the chronicler of death triumphs, and then has nowhere to go but to his own inglorious end.”
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Viendo Capote. De pronto caigo en la gran novedad. Desde luego no fue la imposición de la retórica de la verosimilitud en un modelo veraz; ni el desleímiento de las fronteras… puaf esa mandanga. Fue el espectáculo de un personaje abrumador actuando en un remoto agujero de polvo en medio de nada. Holcomb y los Clutter. Desde luego no fue Capote el primer escritor/personaje moderno. Hemingway lo superaba. Pero éste cazaba leones y guerras civiles. El éxito de Capote estuvo siempre en su comportamiento abusador.
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Ahora que se cumplen veinte años de la muerte de Capote y cuarenta de A Sangre Fría se ven obligados a repetir las habituales sandeces. El maldito. Un hombre terrible. Lo peor de A Sangre Fría no es que Capote escribiera su autobiografía indecente sobre la espalda de uno de los asesinos. O que equiparara moralmente el asesinato de la familia Clutter con la ejecución de los culpables. En absoluto. Para todo eso bastaba con meter a Capote en la cárcel. Y ya lo metió Tompkins escribiendo In Cold Fact (Esquire 1966). Estas palabras de Tompkins: “Capote has, in short, achieved a work of art. He has told exceedingly well a tale of high terror in his own way. But, despite the brilliance of his self-publicizing efforts, he has made both a tactical and a moral error that will hurt him in the short run. By insisting that “every word” of his book is true he has made himself vulnerable to those readers who are prepared to examine seriously such a sweeping claim.” Lo peor está en el texto. Que inventara la escena final del encuentro en el cementerio entre el sargento Dewey y Susan Kidwell… quiá. Peor es que fuera capaz, el terrible Capote, envenenada orquídea, de escribir lo que sigue. Bien es verdad que mejorada la hazaña por la traducción de Rodríguez:
“—Yo me he alegrado también, Sue. ¡Buena suerte! —le gritó mientras ella desaparecía sendero abajo, una graciosa jovencita apurada, con el pelo suelto flotando, brillante.
Nancy hubiera podido ser una jovencita igual.
Se fue hacia los árboles, de vuelta a casa, dejando tras de sí el ancho cielo, el susurro de las voces del viento en el trigo encorvado.”
Así acaba A Sangre Fría. Así la acabó aquél, “alto como una escopeta e igual de ruidoso”. El abyecto. El pelo suelto, flotando, brillante. Aquel vendedor de prosa sunsilk.
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Debe saber el periódico que, armado con mi tompkins, perseguiré a Capote doquiera que vaya
La escribe Eduardo Mendicutti. Y bien, como es norma. A pesar de ello, y dada mi pasión malsana, no puedo ponerme como si oyera llover. Sería desdén. Dice Mendicutti:
«El Nuevo Periodismo utiliza recursos y técnicas de la narración literaria, antes considerados heterodoxos en el tratamiento de la información en cualquiera de sus variantes. Entre esos recursos está la capacidad del periodista para erigirse en personaje de la pieza que escribe, empapándolo todo con su personalidad y el colorido de su prosa. En el Nuevo Periodismo las piezas se estructuran y desarrollan como si fueran relatos, y pueden interesar tanto por lo que cuenta como por quién lo cuenta y cómo lo hace.Las exigencias de precisión y verificación son, sin embargo, las mismas que en el periodismo convencional.»
Ya. Las mismas que en el periodismo convencional. ¡Quién lo diría! Por eso Capote, como son las mismas, se inventó la última escena en el cementerio. Una entre tantas. Por eso la amañó con prosa sunsilk. Y por eso Tompkins
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