Por Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.
Anteayer, Quim Monzó nos soltaba esto: “El Senado no sirve más que para ejercer de centro de día de políticos caducados”. Y añadía: “Que ese montaje grotesco denominado Senado se mantenga en esta época de penurias es una indecencia”.
A los escritores les amparan las licencias literarias, que deben leerse de acuerdo con un código especial. Pero en el fondo, tal como está las cosas, Monzó lleva mucha razón: el Senado actual no sirve para casi nada y, encima, en este casi nada se incluye su onerosa función de acoger a políticos cuyo tiempo ya pasó. El problema, sin embargo, no es que exista un Senado sino el modelo de Senado que tenemos. Vamos a verlo.
En los estados centralizados, y remarquemos esto de centralizados, la cámara alta o Senado surge en el siglo XIX como contrapeso conservador a la cámara baja o Asamblea. En las asambleas los diputados eran considerados los representantes del pueblo aunque, en realidad, sólo eran elegidos por quienes tenían derecho de sufragio censitario, es decir, un reducido sector que, al disfrutar de un determinado grado de riqueza (propietarios agrícolas, empresarios, profesionales liberales y funcionarios), pagaba impuestos. Los senadores, por el contrario, eran designados por el rey entre una selecta minoría de aristócratas, alto clero, gran burguesía y élites políticas y funcionariales. La Asamblea representaba a las clases medias, el Senado a las clases altas Ambas cámaras, junto al rey, aprobaban las leyes y designaban y controlaban al Gobierno. Así de socialmente conservador y escasamente democrático fue el Estado liberal decimonónico.
En el siglo XX se extiende el sufragio universal, es decir, se establece la igualdad de todos los ciudadanos al derecho al voto y, obviamente, se pone en cuestión la necesidad de los senados. Si las asambleas elegidas por sufragio universal representan al pueblo, ¿a quién representan unos senados elegidos por el mismo procedimiento? Para justificar su pervivencia se utilizan sistemas electorales distintos en ambas cámaras y se las dota de idénticos poderes. Sin embargo, debido a su similar composición partidista, las decisiones que toman ambas cámaras son sustancialmente las mismas: una de las dos es superflua.
Un último argumento a favor de la pervivencia de los senados es que sirvan como “cámaras de reflexión” cuya finalidad sea enfriar los debates más apasionados de las asambleas y así revisar las leyes que estas aprueben mediante una “segunda lectura” más reposada y objetiva. Aunque en teoría ello sería posible, en general no resulta así: las cámaras altas, como también las bajas, están dominadas por los partidos y estos se comportan igual en unas que en otras. Por tanto, los senados siguen siendo cámaras superfluas aunque se mantienen, salvo excepciones, debido a las espurias necesidades endógenas de la clase política.
En el caso de España, esta inutilidad se agrava. En efecto, el Senado español pertenece a este modelo de cámara de reflexión y segunda lectura de las leyes que resulta inútil pero, además, su composición es incoherente y sus funciones, con alguna excepción, duplican y están claramente subordinadas al Congreso. El pasado 20 de noviembre elegimos no a la totalidad del Senado sino a una fracción del mismo: en estos días los parlamentos autonómicos completarán su composición. Se trata, pues, de una cámara en la que los ciudadanos eligen directamente mediante voto limitado a cuatro quintas partes y los parlamentos autonómicos a la restante. La Constitución la cualifica de cámara territorial: ¿de provincias y de comunidades autónomas en una relación asimétrica sin lógica razonable alguna? La única lógica que aquí encontramos es la de los partidos y su necesidad de colocar a algunos de sus miembros.
En cuanto a las funciones, nuestro Senado tiene pocas y las que tiene suelen estar subordinadas al Congreso. En relación al control del Gobierno, sólo pueden formular preguntas, interpelaciones y mociones: ni participa en la elección del presidente ni tampoco, por tanto, puede interponer mociones de censura ni cuestiones de confianza. En relación a la función legislativa, aunque puede enmendar leyes previamente aprobadas por el Congreso, tales enmiendas pueden ser rechazadas por este. En igualdad con el Congreso, el Senado está facultado para designar determinados altos cargos y, en cuestiones puntuales y menores, disfruta de alguna competencia que no tiene la cámara alta. En todo caso, en el Senado dominan los mismos partidos que en el Congreso y son estos quienes, en definitiva, adoptan las decisiones.
Así pues, el Senado tiene una composición dotada de una rara representatividad y sus funciones, en general, son innecesarias o irrelevantes. Actualmente nuestro Senado es, pues, una cámara inútil porque siendo España un Estado de hecho federal su modelo de segunda cámara responde al de los estados centralistas cuando en estos estados el Senado ya no tiene razón de ser. ¿Podría llegar a ser una cámara útil? Sí, podría ser muy útil si se convirtiera en un senado federal. De esta posibilidad trataremos en el artículo de la semana próxima.
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