Ni la tradición, ni la libertad de empresa, ni la protección de una especie, ni el arte y la diversión de los aficionados sirven para justificar una actividad que produce dolor y sufrimiento a un mamífero superior.
En el mundo hay personas que creen que los animales poseen ciertos derechos, o cuanto menos que los seres humanos tenemos ciertas obligaciones para con ellos. Y también hay personas que genuinamente creen que no. No es un drama. También hay quienes creen que Elvis Presley sigue con vida, que el color de la piel debe determinar nuestros derechos o que vivimos entre fantasmas. Hay gente para todo.
Pero no hay razones para todo. Los filósofos morales discrepan profundamente sobre el estatus ético de los animales no humanos, pero muy pocos, por no decir ninguno, sostienen que no tenemos ninguna obligación de respeto mínimo, al menos hacia los grandes mamíferos. También los legisladores en muchísimos países del mundo piensan que la crueldad o el maltrato gratuito hacia los animales no son admisibles, llegando a considerar esos actos como delitos. En Estados Unidos, una ley federal promulgada en 1999 castigaba incluso la creación, venta o posesión con fines comerciales de material gráfico que muestre crueldad animal. Con esa norma se trataba de poner coto a la industria de los llamados crush videos -imágenes que muestran la tortura intencional y sacrificio de animales indefensos (perros, gatos, monos, ratones y hámsters)- con los que, al parecer, algunos individuos obtienen placer sexual.
La discusión se centra, por tanto, en estas otras cuestiones: ¿qué obligaciones concretas tenemos y hacia qué animales? ¿Cómo podemos ponderar dichas obligaciones con otras consideraciones moralmente valiosas, como la alimentación y supervivencia de los propios seres humanos o la investigación médica? ¿Es el ocio o incluso el arte uno de esos bienes que cabe sopesar frente al sufrimiento cierto de un animal no humano, como ocurre en las corridas de toros?
Habida cuenta de la alarmante confusión que ha presidido estos días los debates y comentarios, queremos analizar algunos de los argumentos esgrimidos en defensa de la pervivencia del llamado “espectáculo” de los toros e impedir su prohibición.
Vamos a orillar la cuestión identitaria, que algunos interesadamente han introducido en el debate, o la disputa jurídica sobre la competencia del Parlament para tomar esta decisión, así como la hipocresía o incoherencia moral de quienes defienden la medida adoptada, pero no se oponen con parecidas armas a otras prácticas igualmente crueles. Nos centraremos en estos cinco argumentos: la tradición, la desaparición natural, la preservación de la “especie”, la libertad y el arte.
El argumento de que los toros son una tradición consolidada en España -y en otros países- no tiene mucho vuelo. Que una acción se haya venido produciendo a lo largo del tiempo sencillamente no ofrece ninguna razón moral para seguir realizándola. Segundo, estos días hemos podido escuchar en boca de algunos protaurinos una preferencia por la “desaparición natural” de las corridas antes que por la prohibición impuesta por el poder público. Las corridas ya habían perdido buena parte del favor popular en Cataluña -se dice- así que hubiera sido mejor que se dejaran extinguir por sí solas. Pero este argumento tampoco funciona. Imaginen que lo extendiéramos a otras acciones o actividades prohibidas. Que dijéramos algo así como: “Cada vez son menos los padres que maltratan físicamente a sus hijos menores, así que dejemos que desaparezca esta práctica de manera natural”. O tenemos la obligación de no infligir sufrimiento innecesario a los toros -o a nuestros hijos- o no la tenemos. Esto es lo que debemos discutir. ¿Para qué prohibir algo que ya nadie hace?
Se ha aducido también que, si no fuera por las corridas, desaparecería esta “especie” de toros, y que si las prohibimos, propiciaremos su desaparición. Es el argumento de la preservación, un razonamiento añejo en los pagos de la discusión sobre la consideración moral que merecen los animales no humanos. Al respecto cabe esgrimir, primero, que, desde el punto de vista zoológico, los toros de lidia no constituyen una “especie” independiente. Segundo, si los aficionados son tan profundos defensores de los toros que luchan por su supervivencia, ¿por qué no aúnan esfuerzos colectivos para preservarlos creando refugios naturales en las dehesas sin causarles por ello sufrimiento, como hacemos con los bisontes, por ejemplo? Finalmente, a nosotros nos preocupan prioritariamente -en este y en otros ámbitos de la ética- los intereses y el bienestar de los individuos que sufren el maltrato. Las “especies” -como las lenguas, las naciones o los pueblos- no se ven afectadas por el perjuicio de su inexistencia. Si para preservar una especie debemos torturar a todos sus miembros, tal vez la preservación no sea tan valiosa.
En cuarto lugar, se apela a la libertad: la prohibición supondría un “liberticidio”, han dicho algunos. El poder público no está, ha señalado una representante del PP, para decirnos cómo vestir o qué estilos de vida abrazar. Una segunda expresión de la libertad -la libertad de empresa-, ampararía también que se sigan celebrando corridas. El argumento en cuestión presupone lo que antes hemos negado: que desde el punto de vista moral es irrelevante el sufrimiento o dolor que causemos a los animales no humanos. Si la prohibición es un sacrificio ilegítimo de la libertad de espectadores y empresarios es porque lo que ocurra con el toro en la plaza no cuenta nada. Se ha repetido hasta la saciedad, pero muchos no se han querido enterar, que nuestros ordenamientos jurídicos cuentan con multitud de restricciones a la libertad que nadie considera ofensivas ni liberticidas porque con ellas se protegen bienes igualmente valiosos o importantes, incluso cuando ni siquiera se infligen daños a sujetos con capacidad de sufrir. La protección del patrimonio histórico-artístico, o del medio ambiente, o la disciplina urbanística, son ámbitos plagados de prohibiciones en aras a que todos disfrutemos de paisajes, o ciudades más amables, o de un legado monumental, pictórico, escultórico que estimamos valioso. ¿Alguien se imagina que un grupo de personas, basándose en la libertad de empresa, constituyera una sociedad que organizara espectáculos de tortura pública de delfines, en el que tras causarles diversos daños, dolor y sufrimiento se acabara con su vida con una espada? ¿Justificaría algo la libertad de empresa, o incluso la diversión que pudiera generar esta macabra actividad en cierto público? ¿O es que los toros merecen menos respeto que los delfines? Ni la libertad de empresa, ni el lucro mercantil, ni la diversión de los aficionados, sirven para justificar una actividad que produce dolor y sufrimiento a un mamífero superior.
En último lugar, tal vez buscando ese otro valor que justifique el daño infligido, se esgrime habitualmente el argumento de que los toros son un arte -no los toros en sí mismos, entiéndase, sino las acciones que les provocan sufrimiento y al final la muerte-. Pero este razonamiento es, en el mejor de los casos, incompleto, y en el peor, inconcluyente. Lo que sí nos interesa subrayar es que, de resultas de ese debate, cabe concluir que decir que algo es arte no le confiere ningún estatus o valor especial a la actividad en cuestión. Lo que da valor -estético- a un objeto no es, pues, que dicho objeto sea simplemente catalogado como arte, sino el hecho de que se trate de buen arte o arte valioso. Por lo demás, igual que una tradición no es, por el hecho de serlo, buena o mala moralmente, tampoco lo es el buen arte.
No confundamos, por cierto, el supuesto “arte de los toros”, con el indiscutible “arte acerca de los toros”. Que algunos artistas hayan realizado magníficas obras a cuenta de las corridas, como tantos novelistas las han realizado a cuenta de los asesinatos, no les otorga -ni a las corridas ni al asesinato- ninguna dignidad artística. Los fusilamientos del 3 de mayo no se disculpan por la pintura de Goya. Por seguir con la misma comparación: aunque Thomas de Quincey y algunos de los aficionados a las novelas de misterio tuvieran razón, y el asesinato fuera una de las bellas artes, ello no quiere decir que debamos derogar los artículos 138 a 143 del Código Penal. Y por cierto, un aviso para malpensantes y tramposos: no estamos comparando el asesinato de un ser humano con el sacrificio de un toro; no, no estamos estableciendo una relación de semejanza sino una semejanza de relaciones.
No han faltado en estos días los defensores de la “fiesta nacional” que nos recuerdan que este debate forma parte también de la tradición taurina, como si de un adorno se tratara. Pero no, no se trata de “dar vidilla” -con perdón por el sarcasmo dado el contexto- como si los argumentos, en el fondo, dieran igual. Cuando se discute sobre la conveniencia de una ley que ha de regir la convivencia, los argumentos son lo único que importa.
Pablo de Lora, profesor titular de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid; José Luis Martí, profesor titular de Filosofía del Derecho de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, y Félix Ovejero, profesor titular de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona.
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