Al final todo se reduce a una cuestión de crecimiento. Las dudas sobre la sostenibilidad de la deuda soberana o la solvencia bancaria, que tantos sobresaltos han provocado en la eurozona, se explican ante todo por la situación de marasmo económico.
Ahora que el panorama parecía despejarse, tras la alentadora evolución del PIB alemán, retornan los temores a una inflexión a la baja. Han bastado unos resultados peores de los esperados al otro lado del Atlántico, una ligera revisión de las perspectivas británicas y algunos indicios de enfriamiento en la demanda interior china, para que vuelva a instaurarse un sentimiento de pesimismo en los mercados.
Este escenario de incertidumbre plantea una vez más la cuestión de si no resulta precipitada la retirada de los estímulos emprendida aceleradamente en Europa. A decir verdad, este debate no deja de constituir un mero ejercicio especulativo ante la imposibilidad de mostrar margen alguno de discrepancia respecto de la ortodoxia presupuestaria impuesta con tozuda determinación por Alemania.
Antes de la crisis se pudo pensar que cada país disponía de plena libertad para mantener la política más adaptada a sus necesidades, al financiarse sin dificultad todo desequilibrio público o por cuenta corriente. Ante el severo castigo a que se somete ahora todo atisbo de desviación, la eurozona camina hacia una unificación forzosa en el frente fiscal que se añade a la monetaria.
Este café para todos puede constituir, en circunstancias normales, un eficaz antídoto frente a las tentaciones de incurrir en una excesiva laxitud. Pero al arbitrase desde una convergencia mimética de las políticas nacionales y carecer de un presupuesto europeo con capacidad para asegurar un efecto compensador entre sus socios, se plantea un serio riesgo de asimetría agudizado en momentos de crisis por una espiral de desconfianza hacia los menos aventajados o competitivos.
Su propia instrumentación responde forzosamente a un enfoque de brocha gorda, pues para lograr credibilidad ante los mercados requiere de una eliminación acelerada y convergente de los déficits, hasta alcanzar el equilibrio presupuestario, con independencia de la situación de partida o las dificultades de recorrido de cada socio.
En última instancia esta disciplina reposa en una buena dosis de voluntarismo y en la creencia de que la recuperación vendrá ante todo impulsada por un incremento sustancial, hoy por hoy bastante dudoso, de la demanda externa.
Esta marcha imparable hacia la neutralidad fiscal unida a una política monetaria que antes o después volverá a la ortodoxia, puede conducir a un pronunciado gap de crecimiento que castigue con particular virulencia a los países que no hayan realizado sus deberes. Estos no se limitan a seguir las consignas prusianas de austeridad en el gasto público. Resulta también esencial impulsar, de verdad, la competitividad.
En ausencia de sólidas perspectivas de recuperación que alivien la prima de riesgo, todo proceso de ajuste resultará más doloroso. Bien haríamos aquí en no demorar más las reformas estructurales pendientes para no quedar descolgados en el nuevo escenario de disciplina que se dibuja. Es hora de poner la casa en orden sin fiarlo todo a una hipotética mejora de la coyuntura que nos venga como llovida del cielo.
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