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Autonomía y comunidad: el debate entre individualismo, comunitarismo y Estado (II) por Berta García Faet‏

En el anterior artículo terminamos exponiendo la teoría –vinculada principalmente a Hobbes pero como veremos de muy fértil evolución– según la cual nos constituimos en sociedad y/o Estado para solucionar los graves problemas del estado de naturaleza: porque sólo en comunidad y con leyes podemos, ante todo y como mínimo, sobrevivir como individuos.

La cuestión es: ¿podemos, no ya sobrevivir, sino ser, desarrollarnos de otra manera que no sea sociedad? Esto es lo que se plantea, a mi modo de ver erróneamente, en el debate individualismo versus comunitarismo, que bebe directamente de Hobbes. Y digo erróneamente porque no se trata de una disyuntiva real, sino de un malentendido (fruto, cómo no, de no leerse los unos a los otros y empeñarse todos en atacar hombres de paja). En este artículo vamos a aclarar la falsa disyuntiva y a argumentar a favor de un comunitarismo sui generis.

¿Por qué se trata de un debate viciado? Normalmente se admite que, por una parte, el liberalismo está anclado en un presupuesto innegociable: el del individualismo antropológico que concibe a los seres humanos como individuos atómicos y autosuficientes. Y, por otra parte, que el progresismo (entendido en un sentido laxo, aunque paradigmáticamente refirámonos al comunitarismo demócrata de Walzer, MacIntyre, Sandel, Habermas, etc.) está anclado en el presupuesto antropológico contrario, y a su vez innegociable: el del comunitarismo natural. Pero esta interpretación de la historia del pensamiento es errónea, porque confunde y mezcla sociedad civil con Estado o arquitectura institucional estatal.

Los autores liberales, en su inmensa mayoría, no han defendido una antropología tal, pues iría en contra de la más elemental ciencia social y, hoy, también biológica; sí, por el contrario, Stirner, en el que muy a menudo y lamentablemente se centran los ataques, obviando toda una tradición liberal-comunitarista anterior y posterior.

Este guión entre los términos liberal y comunitarista no es en absoluto incongruente: la convivencia de la postura política liberal y la postura antropológica (y a veces, moral) comunitarista resulta muy atractiva, como mínimo desde Adam Smith. Lo primero –lo político- es el “deber ser”, la deseabilidad de un sistema político liberal; lo segundo –lo antropológico- es el “ser”, la constatación científica de que el ser humano es un ser social. De “ser social” a “ser político” o “ser político-adjetivado” (democrático, liberal clásico, socialdemócrata, autoritario, etc.) hay mucho que explicar, y establecer identidades entre estos términos no es más que un non sequitur.

Queda claro entonces que una cosa es el individualismo político (el liberalismo) y otra cosa muy distinta el individualismo antropológico (el hombre de paja del liberalismo: el supuesto atomismo social en el que basa sus prescripciones); tengamos en cuenta que, si admitiéramos que el liberalismo se basa en el individualismo antropológico, no podríamos calificar de liberal ni siquiera al propio Hayek; pues una cosa es admitir la articulación en sociedad civil, y otra cosa distinta es la articulación en Estado, que sólo en parte se justifica por la sociabilidad del ser humano.

Como digo, de sociedad a Estado hay un salto cualitativo que hay que explicar, y que es el fallo en el que incurren habitualmente los comunitaristas clásicos, pues de la constatación de que el ser humano es un ser social, pasan a argüir que el ser humano sólo se desarrolla completamente en la política democrático-participativa. No es mi intención entrar en esta cuestión, sino sólo advertir que ese salto que dan de un atributo a otro no está justificado lógica o científicamente, sino sólo prescriptiva, moralmente. Nos topamos aquí con la célebre falacia moralista: el tratar de hacer pasar por natural algo que nosotros consideramos moral (para así luego entroncar con la falacia naturalista: el tratar de hacer pasar por moral algo que supuestamente es natural).

Una vez señalado el error básico e insoslayable que, en mi opinión, tiene el comunitarismo, pasemos a defender una de sus ideas más valiosas: la de la necesidad de las instituciones para que el ser humano sea; idea que, por cierto, hay que rastrear en Aristóteles, en su teoría de que somos en y a través de la polis (no por o para la polis), y que no hay que confundir ni con el conservadurismo comunitarista de Burke (que no sólo ensalza los lazos, la comunidad y la tradición sino que además la prescribe) ni con ningún tipo de comunitarismo obligatorio.

Se trata simplemente de admitir que, como dice Rafael del Águila a propósito de esta corriente política (en Historia de la Teoría Política, 6), “la autonomía individual no es el presupuesto, sino que es el resultado de la vida comunal”, porque somos “individuos potencialmente autónomos gracias, precisamente, a la interacción social.”

Esta teoría defiende que no sólo desarrollamos nuestras capacidades porque el Estado garantiza –en la garantía de los derechos individuales, si bien cabe matizar que éstos quedan seriamente limitados por algunos sociales y colectivos- la libertad negativa de hacer cada uno lo que quiera con su propia vida (a este respecto, dice Hannah Arendt: “la isonomía, al igual que la libertad, son atributos de la polis”), sino que, además, también las desarrollamos porque existe el ámbito de lo público. Si lo público, como decía anteriormente, se identifica necesariamente con el Estado, con la política, con ese espacio de debate e imposición sobre lo que considera cada cual que debe ser ley, es otra cuestión.

Pero sobre la importancia del espacio público para desarrollarnos caben, bajo mi punto de vista, pocas críticas, porque no se trata de soledad versus compañía o individuo versus Estado, sino de aislamiento versus comunidad en tanto que espacio de comunicación y acción. En palabras de Rafael del Águila: “la autonomía es algo que se aprende ejerciéndola interactivamente. No es que uno se plantee ser autónomo y entonces use su razón para serlo; el proceso es el inverso: uno se inscribe en prácticas comunitarias deliberativas y en su seno aprende a usar su juicio y lo que significa ser autónomo.”

La combinación de liberalismo en lo político con presupuestos antropológicos no-individualistas nos impone un reto: el de integrar en la teoría –política, económica: en la parte científica subyacente en la que se basa la propuesta liberal- el hecho de que “los intereses no son causalmente previos a las prácticas, sino que dependen de ellas.” En definitiva, actualizar algunos de nuestros puntos de vista primeros con la constatación de que “las preferencias y la elección no son algo que uno posee y revela después a otros: son algo que uno forma en el proceso de autoaclaración y elección en contextos comunitarios y públicos.”

Autonomía y comunidad: el debate sobre el estado de naturaleza por Berta García Faet‏

Aunque el debate sobre el llamado estado de naturaleza, esto es, sobre las características hipotéticas de las situaciones pre-políticas, es tan viejo como la propia noción de política (habitualmente se sitúa su origen en Aristóteles), cobró especial protagonismo durante la Ilustración. Pero aún hoy resulta relevante. De hecho, formuladas de otra manera, y utilizando prismas menos anclados en la especulación, siguen en boga las mismas preguntas, por ejemplo en el seno de la psicología evolutiva.

El interés de este debate para nosotros hoy, sin olvidar el hecho de que la tradición liberal ha dicho mucho al respecto, radica en que éste se vincula a una cuestión clave, la del porqué de la sociedad, el porqué del pactum unionis. Ya que, del paso previo de las elucubraciones sobre el supuesto estado de naturaleza, los filósofos políticos han dado el salto a la justificación de la constitución social, elevando preguntas como: ¿cómo era la vida pre-política? ¿Por qué las personas se constituyen en sociedad? ¿Por qué –con la excepción del anarquismo– identificamos, o al menos relacionamos, organización social con Estado? Con la excepción del anarquismo, como decimos, han significado lo mismo en la práctica social y político; aunque es una identidad sumamente problemática, aquí no la discutiremos pues los autores que vamos a tratar no incidieron demasiado en ella, pero sí la abordaremos en el artículo próximo.

Así pues, los múltiples autores que han abordado la cuestión de cómo éramos sin sociedad y/o Estado, lo han hecho para caracterizar la vida en sociedad o la vida con Estado, bien justificándola, bien criticándola. El propósito de este artículo es, en primer lugar, clarificar estas relaciones y localizar las propuestas que se han dado desde el liberalismo; y en segundo lugar, criticar el iusnaturalismo de algunas de estas propuestas.

Tanto el estado de naturaleza como el salto a la constitución de una sociedad o un Estado se han calificado positiva o negativamente, por lo que caben tres posibilidades teóricas relevantes (la cuarta posibilidad teórica, la de la crítica tanto del estado de naturaleza como del Estado, es decir, la del pesimismo antropológico e institucional, no la trataremos por inútil para lo que aquí nos ocupa).

En primer lugar, está la teoría, defendida eminentemente por Locke, según la cual el estado de naturaleza era positivo y la sociedad es también positiva, aunque más positiva. Se trata de una postura iusnaturalista, en tanto que argumenta que el objetivo de la articulación social en Estado no es otro que el respeto y la garantía de buenos valores pre-políticos, naturales, innatos, que se consideran, por eso mismo, derechos, como el de propiedad privada. En palabras de Locke: “Un Estado no puede tener otro fin que la defensa de la propiedad. (…) La comunidad política me parece una sociedad de hombres constituida únicamente para procurar, preservar y promover sus propios intereses civiles”.

Locke, como padre del liberalismo anglosajón, proyecta su influencia a lo largo de los siglos, y tal vez con este filtro debamos interpretar si ir más lejos a Hayek. El Estado será positivo en tanto que se limite a garantizar los derechos naturales, aunque el verdadero protagonismo de la riqueza y la innovación recae en el individuo y en la sociedad civil, potenciados en la figura de las instituciones espontáneas (a veces en contradicción con el propio Estado).

El problema de esta primera teoría es el problema de todo iusnaturalismo: epistemológico (por la dificultad de describir sin prescribir la naturaleza humana, y de derivar de esta descripción fáctica una deseabilidad normativa) e histórico (por la dificultad de hallar una confirmación empírica de su supuesta existencia). El problema epistemológico es insoslayable porque, además, aun suponiendo que pudiera llegarse a un consenso a corto plazo sobre una naturaleza humana objetiva (este es el intento de la psicología evolutiva), lo cierto es que, no sólo sería aventurado derivar de una descripción general recomendaciones concretas, como son las de orden político (leyes), sino que, adicionalmente, pasar del “ser” al “deber ser” constituye una falacia naturalista. Por ejemplo: la violencia existe, está ahí, sin embargo uno puede elegir rechazarla, trascendiendo su naturalidad. Dicho con otras palabras: lo natural, o lo existente (¿qué otra manera tiene de existir algo, si no es naturalmente?) no tiene por qué ser lo bueno.

En segundo lugar, está la teoría según la cual, si bien el estado de naturaleza era positivo, la sociedad y el Estado son fundamentalmente negativos. Ésta es, en síntesis, la clásica teoría rousseauniana, que detecta corrupción e involución en el tránsito de una situación a otra. Así, según Rosseau: “Todo está bien al salir de las manos del Autor de las cosas; todo degenera en las manos de los hombres. (…) El hombre nace bueno y libre, y la sociedad lo corrompe y esclaviza”.

En este punto, resulta relevante introducir el matiz de los anarquismos (tanto de izquierdas como liberales): al diferenciar, y contraponer, Estado y sociedad civil, pueden permitirse esta influencia de Rousseau: si bien la cuestión de si la sociedad corrompe o no sigue abierta, lo que está claro para ellos es que el Estado sí arrambla con los impulsos naturales de cooperación, solidaridad, etc.

El problema de esta teoría es que aborda dogmáticamente ambas descripciones (del individuo sin la sociedad y de la sociedad de individuos): suponiendo que sean mínimamente aceptables los conceptos binarios de bueno y malo, el ser humano no es ninguna de las dos cosas absolutamente (hoy empieza a intuirse una moral mínima innata, que convive con otro tipo de impulsos menos pacíficos), y desde luego la sociedad y el Estado no son sistemas de incentivos tan poderosos como para inclinar radical y masivamente la balanza. Básicamente porque hoy, al menos en Occidente, hablamos de instituciones elegidas, y sería un razonamiento vicioso atribuir causalmente a las instituciones elegidas las bondades o maldades de los electores.

Y en tercer lugar, está la teoría contraria a la rousseauniana, habitualmente atribuida a Hobbes: el estado de naturaleza era negativo, extremadamente negativo, inhabitable de hecho, mientras que la sociedad y el Estado resultan positivos pues doblegan a dicho estado de naturaleza. Dice Hobbes: “En el estado de naturaleza hay siempre guerra de todos contra todos, y la vida del hombre es solitaria, sucia, brutal y breve”.

El pacto que él propone es el pactum subiectionis, pero evidentemente, con el mismo argumento (naturaleza caótica en contraposición a Estado de orden y garantías), se han propuesto otro tipo de Estados. Lo que nos interesa de Hobbes no es por lo tanto el modelo de Estado que propone (que podemos calificar de proto-absolutista) sino el porqué de su particular contrato social: por la habitabilidad privativa en lo político y por la inhabitabilidad absoluta en lo pre-político. Discutiremos esta cuestión en el próximo artículo, con la crítica del comunitarismo radical y una defensa de un comunitarismo sui generis de amplia tradición liberal.