Autonomía y comunidad: el debate sobre el estado de naturaleza por Berta García Faet‏

Aunque el debate sobre el llamado estado de naturaleza, esto es, sobre las características hipotéticas de las situaciones pre-políticas, es tan viejo como la propia noción de política (habitualmente se sitúa su origen en Aristóteles), cobró especial protagonismo durante la Ilustración. Pero aún hoy resulta relevante. De hecho, formuladas de otra manera, y utilizando prismas menos anclados en la especulación, siguen en boga las mismas preguntas, por ejemplo en el seno de la psicología evolutiva.

El interés de este debate para nosotros hoy, sin olvidar el hecho de que la tradición liberal ha dicho mucho al respecto, radica en que éste se vincula a una cuestión clave, la del porqué de la sociedad, el porqué del pactum unionis. Ya que, del paso previo de las elucubraciones sobre el supuesto estado de naturaleza, los filósofos políticos han dado el salto a la justificación de la constitución social, elevando preguntas como: ¿cómo era la vida pre-política? ¿Por qué las personas se constituyen en sociedad? ¿Por qué –con la excepción del anarquismo– identificamos, o al menos relacionamos, organización social con Estado? Con la excepción del anarquismo, como decimos, han significado lo mismo en la práctica social y político; aunque es una identidad sumamente problemática, aquí no la discutiremos pues los autores que vamos a tratar no incidieron demasiado en ella, pero sí la abordaremos en el artículo próximo.

Así pues, los múltiples autores que han abordado la cuestión de cómo éramos sin sociedad y/o Estado, lo han hecho para caracterizar la vida en sociedad o la vida con Estado, bien justificándola, bien criticándola. El propósito de este artículo es, en primer lugar, clarificar estas relaciones y localizar las propuestas que se han dado desde el liberalismo; y en segundo lugar, criticar el iusnaturalismo de algunas de estas propuestas.

Tanto el estado de naturaleza como el salto a la constitución de una sociedad o un Estado se han calificado positiva o negativamente, por lo que caben tres posibilidades teóricas relevantes (la cuarta posibilidad teórica, la de la crítica tanto del estado de naturaleza como del Estado, es decir, la del pesimismo antropológico e institucional, no la trataremos por inútil para lo que aquí nos ocupa).

En primer lugar, está la teoría, defendida eminentemente por Locke, según la cual el estado de naturaleza era positivo y la sociedad es también positiva, aunque más positiva. Se trata de una postura iusnaturalista, en tanto que argumenta que el objetivo de la articulación social en Estado no es otro que el respeto y la garantía de buenos valores pre-políticos, naturales, innatos, que se consideran, por eso mismo, derechos, como el de propiedad privada. En palabras de Locke: “Un Estado no puede tener otro fin que la defensa de la propiedad. (…) La comunidad política me parece una sociedad de hombres constituida únicamente para procurar, preservar y promover sus propios intereses civiles”.

Locke, como padre del liberalismo anglosajón, proyecta su influencia a lo largo de los siglos, y tal vez con este filtro debamos interpretar si ir más lejos a Hayek. El Estado será positivo en tanto que se limite a garantizar los derechos naturales, aunque el verdadero protagonismo de la riqueza y la innovación recae en el individuo y en la sociedad civil, potenciados en la figura de las instituciones espontáneas (a veces en contradicción con el propio Estado).

El problema de esta primera teoría es el problema de todo iusnaturalismo: epistemológico (por la dificultad de describir sin prescribir la naturaleza humana, y de derivar de esta descripción fáctica una deseabilidad normativa) e histórico (por la dificultad de hallar una confirmación empírica de su supuesta existencia). El problema epistemológico es insoslayable porque, además, aun suponiendo que pudiera llegarse a un consenso a corto plazo sobre una naturaleza humana objetiva (este es el intento de la psicología evolutiva), lo cierto es que, no sólo sería aventurado derivar de una descripción general recomendaciones concretas, como son las de orden político (leyes), sino que, adicionalmente, pasar del “ser” al “deber ser” constituye una falacia naturalista. Por ejemplo: la violencia existe, está ahí, sin embargo uno puede elegir rechazarla, trascendiendo su naturalidad. Dicho con otras palabras: lo natural, o lo existente (¿qué otra manera tiene de existir algo, si no es naturalmente?) no tiene por qué ser lo bueno.

En segundo lugar, está la teoría según la cual, si bien el estado de naturaleza era positivo, la sociedad y el Estado son fundamentalmente negativos. Ésta es, en síntesis, la clásica teoría rousseauniana, que detecta corrupción e involución en el tránsito de una situación a otra. Así, según Rosseau: “Todo está bien al salir de las manos del Autor de las cosas; todo degenera en las manos de los hombres. (…) El hombre nace bueno y libre, y la sociedad lo corrompe y esclaviza”.

En este punto, resulta relevante introducir el matiz de los anarquismos (tanto de izquierdas como liberales): al diferenciar, y contraponer, Estado y sociedad civil, pueden permitirse esta influencia de Rousseau: si bien la cuestión de si la sociedad corrompe o no sigue abierta, lo que está claro para ellos es que el Estado sí arrambla con los impulsos naturales de cooperación, solidaridad, etc.

El problema de esta teoría es que aborda dogmáticamente ambas descripciones (del individuo sin la sociedad y de la sociedad de individuos): suponiendo que sean mínimamente aceptables los conceptos binarios de bueno y malo, el ser humano no es ninguna de las dos cosas absolutamente (hoy empieza a intuirse una moral mínima innata, que convive con otro tipo de impulsos menos pacíficos), y desde luego la sociedad y el Estado no son sistemas de incentivos tan poderosos como para inclinar radical y masivamente la balanza. Básicamente porque hoy, al menos en Occidente, hablamos de instituciones elegidas, y sería un razonamiento vicioso atribuir causalmente a las instituciones elegidas las bondades o maldades de los electores.

Y en tercer lugar, está la teoría contraria a la rousseauniana, habitualmente atribuida a Hobbes: el estado de naturaleza era negativo, extremadamente negativo, inhabitable de hecho, mientras que la sociedad y el Estado resultan positivos pues doblegan a dicho estado de naturaleza. Dice Hobbes: “En el estado de naturaleza hay siempre guerra de todos contra todos, y la vida del hombre es solitaria, sucia, brutal y breve”.

El pacto que él propone es el pactum subiectionis, pero evidentemente, con el mismo argumento (naturaleza caótica en contraposición a Estado de orden y garantías), se han propuesto otro tipo de Estados. Lo que nos interesa de Hobbes no es por lo tanto el modelo de Estado que propone (que podemos calificar de proto-absolutista) sino el porqué de su particular contrato social: por la habitabilidad privativa en lo político y por la inhabitabilidad absoluta en lo pre-político. Discutiremos esta cuestión en el próximo artículo, con la crítica del comunitarismo radical y una defensa de un comunitarismo sui generis de amplia tradición liberal.

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