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¿Amaiur sin grupo parlamentario?

Por Francesc de Carreras.

Mal ha empezado la Mesa del  Congreso esta legislatura al resolver que Amaiur, la nueva formación política vasconavarra, no puede obtener grupo parlamentario propio y sus diputados deben integrarse en el grupo mixto. Un observador sin conocimientos jurídicos específicos tal vez se pregunte: ¿cómo puede ser que el PNV con 5 diputados obtenga grupo parlamentario y Amaiur con 7 diputados, y diez mil votos más que el PNV, se quede sin él?

Las leyes pueden producir efectos perversos a menos que los encargados de aplicarlas las interpreten de forma razonable. En este caso, las dudas sobre el significado de las normas que regulan la constitución de grupos parlamentarios han sido aclaradas desde hace tiempo por las autoridades de las cámaras, la doctrina jurídica y el Tribunal Constitucional. La Mesa del Congreso, en cambio, ha efectuado una interpretación distinta y, ami parecer, equivocada. Veamos.

El artículo 23 del reglamento del Congreso permite que puedan constituir grupo parlamentario los diputados de una o varias formaciones políticas que hubieren obtenido un mínimo de cinco escaños “y al menos el 15% de los votos correspondientes a las circunscripciones en que hubieren presentado candidatura”. Amaiur se presentó en las tres provincias vascas y en Navarra. Obtuvo en total 7 diputados con los siguientes porcentajes por circunscripción: 34,8% en Gipuzkoa, 19,21% en Bizkaia, 19,11% en Álava y 14,86% en Navarra. Por tanto, rebasó el número mínimo de diputados y, en conjunto, también el porcentaje mínimo de votos (obtuvo un total del 22%). Pero si lo contamos por circunscripciones, el porcentaje en Navarra no llegó al 15%.

La cuestión que dilucidar es la siguiente: según el precepto reglamentario citado, ¿el porcentaje mínimo del 15% de votos debe computarse en cada circunscripción o en el conjunto de circunscripciones en las que Amaiur se ha presentado? Si aceptamos lo primero, aunque sea por muy poco, en Navarra (14,86%) no se alcanza el 15%. Si aceptamos lo segundo, el límite se rebasa ampliamente, dado que el total obtenido es el 22%.

Temiéndose lo peor, el diputado de Amaiur elegido en Navarra no había tomado posesión de su cargo en el momento de constituir grupo parlamentario. Por tanto, con 6 diputados y un porcentaje más que suficiente en las tres provincias vascas, el grupo parlamentario estaba legalmente asegurado. Pero no hacía falta este truquillo de leguleyo, porque los precedentes de resoluciones de la Mesa en distintas legislaturas (en el 2004 la más reciente y clara), avaladas por el Tribunal Constitucional, respaldaban la interpretación según la cual el porcentaje mínimo era sobre el conjunto de las circunscripciones, no sólo en las que se han presentado sino en las que “han sido elegidos” los diputados que pretenden constituir grupo parlamentario, incluso aunque en alguna de ellas ese mínimo no se alcanzara.

Esta interpretación es más que razonable, ya que la dicción literal del artículo 23.1 del reglamento establece que el mínimo del 15% de los votos se refiere a “las circunscripciones” en que hubieren presentado candidatura (es decir, al conjunto de esas circunscripciones), no “en cada una” de ellas. Como ha señalado agudamente mi colega Agustín Ruiz Robledo, este inciso del artículo citado hay que interpretarlo de acuerdo con el viejo apotegma jurídico según el cual “allí donde no ha distinguido el legislador, no debe distinguir el intérprete”. Y el legislador, como hemos dicho, trata de “circunscripciones”, no de “cada una” de ellas. Además, tratándose de un derecho fundamental le es de aplicación el principio de favor libertatis, que refuerza esta interpretación.

Por último, los precedentes son apabullantes: desde el PNV, cuyo voto en Navarra oscilaba entre el 0,92% y el 2,16% entre 1989 y el 2000, hasta ERC en el 2004, que no alcanzaba el 15% no sólo en las tres provincias valencianas donde se presentaba, sino ni siquiera en la de Barcelona. Y en todos los casos, a ambos partidos la Mesa les concedió grupo parlamentario. El precedente, sin duda, no vincula y la interpretación de una norma puede cambiar, pero entonces hay que argumentar el motivo. Ningún motivo ha suministrado la Mesa, con lo cual, en virtud del derecho a la igualdad de trato (artículos 14 y 23 de la Constitución), la resolución, además de jurídicamente infundada, resulta discriminatoria y sólo cabe esperar que sea corregida por el Tribunal Constitucional en el recurso  de amparo que previsiblemente interpondrá Amaiur.

Porque, además, desde un punto de vista político, saltarse la legalidad es el mejor favor que se le puede hacer a ETA, que, recordemos, todavía no se ha disuelto. Al terrorismo sólo se le combate con los instrumentos del Estado de derecho: leyes, jueces y policía. Cuando no se hizo así, y me refiero a los GAL, se dio aire a ETA durante bastante tiempo. Asimismo, el gran beneficiado por resoluciones como esta es Amaiur, cuyos dirigentes son tan escasamente demócratas que consideran las leyes, a los jueces y a la policía, en definitiva el Estado de derecho, instrumentos de violencia contra el País Vasco. Ahora tendrán motivo para hacerse las víctimas.

Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

¿El Senado es inútil? Sí

Por Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

Anteayer, Quim Monzó nos soltaba esto: “El Senado no sirve más que para ejercer de centro de día de políticos caducados”. Y añadía: “Que ese montaje grotesco denominado Senado se mantenga en esta época de penurias es una indecencia”.

A los escritores les amparan las licencias literarias, que deben leerse de acuerdo con un código especial. Pero en el fondo, tal como está las cosas, Monzó lleva mucha razón: el Senado actual no sirve para casi nada y, encima, en este casi nada se incluye su onerosa función de acoger a políticos cuyo tiempo ya pasó. El problema, sin embargo, no es que exista un Senado sino el modelo de Senado que tenemos. Vamos a verlo.

En los estados centralizados, y remarquemos esto de centralizados, la cámara alta o Senado surge en el siglo XIX como contrapeso conservador a la cámara baja o Asamblea. En las asambleas los diputados eran considerados los representantes del pueblo aunque, en realidad, sólo eran elegidos por quienes tenían derecho de sufragio censitario, es decir, un reducido sector que, al disfrutar de un determinado grado de riqueza (propietarios agrícolas, empresarios, profesionales liberales y funcionarios), pagaba impuestos. Los senadores, por el contrario, eran designados por el rey entre una selecta minoría de aristócratas, alto clero, gran burguesía y élites políticas y funcionariales. La Asamblea representaba a las clases medias, el Senado a las clases altas Ambas cámaras, junto al rey, aprobaban las leyes y designaban y controlaban al Gobierno. Así de socialmente conservador y escasamente democrático fue el Estado liberal decimonónico.

En el siglo XX se extiende el sufragio universal, es decir, se establece la igualdad de todos los ciudadanos al derecho al voto y, obviamente, se pone en cuestión la necesidad de los senados. Si las asambleas elegidas por sufragio universal representan al pueblo, ¿a quién representan unos senados elegidos por el mismo procedimiento? Para justificar su pervivencia se utilizan sistemas electorales distintos en ambas cámaras y se las dota de idénticos poderes. Sin embargo, debido a su similar composición partidista, las decisiones que toman ambas cámaras son sustancialmente las mismas: una de las dos es superflua.

Un último argumento a favor de la pervivencia de los senados es que sirvan como “cámaras de reflexión” cuya finalidad sea enfriar los debates más apasionados de las asambleas y así revisar las leyes que estas aprueben mediante una “segunda lectura” más reposada y objetiva. Aunque en teoría ello sería posible, en general no resulta así: las cámaras altas, como también las bajas, están dominadas por los partidos y estos se comportan igual en unas que en otras. Por tanto, los senados siguen siendo cámaras superfluas aunque se mantienen, salvo excepciones, debido a las espurias necesidades endógenas de la clase política.

En el caso de España, esta inutilidad se agrava. En efecto, el Senado español pertenece a este modelo de cámara de reflexión y segunda lectura de las leyes que resulta inútil pero, además, su composición es incoherente y sus funciones, con alguna excepción, duplican y están claramente subordinadas al Congreso. El pasado 20 de noviembre elegimos no a la totalidad del Senado sino a una fracción del mismo: en estos días los parlamentos autonómicos completarán su composición. Se trata, pues, de una cámara en la que los ciudadanos eligen directamente mediante voto limitado a cuatro quintas partes y los parlamentos autonómicos a la restante. La Constitución la cualifica de cámara territorial: ¿de provincias y de comunidades autónomas en una relación asimétrica sin lógica razonable alguna? La única lógica que aquí encontramos es la de los partidos y su necesidad de colocar a algunos de sus miembros.

En cuanto a las funciones, nuestro Senado tiene pocas y las que tiene suelen estar subordinadas al Congreso. En relación al control del Gobierno, sólo pueden formular preguntas, interpelaciones y mociones: ni participa en la elección del presidente ni tampoco, por tanto, puede interponer mociones de censura ni cuestiones de confianza. En relación a la función legislativa, aunque puede enmendar leyes previamente aprobadas por el Congreso, tales enmiendas pueden ser rechazadas por este. En igualdad con el Congreso, el Senado está facultado para designar determinados altos cargos y, en cuestiones puntuales y menores, disfruta de alguna competencia que no tiene la cámara alta. En todo caso, en el Senado dominan los mismos partidos que en el Congreso y son estos quienes, en definitiva, adoptan las decisiones.

Así pues, el Senado tiene una composición dotada de una rara representatividad y sus funciones, en general, son innecesarias o irrelevantes. Actualmente nuestro Senado es, pues, una cámara inútil porque siendo España un Estado de hecho federal su modelo de segunda cámara responde al de los estados centralistas cuando en estos estados el Senado ya no tiene razón de ser. ¿Podría llegar a ser una cámara útil? Sí, podría ser muy útil si se convirtiera en un senado federal. De esta posibilidad trataremos en el artículo de la semana próxima.

Como nuevos ricos, de Francesc de Carreras en La Vanguardia

Julio Camba, aquel prodigio de ironía, escribió en un artículo que nunca criticaría a los “nuevos ricos” porque si alguna vez llegara a ser rico desde luego sería “nuevo”. Boutades aparte, todos sabemos que la expresión nuevo rico no se aplica a todo el que ha hecho fortuna recientemente, sino sólo al que la exhibe de forma exagerada, con mal gusto y por encima de sus posibilidades, pensando que mediante tal comportamiento se parece a los ricos de toda la vida. No sabe que estos, al no necesitar exhibir su riqueza, tienen como norma habitual actuar con discreción.

En los años que precedieron a la actual crisis económica, ¿hemos vivido como nuevos ricos? Las formas verbales en plural, en este caso el “hemos vivido”, siempre suelen ser inexactas. Algunos han vivido como ricos, otros menos, otros muy poco y muchos han seguido viviendo como pobres. Por tanto, no exageremos, a cada uno lo suyo.

Quienes durante estos años pasados seguro han vivido como nuevos ricos y por encima de sus posibilidades han sido las administraciones públicas, ahora tan ahorradoras y roñosas, sobre todo con los débiles. En Catalunya ya entramos en fase de campaña electoral y, como siempre en las campañas de este género, los candidatos nos explicarán sus programas, aquello que presuntamente van a hacer. Preferiría una campaña de otro tipo, una campaña en la que más que proponer planes futuros, los candidatos, sean del gobierno o de la oposición, explicaran mejor lo que han hecho en los últimos cuatro años, hasta qué punto han cumplido con lo prometido. Porque el mal estado de las cuentas públicas que genera esta reducción del gasto algo tendrá que ver con ellos: quizás han derrochado sin justificación alguna, quizás se han equivocado.

Desde luego ha habido dispendios famosos: los 400 euros y el cheque bebé de Zapatero, los 8.000 millones del plan E de ayuda a los ayuntamientos para obras menores, a los que ahora les falta dinero para pagar las nóminas. Esto en el plano estatal. En el plano local, fueron famosas las embajadas de Carod, sus viajes para promocionar lenguas indígenas en Latinoamérica, quizás para reducir la utilización del castellano. Aunque en cuantía económica esto fue de tono menor, meramente simbólico, casi todo es simbólico en Catalunya.

El otro día leía una información en el El País sobre la situación del nuevo aeropuerto de Lleida-Alguaire, inaugurado en enero pasado, que ha costado 97 millones de euros, el primer aeropuerto creado por la Generalitat y el único que no gestiona Aena. En las fotos que ilustraban el reportaje podía verse que se trata de una obra arquitectónica magnífica, un señor aeropuerto con todos los servicios. Todos, claro, a excepción de un pequeño detalle: casi no despegan ni aterrizan aviones. En estos momentos, sólo hay programados vuelos los viernes y los domingos. Los demás días, naturalmente, está abierto al público, pero sin vuelos. Debe de ser un espacio estupendo, con un vestíbulo amplio, un terrazo brillante, impecable, con un servicio de limpieza algo frustrado pero que sin duda cumple bien sus no difíciles tareas. Quizás podría utilizarse este aeropuerto para que los niños de las escuelas cercanas fueran a jugar a las chapas o a aprender cómo se coge un avión: el número de vuelo, la facturación de maletas, los controles, las colas en las puertas de embarque, las cintas en las que esperas con angustia la incierta llegada del equipaje. No es broma, tal como está la enseñanza, quizás sería una de las asignaturas más difíciles del curso.

Noventa y siete millones ha costado la obra, ya lo hemos dicho. Pero hay más: ahora estamos con los incentivos y las subvenciones. Para que este aeropuerto sirva para algo, la Diputación de Lleida y la Generalitat pagarán este año 1,6 millones a las compañías Ryanair y Vueling, además de un programa de ayudas a otras compañías todavía no concretado. Germà Bel, economista y conocido experto en la materia, dice que, “para ser rentable, un aeropuerto debe tener medio millón de pasajeros al año, y el de Lleida no tiene este mercado”.

De momento, 42.000 pasajeros lo han utilizado y esperan llegar a los 50.000 en diciembre. Por lo visto, confían mucho en los turistas que practican deportes de invierno. Ánimo,pues. Pero ¿cuántos esquiadores caben en las pistas de Baqueira y del Pallars? ¿Ya los han contado bien? De 50.000 a 500.000 hay un trecho. Aunque quizás son muchos los que quieren ir a esquiar… en avión. Nunca se sabe.

En todo caso, ninguna empresa privada se presentó al concurso para hacerse cargo de la gestión: debían estar dispuestos a invertir 20 millones de euros y pagar un canon anual de 2,2 millones. Las empresas se juegan el dinero de su bolsillo y deben dar cuenta de sus actuaciones ante sus accionistas. Las administraciones se juegan el dinero de nuestro bolsillo y no nos dan cuenta de nada. Ahí está la diferencia.

Esto es lo que había querido decir durante todo este artículo: menos programas electorales y más rendición de cuentas. Me parece que sí, las administraciones han actuado como nuevos ricos. Pero con nuestro dinero. Así cualquiera.

FFRANCESC DE CARRERAS, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

¿Es España un Estado federal?, de Francesc de Carreras

Un fantasma recorre la opinión pública catalana: la reciente sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut ha cerrado definitivamente las puertas auna España federal y las dos únicas opciones de futuro son la autonomista actual o la independencia. Según mi parecer, esta afirmación encierra, como mínimo, dos errores: que el Estado de las autonomías no tiene cabida dentro de las formas de Estado federal y que el Estatut, antes de la sentencia del TC, iba en la línea federalista. Veamos sumariamente las razones por las cuales considero que lo primero es un error y aplacemos para otro día lo segundo.

Cada uno puede dar a las palabras el contenido que desee. Ahora bien, un planteamiento razonable respecto al significado del término Estado federal nos puede llevar a concluir que es aquella forma de organización territorial del Estado que en los países de nuestro entorno político-cultural es considerada como tal. Es el caso, por ejemplo, de Estados Unidos, Suiza, Alemania, Canadá o Austria. ¿Es idéntica la organización territorial de estos países? La respuesta debe ser negativa ya que, ciertamente, en cuanto a su organización territorial, existen diferencias entre ellos. Sin embargo, todos tienen en común ciertos elementos estructurales básicos y es por esta razón que los englobamos bajo el nombre genérico de Estado federal.

Pues bien, ¿cuáles son los elementos estructurales básicos de un Estado federal? Existe un cierto consenso entre los especialistas, que, tras diferenciar dentro de este tipo de Estado entre la federación (en España, el Estado central) y los estados miembros (en España, las comunidades autónomas), configura seis elementos de esta naturaleza que intentaré resumir.

Primero, una Constitución federal válida para todo el Estado, aprobada por un poder constituyente soberano formado por la libre voluntad de los ciudadanos, no producto de un pacto entre territorios. Esta Constitución garantiza la igualdad básica de los derechos de todos los ciudadanos mediante un ordenamiento jurídico común. Segundo, unas constituciones de los estados miembros (en España, denominados estatutos) que son las normas de cabecera superiores de un ordenamiento propio, sometidas, naturalmente, a la Constitución federal. Tercero, esta Constitución federal debe establecer un sistema para distribuir las competencias respectivas entre la federación y los estados miembros. Cuarto, las relaciones entre la federación y los estados miembros no son de jerarquía política, sino de autonomía, y los conflictos que puedan suscitarse por las disputas en relación con las distintas esferas de competencia deben sustanciarse jurídicamente, mediante la aplicación de normas jurídicas -no políticamente, es decir, por razones de oportunidad o conveniencia- por un poder judicial independiente. Quinto, la federación y los estados miembros no actúan como esferas separadas, sino que deben relacionarse entre ellos mediante mecanismos de participación y colaboración, de acuerdo con los principios de solidaridad y lealtad mutua, para contribuir así a la eficiencia y eficacia del Estado federal en su conjunto. Sexto, tanto la federación como los estados miembros deben tener haciendas separadas que garanticen la igual financiación de sus competencias y la solidaridad entre territorios.

¿Cumple el Estado de las autonomías todos estos requisitos? A mi parecer, sólo incumple parcialmente el quinto elemento: la participación de las comunidades en el Estado y las relaciones de colaboración. Ello es debido, principalmente, a la inexistencia de un Senado federal, o de órganos equivalente como una Conferencia de Presidentes que funcione con regularidad, y a la insuficiencia de la cooperación entre el Estado y las comunidades, especialmente las comunidades entre sí. Estos son, por tanto, los aspectos que deberían reformarse o desarrollarse para culminar el esquema federal, aunque estas debilidades del sistema español no impiden que el Estado de las autonomías deba ser considerado como parte de la categoría Estado federal, sea con este nombre o con otros, ya que también algunos autores – y, asimismo, la propia jurisprudencia constitucional-los denominan en ocasiones estados complejos o compuestos.

Esta inclusión en la categoría de estados federales – en oposición a la de estados centralistas, que no a estados unitarios, ya que todo Estado es, por definición, unitario-ha sido reconocida por la mayoría de los tratadistas españoles y extranjeros. Véanse, por ejemplo, dos libros recientes publicados en España: Ronald L. Watts, Sistemas federales comparados (Edit. Marcial Pons, Madrid-Barcelona, 2006) y George Anderson, Federalisme: una introducció (Generalitat de Catalunya-Institut d´Estudis Autonòmics, Barcelona, 2008).

Por tanto, España, el Estado de las autonomías, debe ser considerada como un Estado federal.

Y dejo para otro día la justificación de que la reciente sentencia del TC, más allá de consideraciones semánticas, ami parecer lo ha reafirmado, mientras que el Estatut de Catalunya, antes de las modificaciones que ha introducido la sentencia, lo desviaba de este camino.

FRANCESC DE CARRERAS, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

¿Todo vale en política? por Francesc de Carreras

El proceso estatutario ha hecho estragos en la calidad de la cultura política catalana. Ha sido especialmente nefasto el último año, desde que se comenzó a descalificar al Tribunal Constitucional tras filtrarse un borrador de la sentencia del Estatut en el que se declaraban inconstitucionales una notable cantidad de sus preceptos. Ahí comenzó, a muchos niveles, una campaña para que este alto órgano dejara de lado su independencia y dictara, prevaricando, una sentencia política. Si esta finalidad se hubiera conseguido, el Estado de derecho en España hubiera entrado en una grave crisis.

Afortunadamente, el Tribunal Constitucional supo resistir tan duros ataques y ha aprobado una sentencia de la que, por supuesto, se puede discrepar, pero no negar que en sus razonamientos prevalece la razón jurídica, la única que puede utilizar un órgano jurisdiccional. El mal, sin embargo, ha cundido: en Catalunya parece que el Estado de derecho, el sometimiento del poder político a la ley, importa poco.

Esta semana estamos asistiendo a una lamentable serie de declaraciones sobre la interposición por parte del Defensor del Pueblo, cargo desempeñado en funciones por María Luisa Cava de Llano, de un recurso de inconstitucionalidad contra la ley catalana de acogida de inmigrantes. De entrada el presidente Montilla ha descalificado a la Defensora: “Es un recurso que no tiene sentido. Cava es una antigua diputada del PP, está en funciones y debería haberse abstenido”. Sinceramente, president, lo que no tiene sentido es su declaración: ¿qué tiene que ver su antigua condición de diputada con el deber de abstenerse en el ejercicio de sus funciones? Nada, presidente, absolutamente nada. Es una declaración sin fundamento alguno.

Pero a Montilla se le adelantó su conseller Huguet, que aún la dijo más gorda. Sin saber, supongo, que el señor Enrique Múgica ya no era Defensor, le atribuyó la responsabilidad de interponer el recurso y lo llamó, por tres veces, en un alarde de auténtica memoria histórica, “falangista”. El derecho a la crítica forma parte de la libertad de expresión, pero faltar a la verdad no.

Que una personalidad como Enrique Múgica sea tachado de falangista por un conseller de la Generalitat es algo que nunca hubiera pensado que podía llegar a suceder. Múgica fue un luchador antifranquista desde su primera juventud, allá por los años cincuenta. Pasó por las cárceles franquistas; a pesar de ello nunca dejó de seguir enfrentándose a la dictadura, que algo tuvo que ver con los falangistas, y ha sido un personaje clave en el PSOE y en la nueva democracia. Una trayectoria coherente e impecable. Que tras pronunciar tan indigna barbaridad el conseller Huguet no haya sido destituido, no lo entiendo. Será, probablemente, que el “todo vale” se ha apoderado de la política catalana en este triste final de legislatura.

¿Que nadie se equivoque? por Francesc de Carreras

Desde hace un tiempo, es frecuente leer en los artículos de prensa o en las tertulias de radio y televisión una frase peligrosamente conminativa: “Que nadie se equivoque”. Tras escribirla o pronunciarla, se formula una opinión, la legítima opinión que se quiere defender.

No sé si se ha fijado, querido lector, en esta nueva moda. Yo he leído y escuchado recientemente esta expresión muchas veces y siempre me ha parecido una muletilla que encerraba un fondo de intolerancia impropio de un debate racional, una falta de argumentos que se quiere suplir descalificando enfáticamente las opiniones contrarias e, incluso, a las personas que las sostienen: al decir “que nadie se equivoque”, este “nadie” va dirigido a las personas no a las ideas. Por tanto, es como decir “cállese usted” si no está de acuerdo conmigo. En el fondo, se está advirtiendo de forma autoritaria, sin necesidad de argumentar ni convencer, que la opinión contraria es equivocada y que la propia es un dogma irrebatible, una verdad tan evidente que no puede ser ni siquiera objeto de discusión.

Introducir una frase de este estilo en un debate es, en cierta manera, intentar darlo por terminado: ya no vale la pena seguir, todo está resuelto. Se da por sentado que aquel que mantenga una opinión contraria a la propia, la que se connota con el estribillo de “que nadie se equivoque”, está irremediablemente equivocado. Mediante tal actitud se olvida algo fundamental en la manera de adquirir conocimientos: equivocarse es una fértil forma de aprender, un proceso necesario para pensar y así llegar a saber. Si no supiéramos que es importante equivocarnos, lo mejor sería permanecer siempre en silencio, callar sería la única posición coherente con la sabiduría.

Pero no es así, callando no se aprende, siempre que se parta de una premisa: el saber nace de la duda y sólo mediante la duda se alcanza la verdad. Esta verdad – quizás con alguna excepción-es siempre temporal, está a la espera de que alguien la refute y, aceptada la refutación, nos permita seguir buscándola, nos permita seguir pensando para alcanzar otra verdad, tan provisional como la anterior, también a la espera de que sea rebatida.

Si nos ponemos algo pedantes, a este proceso para encontrar la verdad le podemos llamar racionalismo, racionalismo crítico, como lo denominaba Karl Popper. No es propiamente un método, sino, simplemente, una actitud: la actitud de aquel que está siempre, permanentemente, dispuesto a aprender precisamente porque no tiene miedo a equivocarse. “Un racionalista – decía Popper-es sencillamente un hombre que concede más valor a aprender que a llevar razón; que está dispuesto a aprender de los otros, no aceptando simplemente la opinión ajena, sino dejando criticar de buen grado sus ideas por otros y criticando gustoso las ideas de los demás”. Y añadía: “Podría expresarse la actitud racionalista de la siguiente manera: quizás yo no tengo razón y tú tienes razón; en todo caso, ambos podemos confiar en ver después de nuestra discusión algo más claro que antes, y de todos modos ambos podemos aprender mutuamente, mientras no olvidemos que no se trata tanto de ver quién tiene razón como de aproximarse a la verdad”.

En un debate, por tanto, no se trata de convencer al otro, o a la audiencia que lo contempla, sino de suscitar dudas para poder llegar así, entre todos, al fondo de las cosas. “El verdadero ilustrado, el verdadero racionalista – dice Popper-nunca quiere convencer. En realidad no pretende convencer ni una sola vez: es siempre consciente de que se puede equivocar (…) Antes bien, quiere provocar desacuerdo y, por encima de todo, crítica razonable y disciplinada. No quiere convencer, sino animar, provocar la formación de opiniones libres”. ¿Por qué el racionalista no quiere convencer? Porque está persuadido de la precariedad de las verdades que defiende. Popper, en efecto, sostiene que el ilustrado, “fuera del ámbito restringido de la lógica y quizás de la matemática, no puede demostrar nada”. “Ciertamente se pueden aducir argumentos y se pueden analizar críticamente estos argumentos. Pero fuera de las partes elementales de la matemática, nuestra argumentación no es nunca irrefutable”.

Hace unos meses, Barack Obama recomendó en un discurso leer distintos periódicos para que así cada uno pudiera formarse una opinión propia debidamente contrastada. Si no recuerdo mal, aconsejó a los habituales de The New York Times que un par de veces a la semana dieran una ojeada a The Wall Street Journal y viceversa. Es una opinión sorprendente en un político, pero está en la línea de lo que hemos expuesto: lo importante no es poseer la verdad, sino adquirir la capacidad de aprender a pensar para acercarnos a ella aun sabiendo que se trata de una verdad probablemente provisional, de la que debemos desconfiar y, por supuesto, estar dispuestos a abandonar si nos convencen los argumentos contrarios.

La expresión “que nadie se equivoque” puede ser una moda pasajera sin más. Pero puede también significar algo más peligroso: que sobre determinadas cuestiones no se puede debatir. En este caso, se estaría impidiendo pensar, es decir, tener ocasión de equivocarse.

FRANCESC DE CARRERAS, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

Los errores jurídicos de fondo por Francesc de Carreras


El Tribunal constitucional es parte de la Constitución.

Destaco:

El primer error parte de una base obviamente equivocada: que la Constitución de 1978 está formada, simplemente, por las palabras del texto que se aprobó en aquel año. Con ello se olvida algo fundamental: que nuestra Constitución es una norma cuyo contenido debe desenvolverse dentro del marco que establece la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Ignorar el valor de esta jurisprudencia comporta un serio riesgo de que el tribunal, si no encuentra razonable cambiar de doctrina, declare inconstitucional la norma que la infringe. Esto es lo que ha sucedido con el Estatut.

El segundo error ha sido partir de una concepción equivocada de lo que es un estatuto de autonomía. El hecho de que la jurisprudencia constitucional sostenga, con fundadas razones, que se trata de una ley que forma parte del bloque de la constitucionalidad, no significa que los estatutos estén en una posición jerárquica cuasi constitucional. La concepción "bloque de la constitucionalidad" sólo tiene un contenido procesal, derivado de la lógica constitucional y reconocido en el artículo 28.1 de la ley orgánica del Tribunal Constitucional, pero ello no puede dar lugar a consecuencias que no sean de esta naturaleza, es decir, consecuencias procesales.

Sostener que el tribunal, como se dice, ha dictado una sentencia contra Catalunya, es un puro disparate si creemos en un Estado de derecho. Pedir que el TC, dadas las circunstancias políticas del caso, debía obviar posibles inconstitucionalidades y declararlo todo conforme a la Constitución es incitar a cometer un delito de prevaricación. Todo es más sencillo. El TC ha cumplido, al fin, con su único deber: defender la Constitución mediante argumentos jurídicos.



ARTÍCULO:

Es muy frecuente leer y escuchar estos días que la sentencia del TC sobre el Estatut es una sentencia política. Nada más erróneo: sus argumentaciones –por supuesto discutibles, ahí está algún valioso voto particular– están fundadas en estrictos razonamientos jurídicos. Más todavía, precisamente la resolución del TC ha sido tan negativa para las intenciones de quienes propusieron el Estatut desde Catalunya porque algunas de las bases jurídicas en las que se sustentaba su texto eran, desde el punto de vista del derecho, insostenibles. En este artículo intentaremos analizar someramente algunas de las más significativas.

Previamente, dejemos sentado que el Tribunal Constitucional, al pronunciar su sentencia, ha tenido en cuenta algo que es común en las jurisdicciones de ese género: el máximo respeto al legislador en virtud del principio de conservación de las leyes, principio derivado, sobre todo, de su presunción de constitucionalidad dada la legitimidad democrática de los parlamentos, es decir, de los órganos que las aprueban. El fallo del tribunal, declarando nulos tan sólo catorce preceptos estatutarios y delimitando el significado de muchos más al reducir el ámbito de su interpretación legítima, demuestra la preocupación del Constitucional por demostrar este respeto al legislador.

Ahora bien, los errores jurídicos de fondo, que son transversales a todo el extenso articulado del Estatut, han constituido una barrera insalvable para el tribunal y vía directa de nulidad, vía colateral de interpretación conforme, lo han dejado literalmente desarbolado o, simplemente, desactivado, en muchos de sus aspectos fundamentales. ¿Cuáles son estos errores jurídicos de fondo?

El primer error parte de una base obviamente equivocada: que la Constitución de 1978 está formada, simplemente, por las palabras del texto que se aprobó en aquel año. Con ello se olvida algo fundamental: que nuestra Constitución es una norma cuyo contenido debe desenvolverse dentro del marco que establece la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Ignorar el valor de esta jurisprudencia comporta un serio riesgo de que el tribunal, si no encuentra razonable cambiar de doctrina, declare inconstitucional la norma que la infringe. Esto es lo que ha sucedido con el Estatut.

Desde el principio fue evidente que el contenido del Estatut, en muchos aspectos, resultaba contradictorio con la jurisprudencia del Constitucional. Seguramente, se esperaba que los magistrados cambiaran esta jurisprudencia, de ahí las múltiples presiones que han soportado. La desilusión final de los juristas catalanes que han asesorado técnicamente a los autores del Estatut se ha producido al comprobar que no han conseguido tal finalidad. Al contrario, la mayor parte de las nulidades o "interpretaciones conformes" de las normas estatutarias tiene como fundamento la autoridad de una doctrina constitucional constante y bien asentada, por tanto, muy difícilmente modificable. No tener en cuenta esta doctrina ha sido una imprudencia.

El segundo error ha sido partir de una concepción equivocada de lo que es un estatuto de autonomía. El hecho de que la jurisprudencia constitucional sostenga, con fundadas razones, que se trata de una ley que forma parte del bloque de la constitucionalidad, no significa que los estatutos estén en una posición jerárquica cuasi constitucional. La concepción "bloque de la constitucionalidad" sólo tiene un contenido procesal, derivado de la lógica constitucional y reconocido en el artículo 28.1 de la ley orgánica del Tribunal Constitucional, pero ello no puede dar lugar a consecuencias que no sean de esta naturaleza, es decir, consecuencias procesales.

Los estatutos, además, son normas territoriales que, como es lógico, generan efectos jurídicos únicamente en sus comunidades autónomas respectivas. Pues bien, de manera poco sensata el Estatut ha pretendido, por un lado, limitar las competencias del Estado en Catalunya, competencias que al Estado le otorga la propia Constitución; y, por otro lado, el Estatut ha pretendido también vincular la actuación de los órganos del Estado, algo que está fuera de su cometido no sólo porque su ámbito está limitado jurídicamente al territorio de Catalunya, sino también por razones de simple lógica: si estas facultades las tuviera nuestro Estatut, los demás estatutos podrían igualmente tenerlas, es decir, también podrían limitar y vincular a los poderes estatales. En ese caso, ¿cuál de los estatutos sería preferente, a quién deberían hacer caso los órganos del Estado? En fin, los autores del Estatut no sólo no han entendido el principio de división de poderes, sino que, además, ni siquiera se han comportado con sentido común.

Sostener que el tribunal, como se dice, ha dictado una sentencia contra Catalunya, es un puro disparate si creemos en un Estado de derecho. Pedir que el TC, dadas las circunstancias políticas del caso, debía obviar posibles inconstitucionalidades y declararlo todo conforme a la Constitución es incitar a cometer un delito de prevaricación. Todo es más sencillo. El TC ha cumplido, al fin, con su único deber: defender la Constitución mediante argumentos jurídicos.