Desde hace un tiempo, es frecuente leer en los artículos de prensa o en las tertulias de radio y televisión una frase peligrosamente conminativa: “Que nadie se equivoque”. Tras escribirla o pronunciarla, se formula una opinión, la legítima opinión que se quiere defender.
No sé si se ha fijado, querido lector, en esta nueva moda. Yo he leído y escuchado recientemente esta expresión muchas veces y siempre me ha parecido una muletilla que encerraba un fondo de intolerancia impropio de un debate racional, una falta de argumentos que se quiere suplir descalificando enfáticamente las opiniones contrarias e, incluso, a las personas que las sostienen: al decir “que nadie se equivoque”, este “nadie” va dirigido a las personas no a las ideas. Por tanto, es como decir “cállese usted” si no está de acuerdo conmigo. En el fondo, se está advirtiendo de forma autoritaria, sin necesidad de argumentar ni convencer, que la opinión contraria es equivocada y que la propia es un dogma irrebatible, una verdad tan evidente que no puede ser ni siquiera objeto de discusión.
Introducir una frase de este estilo en un debate es, en cierta manera, intentar darlo por terminado: ya no vale la pena seguir, todo está resuelto. Se da por sentado que aquel que mantenga una opinión contraria a la propia, la que se connota con el estribillo de “que nadie se equivoque”, está irremediablemente equivocado. Mediante tal actitud se olvida algo fundamental en la manera de adquirir conocimientos: equivocarse es una fértil forma de aprender, un proceso necesario para pensar y así llegar a saber. Si no supiéramos que es importante equivocarnos, lo mejor sería permanecer siempre en silencio, callar sería la única posición coherente con la sabiduría.
Pero no es así, callando no se aprende, siempre que se parta de una premisa: el saber nace de la duda y sólo mediante la duda se alcanza la verdad. Esta verdad – quizás con alguna excepción-es siempre temporal, está a la espera de que alguien la refute y, aceptada la refutación, nos permita seguir buscándola, nos permita seguir pensando para alcanzar otra verdad, tan provisional como la anterior, también a la espera de que sea rebatida.
Si nos ponemos algo pedantes, a este proceso para encontrar la verdad le podemos llamar racionalismo, racionalismo crítico, como lo denominaba Karl Popper. No es propiamente un método, sino, simplemente, una actitud: la actitud de aquel que está siempre, permanentemente, dispuesto a aprender precisamente porque no tiene miedo a equivocarse. “Un racionalista – decía Popper-es sencillamente un hombre que concede más valor a aprender que a llevar razón; que está dispuesto a aprender de los otros, no aceptando simplemente la opinión ajena, sino dejando criticar de buen grado sus ideas por otros y criticando gustoso las ideas de los demás”. Y añadía: “Podría expresarse la actitud racionalista de la siguiente manera: quizás yo no tengo razón y tú tienes razón; en todo caso, ambos podemos confiar en ver después de nuestra discusión algo más claro que antes, y de todos modos ambos podemos aprender mutuamente, mientras no olvidemos que no se trata tanto de ver quién tiene razón como de aproximarse a la verdad”.
En un debate, por tanto, no se trata de convencer al otro, o a la audiencia que lo contempla, sino de suscitar dudas para poder llegar así, entre todos, al fondo de las cosas. “El verdadero ilustrado, el verdadero racionalista – dice Popper-nunca quiere convencer. En realidad no pretende convencer ni una sola vez: es siempre consciente de que se puede equivocar (…) Antes bien, quiere provocar desacuerdo y, por encima de todo, crítica razonable y disciplinada. No quiere convencer, sino animar, provocar la formación de opiniones libres”. ¿Por qué el racionalista no quiere convencer? Porque está persuadido de la precariedad de las verdades que defiende. Popper, en efecto, sostiene que el ilustrado, “fuera del ámbito restringido de la lógica y quizás de la matemática, no puede demostrar nada”. “Ciertamente se pueden aducir argumentos y se pueden analizar críticamente estos argumentos. Pero fuera de las partes elementales de la matemática, nuestra argumentación no es nunca irrefutable”.
Hace unos meses, Barack Obama recomendó en un discurso leer distintos periódicos para que así cada uno pudiera formarse una opinión propia debidamente contrastada. Si no recuerdo mal, aconsejó a los habituales de The New York Times que un par de veces a la semana dieran una ojeada a The Wall Street Journal y viceversa. Es una opinión sorprendente en un político, pero está en la línea de lo que hemos expuesto: lo importante no es poseer la verdad, sino adquirir la capacidad de aprender a pensar para acercarnos a ella aun sabiendo que se trata de una verdad probablemente provisional, de la que debemos desconfiar y, por supuesto, estar dispuestos a abandonar si nos convencen los argumentos contrarios.
La expresión “que nadie se equivoque” puede ser una moda pasajera sin más. Pero puede también significar algo más peligroso: que sobre determinadas cuestiones no se puede debatir. En este caso, se estaría impidiendo pensar, es decir, tener ocasión de equivocarse.
FRANCESC DE CARRERAS, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.
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