Si algo bueno han tenido las desafortunadas declaraciones del sr. Blanco sobre la conveniencia de subir otra vez los impuestos en nuestro país, ha sido haber provocado una fuerte reacción crítica en gran parte de la población.
El español medio no entiende mucho de hacienda pública, pero se ha dado cuenta de que las palabras del ministro no sólo son una forma de preparar una nueva vuelta de tuerca a su ya maltrecha economía, sino también una auténtica tomadura de pelo. Y mal está cada una de estas ofensas en sí misma; pero las dos juntas parecen demasiado, incluso para ciudadanos tan pacíficos y domesticados como somos los españoles desde hace ya bastantes años
La idea de Blanco es tan vieja como difícil de sostener hoy con un mínimo de honradez intelectual.
Aquellos lectores que ya tengan algunos años recordarán, sin duda, el proceso que nos llevó de ser un país con relativamente poco gasto público, en el que se pagaban relativamente pocos impuestos y en el que la deuda pública tenía unas dimensiones muy pequeñas –en la década de 1970– a convertirnos en una nación “europea”, unos años después, con una elevada presión fiscal, un aumento muy significativo de la deuda y un espectacular crecimiento del peso del sector público en la economía sin parangón en la historia económica del mundo occidental.
Complejo de inferioridad
Siempre he pensado que la obsesión de los españoles por ser “europeos” refleja un complejo de inferioridad bastante lamentable; y la verdad es que, por más años que transcurran, parece que somos incapaces de superarlo. En los años 80 nuestros gobernantes contemplaban así con admiración el hecho de que Francia, Holanda o Alemania tuvieran sectores públicos mucho más grandes que el nuestro. Y, en el colmo de la ingenuidad, más de uno llegó a afirmar que, si el objetivo era alcanzar un nivel de vida similar al de estas naciones, nuestros impuestos y nuestro sector público deberían ser cada vez más parecidos a los suyos. Por absurda que resulte, la idea sigue viva en España.
Han transcurrido ya algunos años desde la última ampliación de la Unión Europea y podemos analizar cómo los nuevos miembros se han enfrentado al mismo problema que se nos presentó a nosotros hace ya más de veinticinco años. Son varias las naciones que han entrado en la Unión y sus formas de entender los temas fiscales son, naturalmente, muy diversas.
Ventaja competitiva
Pero resulta reconfortante comprobar que no todos han caído en el simplismo de intentar elevar su gasto público o sus impuestos para tratar de parecerse un poco más a Francia o a Alemania. Su estrategia ha sido, en cambio, utilizar la ventaja competitiva, a escala internacional, que les supone una menor carga fiscal para sus ciudadanos y sus empresas; y, de forma paralela, eliminar muchas de las restricciones que a la actividad económica suponen regulaciones excesivas de algunos mercados, en especial el de trabajo.
Pero resulta, además, que ni siquiera es cierto que en España la carga fiscal que soportan los contribuyentes sea pequeña, como han puesto de manifiesto en estos días numerosos especialistas, que incluyen desde catedráticos de hacienda a organismos internacionales, pasando por los propios funcionarios de la agencia tributaria. Al margen de que los datos se presenten de una forma más o menos sesgada, en los cálculos de este gobierno parece olvidarse una cuestión que es básica para quien dice creer en la conveniencia de la progresividad del sistema tributario.
Cuando el sr. Blanco compara la hacienda española con las de otros países olvida que nuestro país tiene una renta per capita bastante más reducida que la de Alemania, Holanda o Francia; y que, si alguien cree en los impuestos progresivos, lo hace porque piensa que un determinado nivel de presión fiscal –medido como el cociente de dividir el gasto público o la recaudación por impuestos por el producto interior bruto– no tiene los mismos costes en términos de bienestar para rentas diferentes.
Lo mismo que –se afirma– un tipo de gravamen de, por ejemplo, el 30% en el impuestos sobre la renta supone una carga mayor para quien tiene unos ingresos de 40.000 euros que para quien los tiene de 60.000, aunque éste último pague, en términos absolutos, una cantidad mayor.
En otras palabras, si queremos estimar la carga, en términos de la pérdida de bienestar de loscontribuyentes de un determinado país, el “esfuerzo fiscal” –es decir, la presión fiscal ponderada por el nivel de renta per capita de dicho país– es una medida más adecuada que la presión fiscal. Y cualquier cálculo elemental demuestra que el esfuerzo fiscal que realizamos hoy los españoles es significativamente más elevado que el que soportan, por ejemplo, esos alemanes a los que algunos ponen de ejemplo.
Parece increíble que haya que seguir insistiendo en esta idea, pero hay que decir que la solución del déficit público no pasa por subir otra vez los impuestos. Y mucho menos en un país en el que esta mala costumbre parece haberse institucionalizado desde hace algunos años, con resultados que están a la vista de todos.
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