En el anterior artículo terminamos exponiendo la teoría –vinculada principalmente a Hobbes pero como veremos de muy fértil evolución– según la cual nos constituimos en sociedad y/o Estado para solucionar los graves problemas del estado de naturaleza: porque sólo en comunidad y con leyes podemos, ante todo y como mínimo, sobrevivir como individuos.
La cuestión es: ¿podemos, no ya sobrevivir, sino ser, desarrollarnos de otra manera que no sea sociedad? Esto es lo que se plantea, a mi modo de ver erróneamente, en el debate individualismo versus comunitarismo, que bebe directamente de Hobbes. Y digo erróneamente porque no se trata de una disyuntiva real, sino de un malentendido (fruto, cómo no, de no leerse los unos a los otros y empeñarse todos en atacar hombres de paja). En este artículo vamos a aclarar la falsa disyuntiva y a argumentar a favor de un comunitarismo sui generis.
¿Por qué se trata de un debate viciado? Normalmente se admite que, por una parte, el liberalismo está anclado en un presupuesto innegociable: el del individualismo antropológico que concibe a los seres humanos como individuos atómicos y autosuficientes. Y, por otra parte, que el progresismo (entendido en un sentido laxo, aunque paradigmáticamente refirámonos al comunitarismo demócrata de Walzer, MacIntyre, Sandel, Habermas, etc.) está anclado en el presupuesto antropológico contrario, y a su vez innegociable: el del comunitarismo natural. Pero esta interpretación de la historia del pensamiento es errónea, porque confunde y mezcla sociedad civil con Estado o arquitectura institucional estatal.
Los autores liberales, en su inmensa mayoría, no han defendido una antropología tal, pues iría en contra de la más elemental ciencia social y, hoy, también biológica; sí, por el contrario, Stirner, en el que muy a menudo y lamentablemente se centran los ataques, obviando toda una tradición liberal-comunitarista anterior y posterior.
Este guión entre los términos liberal y comunitarista no es en absoluto incongruente: la convivencia de la postura política liberal y la postura antropológica (y a veces, moral) comunitarista resulta muy atractiva, como mínimo desde Adam Smith. Lo primero –lo político- es el “deber ser”, la deseabilidad de un sistema político liberal; lo segundo –lo antropológico- es el “ser”, la constatación científica de que el ser humano es un ser social. De “ser social” a “ser político” o “ser político-adjetivado” (democrático, liberal clásico, socialdemócrata, autoritario, etc.) hay mucho que explicar, y establecer identidades entre estos términos no es más que un non sequitur.
Queda claro entonces que una cosa es el individualismo político (el liberalismo) y otra cosa muy distinta el individualismo antropológico (el hombre de paja del liberalismo: el supuesto atomismo social en el que basa sus prescripciones); tengamos en cuenta que, si admitiéramos que el liberalismo se basa en el individualismo antropológico, no podríamos calificar de liberal ni siquiera al propio Hayek; pues una cosa es admitir la articulación en sociedad civil, y otra cosa distinta es la articulación en Estado, que sólo en parte se justifica por la sociabilidad del ser humano.
Como digo, de sociedad a Estado hay un salto cualitativo que hay que explicar, y que es el fallo en el que incurren habitualmente los comunitaristas clásicos, pues de la constatación de que el ser humano es un ser social, pasan a argüir que el ser humano sólo se desarrolla completamente en la política democrático-participativa. No es mi intención entrar en esta cuestión, sino sólo advertir que ese salto que dan de un atributo a otro no está justificado lógica o científicamente, sino sólo prescriptiva, moralmente. Nos topamos aquí con la célebre falacia moralista: el tratar de hacer pasar por natural algo que nosotros consideramos moral (para así luego entroncar con la falacia naturalista: el tratar de hacer pasar por moral algo que supuestamente es natural).
Una vez señalado el error básico e insoslayable que, en mi opinión, tiene el comunitarismo, pasemos a defender una de sus ideas más valiosas: la de la necesidad de las instituciones para que el ser humano sea; idea que, por cierto, hay que rastrear en Aristóteles, en su teoría de que somos en y a través de la polis (no por o para la polis), y que no hay que confundir ni con el conservadurismo comunitarista de Burke (que no sólo ensalza los lazos, la comunidad y la tradición sino que además la prescribe) ni con ningún tipo de comunitarismo obligatorio.
Se trata simplemente de admitir que, como dice Rafael del Águila a propósito de esta corriente política (en Historia de la Teoría Política, 6), “la autonomía individual no es el presupuesto, sino que es el resultado de la vida comunal”, porque somos “individuos potencialmente autónomos gracias, precisamente, a la interacción social.”
Esta teoría defiende que no sólo desarrollamos nuestras capacidades porque el Estado garantiza –en la garantía de los derechos individuales, si bien cabe matizar que éstos quedan seriamente limitados por algunos sociales y colectivos- la libertad negativa de hacer cada uno lo que quiera con su propia vida (a este respecto, dice Hannah Arendt: “la isonomía, al igual que la libertad, son atributos de la polis”), sino que, además, también las desarrollamos porque existe el ámbito de lo público. Si lo público, como decía anteriormente, se identifica necesariamente con el Estado, con la política, con ese espacio de debate e imposición sobre lo que considera cada cual que debe ser ley, es otra cuestión.
Pero sobre la importancia del espacio público para desarrollarnos caben, bajo mi punto de vista, pocas críticas, porque no se trata de soledad versus compañía o individuo versus Estado, sino de aislamiento versus comunidad en tanto que espacio de comunicación y acción. En palabras de Rafael del Águila: “la autonomía es algo que se aprende ejerciéndola interactivamente. No es que uno se plantee ser autónomo y entonces use su razón para serlo; el proceso es el inverso: uno se inscribe en prácticas comunitarias deliberativas y en su seno aprende a usar su juicio y lo que significa ser autónomo.”
La combinación de liberalismo en lo político con presupuestos antropológicos no-individualistas nos impone un reto: el de integrar en la teoría –política, económica: en la parte científica subyacente en la que se basa la propuesta liberal- el hecho de que “los intereses no son causalmente previos a las prácticas, sino que dependen de ellas.” En definitiva, actualizar algunos de nuestros puntos de vista primeros con la constatación de que “las preferencias y la elección no son algo que uno posee y revela después a otros: son algo que uno forma en el proceso de autoaclaración y elección en contextos comunitarios y públicos.”
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