Se va a construir una mezquita en la zona cero de Nueva York, un recinto en cuya valla se apuestan los visitantes para dejar el enorme hueco que dejó el atentado islamista de 2001. Es una provocación intolerable y, como tal, no se debe tolerar. Esa es la queja de una mayoría de estadounidenses y de no pocos de los españoles que han visto la noticia. Adórnese como se quiera, con la voz de las víctimas, con artículos de muslimes arrogándose la provocación, con el vaivén de los políticos... Esta queja, esta llamada a que se prohíba la mezquita donde cayeron las torres gemelas, es humanamente comprensible pero no tiene razón suficiente para sostener esa pretensión.
Para empezar, no es una mezquita, sino un centro cultural, y no se construye en la zona cero, sino a dos o tres manzanas de distancia. Si la principal razón para prohibirla es que constituye una provocación, dejemos claras sus circunstancias, porque las circunstancias son las que le otorgan valor. Se erigen mezquitas en muchos sitios y a ninguna de ellas se le da esta carga simbólica. Esta no es una mezquita y no ocupará el terreno del world trade center. Es un centro cultural vecino. Estará destinado a "promover la integración y la tolerancia hacia las diferencias y la cohesión de la comunidad por medio de las artes y la cultura". Claro que podría ser falso, pero si de veras fuera una provocación estaría formalmente dedicado a promover la yihad contra el infiel.
Se le ha sugerido a sus promotores que elijan una ubicación distinta. Dos manzanas, al parecer, no son suficiente distancia. ¿Lo serían cuatro? ¿Cuál es el número de calles suficiente para una provocación tolerable? Es un problema moral harto difícil. Porque la provocación está siempre en el provocado. El que la ejecuta lo hace sabiendo, o no, los razonamientos del ofendido. Debería ser evidente, con sólo plantearse la cuestión, que no podemos conocer las mentes de todos los demás para hacer un cálculo exacto, ni siquiera aproximado, del fine tunning de la provocación. ¿Cuántas indignaciones desata una mezquita y cuántas un centro cultural? ¿Cuántos dejarían de ofenderse con cada calle que se alejase de la zona cero? Una mezquita en el Pentágono, ¿sería mayor motivo de escándalo? Hay una y, por el momento, no ha producido mayor problema.
Mucha derecha está indignada. Pero derecha y liberalismo no son la misma cosa. Es cierto que es en la derecha donde mejor se ha acogido a la libertad, pero no siempre el recibimiento es acogedor, como es evidente. Hay cosas que un buen liberal sabe por instinto, o porque lo ha estudiado, o por cualquier otra razón, pero que no le permitirán traicionarse. Como, por ejemplo, que en cualquier parte del mundo, pero más en los Estados Unidos, debería prevalecer la libertad religiosa. O, más precisamente, que esa libertad, como todas las demás, emana del derecho de propiedad. Y la propiedad del terreno ha decidido vendérsela a los promotores de Casa Córdoba, que así se llama el lugar. Debiera saber que nuestra ignorancia sobre todas las circunstancias que puedan derivarse de un curso de acción u otro nos aconseja que confiemos en el libre ejercicio de cada uno con lo suyo, para que vayamos descubriendo qué es beneficioso y qué no lo es. Y que debiéramos desconfiar de que el poder se arrogue el derecho a prohibir tal o cual acción legítima sólo porque la mayoría de la población le respalde.
No sé si la construcción de Casa Córdoba será buena o mala para la ciudad de Nueva York, que tanto aprecio. Lo que sí sé es que su prohibición será un paso atrás en las libertades de aquél país y lo acabará siendo también en nuestras libertades.
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En parte tapado por muchos otros asuntos de mayor actualidad y urgencia, el debate sobre la construcción de un centro religioso, cultural y comunitario musulmán a pocos metros de la Zona Cero, llamado Casa Córdoba, ha alcanzado la primera plana tras un discurso con motivo del Ramadán en el que Obama entró en el debate reafirmando el derecho de los musulmanes a rezar donde quieran, como no podía ser de otro modo. No obstante, el presidente de los Estados Unidos rebajó al día siguiente las expectativas de quienes defienden la mezquita afirmando que eso no significaba que apoyase su construcción o dejara de hacerlo. Y es esa, en apariencia, pequeña diferencia la que marca un mundo de diferencia.
Cándido Azpiazu, el asesino de Ramón Baglietto, tiene un derecho legal a montar una cristalería enfrente de la casa en la que vive su viuda, Pilar Elías. Pero sólo una sabandija apoyaría semejante decisión. Es un problema de respeto a las víctimas, no de libertad de establecimiento. Del mismo modo, los promotores de la mezquita tienen derecho a construirla al lado de la Zona Cero, derribando para ello un edificio dañado por fragmentos de unos de los aviones del 11-S. Pero no es precisamente una idea que respete la sensibilidad del prójimo ni facilita el objetivo de "tender puentes", que es la razón que públicamente se ha dado para su construcción.
Es por eso que una mayoría de los estadounidenses y los neoyorquinos se opone a la Casa Córdoba. Cerca de un centenar de mezquitas funcionaban antes del 11-S en Manhattan y lo siguieron haciendo después con plena normalidad y sin provocar ninguna protesta. Pero este proyecto en particular ha levantado ampollas entre las víctimas y sus compatriotas. "Nadie que haya vivido la historia del 11-S y sentido el aguijón de la pérdida para nuestro país de aquel día puede creer sinceramente que someter a nuestras familias a más dolor pueda suponer un acto de paz", ha declarado Debra Burlingame, víctima del 11-S, mujer del piloto del avión que estrellaron contra el Pentágono.
Burlingame saltó a la fama como portavoz de la oposición de las víctimas a la construcción de un museo en la Zona Cero, financiado entre otros por George Soros, en el que se "contextualizaba" el ataque con referencias a la política exterior norteamericana y el viejo y falso eslogan progresista de enlazar pobreza y terrorismo. Como la responsabilidad sobre el antiguo emplazamiento de las Torres Gemelas era pública, el gobernador del estado pudo prohibir el museo. No es el caso, y aunque ha habido peticiones de convertir el edificio que se derruirá en un monumento público han fracasado, y con razón, porque no lo es.
Muchos temen que edificar la Casa Córdoba tan cerca de la Zona Cero se convierta en un símbolo para los islamistas, un acicate para seguir con su lucha. Pero es un peligro hipotético, y quizá no muy realista. Sin embargo, lo que sí es una realidad innegable es que para las víctimas esta mezquita supone un sacrilegio que viola el suelo sagrado en el que mataron a los suyos. Y que tienen la sensación de que en Estados Unidos se respeta más el derecho de los musulmanes a rezar donde quieran que el suyo a honrar a sus muertos ahí donde cayeron.
Es probable que las palabras de Obama sobre este asunto no sean más que política de la mala, la de quien dice sin decir y se niega a tomar postura. Pero sirven para recordarnos la gran diferencia entre ley y moral; que no todo lo que está permitido es bueno, y que tener derecho a algo no significa que debamos hacerlo. Si el imán Feisal Abdul Rauf, promotor de Casa Córdoba, logra entender esta diferencia y acepta la oferta de trasladarla, habrá cumplido de verdad con su publicitado objetivo de tender puentes.
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