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Mezquitas por Jon Juaristi‏

El proyecto de mezquita en la Zona Cero no es cuestión de libertad religiosa, sino de tolerancia a la provocación

HE visto mezquitas en Damasco, en Kairuán, en Beirut, en el Cairo, en Estambul, en Rabat. Y en Jerusalén, por supuesto: plantada una frente al Santo Sepulcro. Conozco cientos de mezquitas. Paso diariamente ante una de Madrid. Trato de no ver en ellas un signo de amenaza, de peligro, como no lo veo en los templos cristianos ni hindúes, ni shinto ni budistas, ni —sobra en mi caso decirlo— en las sinagogas.

En Nueva York he conocido incluso templos polivalentes. Hay uno, en Manhattan, que es sinagoga reformista los sábados y templo metodista los domingos: un enorme estor cubre la cruz desnuda en la pared del fondo durante las ceremonias judías. La escasez de suelo o simplemente de edificios impone a veces dobles o triples funciones a un mismo espacio, como aquellos bares de las películas del oeste que se transformaban en tribunales de justicia cuando hacía falta, pero lo de la polivalencia religiosa sólo lo he visto en Nueva York, que es la ciudad más tolerante del planeta. Aunque no me extrañaría que en otras partes hubiera casos semejantes de simbiosis espacial entre judaísmo reformista y metodismo, porque sus templos no son recintos sagrados, sino lugares de asamblea, de reunión de la comunidad, que es el sentido original de las palabras sinagoga e iglesia.

Trato de no sentirme intranquilo ante las mezquitas, incluso cuando sé que muchas de ellas sirven para que imames enloquecidos propaguen el odio a occidente. Me digo que también he oído siniestras burradas en iglesias católicas de mi tierra vasca y he asistido a alguna bronca en sinagogas americanas, cuando el rabino de turno proponía, por ejemplo, campañas de apoyo a Lori Berenson, la chica judía encarcelada en Perú por delitos de terrorismo, a la van a enchironar de nuevo tras una excarcelación precipitada a lo De Juana Chaos. Me intento persuadir de que no todos los musulmanes son como los chiítas iraníes que ahorcan homosexuales, como los talibanes que matan mujeres a pedradas después de torturarlas, como la gazana que asegura que educará a su hijo, recién salvado de una grave dolencia gracias a un filántropo judío que corrió con los gastos médicos, para que se inmole masacrando israelíes. Quiero convencerme de que la mayoría de los creyentes del islam son gentes amables, pacíficas y respetuosas con los que siguen otra fe o no siguen fe alguna. Me gustaría admirar sin prevenciones ni mala conciencia su civilización, su magnífica literatura (Corán incluido) que he estudiado con todo el interés y cariño posible en un profano en sus filologías. Y con nadie he estado más de acuerdo que con un viejo sufí sirio que me dijo una vez: «Alá no entiende de religiones».

Me esfuerzo en verle al islam aspectos positivos, y viene esta incalificable grosería del proyecto de una mezquita en la Zona Cero, y compruebo que, en el vasto número de la umma, sólo se alzan en contra las voces escandalizadas e inaudibles de un pequeñísimo puñado de musulmanes que, eso sí, comprenden mejor que Obama que el asunto no va de libertad religiosa sino de apuntarse un tanto escarneciendo a la América infiel. Veo lo poco que representan, y se me caen los palos del sombrajo y los minaretes de mis ingenuidades.

Córdoba house por Ignacio Camacho‏

O hay libertad de culto o no. O es culpable la religión del atentado o no.


Córdoba house

DE todos los cafés de todas las ciudades del mundo, se quejaba Rick Blaine-Bogart en «Casablanca», Ilsa-Ingrid Bergman había tenido que aparecer precisamente en el suyo para

resucitar un viejo dolor enterrado. Algo así ha tenido que decir Barack (Hussein) Obama para rectificar su notable patinazo al defender el derecho de los musulmanes a construir una mezquita en la Zona Cero del 11-S: de todos los solares de todas las ciudades de todos los Estados Unidos, ése es probablemente el más inoportuno porque revive heridas mal cerradas en la conciencia de un pueblo atacado. Presa de un ataque de zapaterismo—síndrome que se manifiesta en decirle a todo el mundo lo que quiere oír—, el presidente americano sucumbió a la tentación de granjearse las simpatías islámicas durante una cena conmemorativa del Ramadán, pero la reacción irritada de sus compatriotas le ha forzado a recular ante una lógica corriente adversa de opinión pública. Al final ha dejado las cosas, acaso un poco tarde, en su justo término: el derecho a levantar mezquitas no se discute en una sociedad abierta, pero quizás en ese sitio no se trate de una buena idea.

Al fondo de toda esta polémica, que nos resulta familiar en un país también golpeado por el fundamentalismo islámico, no late tanto el problema de la tolerancia como el de la reciprocidad. El Estado liberal consagra la libertad de culto y la hace efectiva sin mayores problemas, como prueba la celebración masiva del Ramadán en Europa y América, pero esa pacífica coexistencia no debe enturbiarse con gestos interpretables como provocación innecesaria. La alianza de civilizaciones funciona de hecho en la realidad cotidiana —en España los trabajadores musulmanes gozan incluso del derecho a adaptar su jornada a la práctica del ayuno— sin trabas significativas al ejercicio de la oración ni de la prédica. Se trata de una cuestión asumida con naturalidad en el seno de las sociedades democráticas, que sin embargo no cuenta con un tratamiento recíproco en la mayoría de las naciones islámicas, donde no suelen concederse permisos para erigir iglesias cristianas ni para conmemorar la Navidad o la Semana Santa. Es esa falta de correlato lo que causa recelos y da lugar a sentimientos de agravio.

El debate de Nueva York no por eso un asunto de libertades sino de sensibilidad. Esa Córdoba House —vaya por Dios, el mito andalusí— que algún imán quiere edificar en el lugar donde más duele la tragedia no va a cicatrizar heridas, sino a reabrirlas. Y aunque queda claro que el Islam no es responsable de lo que allí ocurrió, también lo está que el impacto ambiental de una iniciativa así no acerca voluntades sino que las separa. La tolerancia es recíproca o no es tolerancia; el error de Obama sugiere que en caso de susceptibilidad al menos es menester atenerse al sentido común de la coexistencia.

Two Cheers for American Tolerance by Shikha Dalmia‏

The Ground Zero mosque controversy shows that America manages its hatreds better than others

Sarah Palin has not only revealed herself to be linguistically challenged in "refudiating" the proposed "mosque" near Ground Zero, but also emotionally overwrought. "It stabs hearts," she tweeted to her fellow mosque-bashers. But Palin notwithstanding, the way this country has comported itself during this controversy represents a damn fine moment for humanity. As a naturalized American, let me just say that if every country handled its hatreds as well as this one, this world wouldn't be a half-bad place to live in.

It is painfully obvious that opposition to the Cordoba House, as this structure would be called, is motivated less by a desire to protect the memory of 9/11 victims and more by a knee-jerk suspicion of Muslims. If it were not, mosque-bashers wouldn't have so much difficulty processing some basic but crucial facts about the structure. The "mosque," for instance, is not really a mosque but an Islamic community center--complete with a swimming pool, auditorium, bookstores and restaurants—along the lines of the many YMCAs or Jewish community centers around the country.

It will house a place of worship, but it won't blare muezzin calls summoning Muslims to pray five times a day, suggesting that it has a fairly relaxed attitude toward Quranic strictures. Nor will it be a Muslim-only place where members of other faiths are unwelcome; rather it will be open to anyone willing to pay its dues. Best (or worst) of all, it won't be "on" Ground Zero, but two blocks and a bend away at a spot not visible to World Trade Center visitors.

None of this is preventing some opponents from bizarrely suggesting that the center represents a surreptitious attempt to glorify Islamic victory on American soil. But a victory statement communicated through esoteric means negates itself because such means signal weakness, not strength. What's more, it is one odd victory statement when its alleged authors are not claiming any moral high ground for their putative side. To the contrary, the couple, Imam Feisal Abdul Rauf and his wife Daisy Khan, who are spearheading the center, have "refudiated" the 9/11 attacks in particular and Islamic terrorism in general.

They have qualms about U.S. foreign policy in the Middle East that plenty of nonterrorist Americans would share. And they are Sufis, the moderate and mystical sect of Islam that is known for its refined music and art, not its militancy. In fact, by all auguries, they are modern and liberated Muslims who seem rather embarrassed by the hot-headed jihadis who speak for their religion. Their whole project was conceived in order to highlight the more benign, moderate side of Islam and build bridges with other faiths. Newsweek Editor Fareed Zakaria is absolutely right when he notes that, "if there is ever going to be a reformist movement in Islam, it is going to emerge from places like the proposed mosque."

It is possible that the center is really an elaborate ruse for some sinister anti-American agenda—just as it is possible that America's next president could be a Manchurian candidate installed by the Chinese. But to suspect such an agenda in the face of massive evidence to the contrary testifies to just how deep-seated the suspicion against Muslims is in this country.

But this is precisely why it is all the more remarkable that this resentment hasn't boiled over into active persecution—something that would hardly be possible any place else in the world. To be sure, this controversy has triggered a backlash against other proposed mosques in the country, with opponents holding protest rallies with dogs in tow to taunt Muslims who regard dogs as napaak, or impure. And Republicans in some races have turned this controversy into something of a rallying cry to energize their base.

But that's about the worst of it.

On the other hand, to this country's enormous credit, New York City's Landmark Preservation Commission unanimously rejected demands that it subvert local zoning ordinances allowing houses of worship in the area "as a right" to scuttle the project. (Mosque opponents had wanted the commission to declare the existing Burlington Coat Factory on the site a landmark so that nothing else could be built there.)

The losers have appealed the decision, although they know they have virtually no chance of prevailing. Yet so far they have resorted not to violence but persuasion to convince the couple to go elsewhere. Even Palin's silly tweets are infused with a sweet civility, asking Muslims to reconsider as a gesture of goodwill toward their fellow Americans.

Her request might be wrong-headed, but can anyone think of another country where a major national figure would resort to gentle cajoling to win over members of a vilified minority? Certainly not in continental Europe, which is busy enacting burqa bans for no other reason except that the majority wants to bend a minority to its norms. And it would never happen in India, my native country, where Hindu lynch mobs, aided and abetted by the ruling Congress Party, orchestrated a mini pogrom of Sikhs following the 1984 assassination of Prime Minister Indira Gandhi by her Sikh bodyguard.

It is out of question that a Sikh gurudwara could ever be erected next to Gandhi's residence, where she was assassinated, against the will of the majority Hindu population. And Indian Muslims have yet not been allowed to rebuild the mosque that Hindus led a national march to tear down with their bare hands in 1991—not even as recompense for the bloodletting they visited upon Muslims following the mosque razing.

The point is not to pick on any country. The point is that it is not easy, even for liberal democracies, to rein in the tyranny of the majority. That in America no majority can forcibly evict the imam and his family against his will is not nothing. Nor is the fact that if anyone tried to, they would have to contend with the full force of the law, in contrast to India where the perpetrators of the Sikh and Muslim massacres have still not been brought to justice. No people anywhere has yet found a way to rationally examine its hatreds before venting them. But at least America's commitment to property rights and religious liberties runs deep enough that it can contain that hatred.

America, in short, represents not just how far humanity has yet to travel on the road to complete civility, but how far humanity has already traveled. For now, if the rest of the world just caught up with America, it would be a huge leap forward for the cause of toleration.

Shikha Dalmia is a Reason Foundation senior analyst and a columnist at Forbes. This article originally appeared at Forbes.

Zona cero, religión y libertad en Libertad Digital‏


Se va a construir una mezquita en la zona cero de Nueva York, un recinto en cuya valla se apuestan los visitantes para dejar el enorme hueco que dejó el atentado islamista de 2001. Es una provocación intolerable y, como tal, no se debe tolerar. Esa es la queja de una mayoría de estadounidenses y de no pocos de los españoles que han visto la noticia. Adórnese como se quiera, con la voz de las víctimas, con artículos de muslimes arrogándose la provocación, con el vaivén de los políticos... Esta queja, esta llamada a que se prohíba la mezquita donde cayeron las torres gemelas, es humanamente comprensible pero no tiene razón suficiente para sostener esa pretensión.

Para empezar, no es una mezquita, sino un centro cultural, y no se construye en la zona cero, sino a dos o tres manzanas de distancia. Si la principal razón para prohibirla es que constituye una provocación, dejemos claras sus circunstancias, porque las circunstancias son las que le otorgan valor. Se erigen mezquitas en muchos sitios y a ninguna de ellas se le da esta carga simbólica. Esta no es una mezquita y no ocupará el terreno del world trade center. Es un centro cultural vecino. Estará destinado a "promover la integración y la tolerancia hacia las diferencias y la cohesión de la comunidad por medio de las artes y la cultura". Claro que podría ser falso, pero si de veras fuera una provocación estaría formalmente dedicado a promover la yihad contra el infiel.

Se le ha sugerido a sus promotores que elijan una ubicación distinta. Dos manzanas, al parecer, no son suficiente distancia. ¿Lo serían cuatro? ¿Cuál es el número de calles suficiente para una provocación tolerable? Es un problema moral harto difícil. Porque la provocación está siempre en el provocado. El que la ejecuta lo hace sabiendo, o no, los razonamientos del ofendido. Debería ser evidente, con sólo plantearse la cuestión, que no podemos conocer las mentes de todos los demás para hacer un cálculo exacto, ni siquiera aproximado, del fine tunning de la provocación. ¿Cuántas indignaciones desata una mezquita y cuántas un centro cultural? ¿Cuántos dejarían de ofenderse con cada calle que se alejase de la zona cero? Una mezquita en el Pentágono, ¿sería mayor motivo de escándalo? Hay una y, por el momento, no ha producido mayor problema.

Mucha derecha está indignada. Pero derecha y liberalismo no son la misma cosa. Es cierto que es en la derecha donde mejor se ha acogido a la libertad, pero no siempre el recibimiento es acogedor, como es evidente. Hay cosas que un buen liberal sabe por instinto, o porque lo ha estudiado, o por cualquier otra razón, pero que no le permitirán traicionarse. Como, por ejemplo, que en cualquier parte del mundo, pero más en los Estados Unidos, debería prevalecer la libertad religiosa. O, más precisamente, que esa libertad, como todas las demás, emana del derecho de propiedad. Y la propiedad del terreno ha decidido vendérsela a los promotores de Casa Córdoba, que así se llama el lugar. Debiera saber que nuestra ignorancia sobre todas las circunstancias que puedan derivarse de un curso de acción u otro nos aconseja que confiemos en el libre ejercicio de cada uno con lo suyo, para que vayamos descubriendo qué es beneficioso y qué no lo es. Y que debiéramos desconfiar de que el poder se arrogue el derecho a prohibir tal o cual acción legítima sólo porque la mayoría de la población le respalde.

No sé si la construcción de Casa Córdoba será buena o mala para la ciudad de Nueva York, que tanto aprecio. Lo que sí sé es que su prohibición será un paso atrás en las libertades de aquél país y lo acabará siendo también en nuestras libertades.

*


En parte tapado por muchos otros asuntos de mayor actualidad y urgencia, el debate sobre la construcción de un centro religioso, cultural y comunitario musulmán a pocos metros de la Zona Cero, llamado Casa Córdoba, ha alcanzado la primera plana tras un discurso con motivo del Ramadán en el que Obama entró en el debate reafirmando el derecho de los musulmanes a rezar donde quieran, como no podía ser de otro modo. No obstante, el presidente de los Estados Unidos rebajó al día siguiente las expectativas de quienes defienden la mezquita afirmando que eso no significaba que apoyase su construcción o dejara de hacerlo. Y es esa, en apariencia, pequeña diferencia la que marca un mundo de diferencia.

Cándido Azpiazu, el asesino de Ramón Baglietto, tiene un derecho legal a montar una cristalería enfrente de la casa en la que vive su viuda, Pilar Elías. Pero sólo una sabandija apoyaría semejante decisión. Es un problema de respeto a las víctimas, no de libertad de establecimiento. Del mismo modo, los promotores de la mezquita tienen derecho a construirla al lado de la Zona Cero, derribando para ello un edificio dañado por fragmentos de unos de los aviones del 11-S. Pero no es precisamente una idea que respete la sensibilidad del prójimo ni facilita el objetivo de "tender puentes", que es la razón que públicamente se ha dado para su construcción.

Es por eso que una mayoría de los estadounidenses y los neoyorquinos se opone a la Casa Córdoba. Cerca de un centenar de mezquitas funcionaban antes del 11-S en Manhattan y lo siguieron haciendo después con plena normalidad y sin provocar ninguna protesta. Pero este proyecto en particular ha levantado ampollas entre las víctimas y sus compatriotas. "Nadie que haya vivido la historia del 11-S y sentido el aguijón de la pérdida para nuestro país de aquel día puede creer sinceramente que someter a nuestras familias a más dolor pueda suponer un acto de paz", ha declarado Debra Burlingame, víctima del 11-S, mujer del piloto del avión que estrellaron contra el Pentágono.

Burlingame saltó a la fama como portavoz de la oposición de las víctimas a la construcción de un museo en la Zona Cero, financiado entre otros por George Soros, en el que se "contextualizaba" el ataque con referencias a la política exterior norteamericana y el viejo y falso eslogan progresista de enlazar pobreza y terrorismo. Como la responsabilidad sobre el antiguo emplazamiento de las Torres Gemelas era pública, el gobernador del estado pudo prohibir el museo. No es el caso, y aunque ha habido peticiones de convertir el edificio que se derruirá en un monumento público han fracasado, y con razón, porque no lo es.

Muchos temen que edificar la Casa Córdoba tan cerca de la Zona Cero se convierta en un símbolo para los islamistas, un acicate para seguir con su lucha. Pero es un peligro hipotético, y quizá no muy realista. Sin embargo, lo que sí es una realidad innegable es que para las víctimas esta mezquita supone un sacrilegio que viola el suelo sagrado en el que mataron a los suyos. Y que tienen la sensación de que en Estados Unidos se respeta más el derecho de los musulmanes a rezar donde quieran que el suyo a honrar a sus muertos ahí donde cayeron.

Es probable que las palabras de Obama sobre este asunto no sean más que política de la mala, la de quien dice sin decir y se niega a tomar postura. Pero sirven para recordarnos la gran diferencia entre ley y moral; que no todo lo que está permitido es bueno, y que tener derecho a algo no significa que debamos hacerlo. Si el imán Feisal Abdul Rauf, promotor de Casa Córdoba, logra entender esta diferencia y acepta la oferta de trasladarla, habrá cumplido de verdad con su publicitado objetivo de tender puentes.

Obama, en la zona cero de la verdad por Arcadi Espada


La matización que parece haber hecho Obama de su apoyo inicial al proyecto de construir una mezquita cerca de la Zona Cero. Una matización muy peligrosa. Si no se acepta que el Islam pueda rezar allí, es que se considera que el Islam es responsable de lo que sucedió allí. Es lo que opinan algunas víctimas: «La construcción de la mezquita es una provocación». Este es uno de esos momentos interesantes para un político. Hasta que la realidad le cuadra, el político puede ir contemporizando. Es decir, puede ir pasando la maroma mientras insiste en la obligación de distinguir entre el islam y sus lecturas torcidas e incluso especula con la auténtica responsabilidad que la religión pueda tener en determinados crímenes. Pero de repente sucede algo como esto: un grupo de musulmanes quiere deshacer definitivamente cualquier vinculación entre la fe y la matanza y para ello propone construir un lugar de culto entre las cenizas. La contemporización se ha acabado. El político se enfrenta a una obligación rara: la de probar que antes hablaba en serio. Y obviamente, y sobre todo con mucha seriedad, lo desmiente.