Mostrando entradas con la etiqueta Gabriel Calzada. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Gabriel Calzada. Mostrar todas las entradas

Reformar el sistema para evitar la quiebra

por Gabriel Calzada.

Las medidas aprobadas por el gobierno para evitar la suspensión de pagos y lograr el rescate de de los bancos y del Estado por parte de nuestros socios europeos ha probado ser un auténtico fiasco.
Pocas horas después de votarse el ajuste que según Rajoy era el que necesitaba España, la prima de riesgo sobrepasa los 600 puntos básicos. Para alejar el fantasma de la quiebra, el gobierno tiene que abandonar su empeño en mantener todas las promesas del Estado paternalista, planteamiento que le ha llevado a freírnos a impuestos y tratar de hacer recortes horizontales del gasto público en lugar de replantear seriamente cuáles son las funciones básicas que debe retener el Estado y cuales pueden y deben ser devueltas a la sociedad civil aligerando el peso del aparato estatal y dando dinamismo a la economía.
Para empezar el gobierno debería reformar el sector eléctrico. El gobierno del PP primero y del PSOE después pervirtieron el mercado energético subvencionando varias de las formas menos eficientes de producir electricidad. Una década después el coste eléctrico en España es de los más altos de Europa, lastrando así el poder adquisitivo de nuestras familias y la competitividad de nuestras empresas. Ahora el gobierno debe retirar tanto las subvenciones a la producción como las restricciones a la instalación de nuevas plantas de cualquier tecnología. El lugar de liar aún más el sector con nuevos impuestos que traten de compensar los desequilibrios creados, el ejecutivo debe liberalizar la producción y la compra-venta de electricidad. Rajoy y Soria no pueden pretender mantener los privilegios a unos cuantos productores en detrimento del conjunto de la sociedad española.
El grueso de las reformas pendientes está relacionado con el paternalista Estado del Malestar. Garantizar el acceso a servicios básicos a quienes no tienen dinero no implica que el gobierno se dedique a intervenir el mercado y a producir directamente los servicios. En el campo educativo España es uno de los dos únicos países de la OCDE en el que las 5 pruebas de PISA sus escolares puntúan sensiblemente por debajo de la media internacional. Aún así gastamos más dinero por estudiante que Finlandia, el país aclamado mundialmente por la calidad de su sistema educativo. Tampoco tenemos ni una universidad situada entre las 100 mejores del mundo a pesar de haber más que duplicado el gasto universitario en los últimos 10 años llegando a superar los 10.000 euros al año por estudiante. Sin embargo, en las escuelas de negocio, la rama de la enseñanza menos regulada y más alejada del control público, España tiene tres centros entre los diez primeros del mundo. Urge por lo tanto establecer procedimientos a través de los cuales políticos, burócratas y funcionarios pierdan su actual control sobre el sistema educativo en favor de los padres y los empresarios. Aquí cabe plantearse soluciones que vayan desde los cheques educativos hasta las privatizaciones pero sobre todo necesitamos abrir la oferta a la competencia para lo cual necesitamos una reforma legislativa que quite de un plumazo las mil y una barreras de entrada que estable la ley en la educación primaria, secundaria y universitaria.
En la sanidad necesitamos una reforma que permita a los ciudadanos elegir el modelo que desean costear y disfrutar. Desde la reintroducción de la desgravación por gasto en servicios sanitarios privados hasta la entrada de capital privado en los hospitales públicos, el campo para la mejora es inmenso. En los años de la burbuja el gasto público en sanidad creció un 67% sin que se observara una mejora en el servicio. Ahora toca llenar al sector de emprendedores que ganen dinero en la medida que sepan curar a los pacientes a un coste razonable. Los funcionarios llevan años eligiendo a través de MUFACE el proveedor al que pagan con su dinero y de manera invariable eligen una provisión sanitaria privada en una proporción de entorno al 85%, aligerando así el peso del estado y dando impulso a un importante sector privado.
También resulta necesario diseñar una reforma del sistema de pensiones que permita transitar del actual modelo de reparto a uno de capitalización personal. El sistema actual es la fiel reproducción de una estafa piramidal a lo Ponzi o a lo Madoff. La población cree estar ahorrando para su pensión cuando en realidad el gobierno está gastando su dinero en el pago de prestaciones actuales de tal modo que su pensión sólo se podrá pagar en el futuro si el gobierno encuentra suficientes personas a las que poder elevar la tributación el día de mañana. Con el paso progresivo a un sistema de capitalización cada ciudadano recuperaría la responsabilidad de ahorrar para garantizarse una renta digna tras finalizar su vida laboral al mismo tiempo que se evitar el modelo de crecimiento económico basado en expansiones insostenibles del crédito barato como el que vivimos entre 2001 y 2007.
Necesitamos en suma un drástico cambio de modelo que posibilitaría una enorme reducción del gasto público ayudando a equilibrar el presupuesto aún llevando a cabo la urgente reducción de los niveles impositivos confiscatorios y desincentivadores del esfuerzo personal establecidos por el PP. Si a estas reformas del Estado Benefactor que devuelven la responsabilidad de la producción de los servicios básicos a la ciudadanía le añadimos la eliminación de las trabas al desarrollo empresarial, España puede aún evitar la quiebra que tenemos ante nuestras narices.

Al borde del colapso por los errores de Rajoy

por Gabriel Calzada.



El Estado español está a un paso del colapso financiero. El principal responsable de esta situación es Mariano Rajoy, quien en lugar de cambiar el rumbo de la política económica tras su llegada a Moncloa hace seis meses, ha agravado la situación manteniendo una línea continuista y cometiendo enormes errores en la consecución del equilibrio presupuestario, las medidas para reactivar el crecimiento y la reestructuración de la banca.
El primer error garrafal llegó cuando el presidente mandó a Soraya Sáenz de Santamaría a anunciar el 30 de diciembre de 2011 una brutal subida de impuestos para reducir el déficit. La subida del IRPF fue tan fuerte que nos colocó a la cabeza de la represión fiscal en Europa, desincentivando enormemente el esfuerzo adicional de nuestros trabajadores más competitivos, que era una de las claves en las que confiar la recuperación. Junto al mazazo de la renta vino el subidón en el impuesto sobre el ahorro y la inversión, que el gobierno situó en el 27%, espantando a ahorradores e inversores, nacionales y extranjeros. La alternativa a este intento de tapar el déficit asfixiando a las personas que aún producían valor era plantearle a la ciudadanía que había funciones de las que hasta ahora se ocupaba el Estado que no eran fundamentales que serían traspasadas a la sociedad civil. Todo el mundo hubiera entendido ese recorte vertical con podadora. Sin embargo, Rajoy se empeñó en prometer que el Estado seguiría desarrollando todas sus funciones actuales y que el equilibrio se lograría combinando recortes horizontales con tijerillas de uña y enormes vueltas de tuerca impositivas.
Para reactivar el crecimiento el Gobierno se limitó a realizar una reforma laboral que, si bien iba en la dirección correcta, no permitió el descuelgue automático de los convenios colectivos, el gran generador de rigideces en nuestro mercado de trabajo. Más allá de este intento de llevarse bien con ángeles y demonios, el Gobierno confió el crecimiento económico a las ventanillas de redescuento del Banco Central Europeo y a la labor de unos emprendedores que no necesitan más subvenciones del ICO sino menos trabas para lanzar y desarrollar sus ideas de negocio. Alternativamente, el Gobierno debió acometer, además de una reforma laboral más ambiciosa, una verdadera poda de restricciones a la creación y al funcionamiento de las empresas que protegen a grupos privilegiados, una reducción de tasas e impuestos a la inversión y una liberalización completa pero sencilla y rápida de mercados tan variados como el educativo y el energético. España no crecerá si no genera valor a ojos de los demandantes del mercado global y eso no sucederá hasta que mejoremos nuestra competitividad.
Por último, al Gobierno le quedaba reestructurar el sector financiero y evitar una liquidación desordenada de bancos y cajas insolventes. Aquí el Ejecutivo optó también por el continuismo, elevando poco a poco las exigencias de fondos propios y esperando a ver si las numerosas entidades zombies del sector financiero lograban recapitalizarse soltando lastre al tiempo que seguían financiando al Estado y usando los bonos como colateral para obtener nuevos préstamos del BCE con los que nuevamente comprar bonos. La esperanza parecía estar puesta en que mientras tanto se presentara el Ángel de la Guarda a darle más valor a los activos tóxicos. Así llegó el día en el que la contabilidad creativa de algunos bancos no dio para más y el Gobierno se vio en la necesidad de rescatarles. Sin embargo, el Estado no tenía recursos para hacerlo, por lo que pidió a la Unión Europea que le rescate para él poder rescatar al sector financiero.
En esencia, el rescate anunciado el sábado pasado consiste en que Alemania y otros países le prestan a España el crédito y la liquidez que nuestro país ya no tiene. Esa liquidez sería inyectada en los bancos con problemas para dotarles de un capital con el que reestructurar la entidad. De este modo se evitaría una quiebra desordenada. Sin embargo, de nada sirve la liquidez europea si no se ha solucionado el problema del crecimiento ni el del gasto público. España debe ahora más dinero por un préstamo recibido en buenas condiciones –pero cuya devolución requiere de una mejoría de la economía– para rescatar a una banca que a su vez está rescatando al Estado. En otras palabras, hemos intentado solucionar un problema de hiperendeudamiento tirando de más deuda sin tener claro cómo vamos a devolver ese préstamo ni todo lo que nos han prestado antes.
La alternativa era llevar a cabo una reestructuración del sistema financiero al estilo de las que se realizan en el resto de los sectores empresariales: en lugar de rescatarlas desde fuera, hacerlo desde dentro y así no incrementar la losa de la deuda.
El Gobierno podía haber exigido un canje de bonos y deuda de alto riesgo por acciones. Así, parte de la deuda de los acreedores de las instituciones financieras que están al borde de la quiebra se hubiera hubiera convertido en fondos propios de la entidad, saneando el balance sin afectar negativamente a la deuda pública ni al ráting y dejando a las instituciones en condiciones de reanudar sus labores crediticias.
Apenas cuatro días después del no-rescate que desató la euforia entre los prestidigitadores de palacio, las agencias crediticias rebajan la calificación del Reino de España a un paso del bono basura y el rendimiento del bono toca el insoportable nivel del 7%, con un diferencial de 550 puntos básicos frente al bono alemán. Tras el no-rescate, que según De Guindos no era más que una generosa ayuda por la que debíamos dar botes de alegría y aplaudir con las orejas, España se encuentra al borde del colapso financiero, una situación que no puede entenderse sin los errores de Rajoy y su equipo. La nota positiva en medio de este oscuro panorama es que quizá aún estemos a tiempo de recapitalizar la banca con cargo a sus propios medios, liberalizar de un plumazo gran parte de la economía y recortar verticalmente el gasto público en un gran ejercicio de rediseño del Estado. Eso o la quiebra. Rajoy elige.

Por fin un verdadero plan de estímulo. Gabriel Calzada

Pero más importante aún que la libertad de horarios comerciales es la desburocratización y liberalización de la apertura de negocios que la Comunidad de Madrid parece estar preparando a través del llamado “permiso exprés”. La idea consiste en revertir el proceso actual por el que la administración pública otorga licencias para abrir negocios que se llegan a demorar varios años.

Según el informe Doing Business, España ocupa el puesto 147 de 183 países en facilidad para abrir un negocio –y el 49, con 233 días de tiempo invertido y 11 procedimientos administrativos, en el ránking que mide la facilidad relativa a la hora de conseguir un permiso de obra–, muy lejos de los puestos que ocupan la inmensa mayoría de países desarrollados con los que se supone que competimos.


Hace unos meses el presidente de Ikea denunciaba que lograr una licencia en España suponía una espera de hasta 5 años y yo mismo he tenido que esperar 6 años y un mes para obtener una licencia de obra y apertura de una simple cafetería.





Impuestos bajos y burros volando por Gabriel Calzada en Expansión

El Gobierno estudia subirnos de nuevo los impuestos, no le quepa a usted la menor duda. Salgado dice que sólo se trata de un “ajuste para favorecer la equidad”. No importa cómo lo vistan, le quieren exprimir. Blanco avanzaba el domingo una nueva vuelta de tuerca fiscal porque, según él, los impuestos que pagamos los españoles “son muy bajos”. Su argumento es que no podemos tener servicios públicos e inversiones en infraestructuras “de primera” si pagamos impuestos bajos. Esa misma cantinela la han repetido Salgado y otros miembros del gobierno machaconamente cada vez que han intentado vaciarnos la cartera. Pero claro, lo hacen por nosotros.

La diferencia fundamental entre un asaltador de caminos y un gobernante es que el primero te roba y te deja en paz mientras que el segundo te roba y encima te da la lata para convencerte de que lo hace por tu bien. Al menos eso es lo que decía Lysander Spooner, uno de los más ingeniosos pensadores políticos norteamericanos del siglo XIX.

Supongamos por un momento que fuera cierto que los impuestos que pagamos los españoles fueran relativamente bajos. ¿Por qué deberíamos de asemejarnos más a los infiernos fiscales que a los paraísos fiscales? ¿Alguien ha visto alguna vez que en los paraísos fiscales haya malos servicios públicos? Los líderes políticos europeos se reunieron en el año 2000 en Lisboa y declararon que en 2010 Europa sería la zona más próspera y competitiva del mundo.

En la estrategia para lograr tan espectacular meta olvidaron programar una reducción de los impuestos que asfixian a los europeos. Es más, consideraron que lo que había que hacer era armonizarlos (eufemismo para decir que habría que igualarlos al nivel de los infiernos fiscales más ardientes de la zona euro). Llegada la fecha en la que los 27 deberían estar saboreando las mieles del triunfo, Europa es una de las zonas menos competitiva y más aletargada del mundo; y los elevados impuestos no son ajenos a la causa de este eurofiasco. Pero, además, resulta que la idea de que nuestros impuestos son bajos en comparación con los de otros países es una monumental falacia. Para colárnosla el gobierno nos cuenta que la presión fiscal en España está por debajo de la media europea. Y es cierto. La presión fiscal, resultado de dividir los ingresos fiscales entre el Producto Interior Bruto, está ligeramente por encima del 33% del PIB, seis puntos por debajo de la media de la Unión Europea, según Eurostat. Sin embargo, esto se debe a que la actividad económica se ha hundido y no a que los impuestos hayan bajado o sean bajos. En el momento álgido de la burbuja crediticia la presión fiscal llegó a estar en el 37,2%.

La bajada se debe a que los beneficios empresariales se han desmoronado, disminuyendo los impuestos cobrados en concepto de Impuesto de Sociedades, y a que el número de rentas que tributan también se ha desplomado debido al monumental desempleo que sufrimos por la rigidez de nuestro mercado laboral.

Una vez más el Gobierno actúa como si estos problemas los hubiera traído un meteorito y nada tuviera que ver con su nefasta gestión de la crisis, negándose a desregular, endeudándonos y tirando el dinero bueno detrás del malo con la fútil esperanza de que tal despilfarro fuera a generar riqueza. En otras palabras, no es que los impuestos sean bajos (¡son altísimos!) sino que la recaudación ha bajado mucho porque las regulaciones absurdas han impedido la reestructuración empresarial y mantienen el desempleo en el 20%. Si tuviéramos unos índices de actividad y empleo como tiene Alemania, la presión fiscal española estaría por encima de la media europea.

Sin embargo, la presión fiscal no dice realmente si los impuestos son altos o bajos en relación a otros países porque no dice cuánto ganan otros ciudadanos europeos y cuánto ganamos aquí en España. ¿El 33% de cuánto? No es lo mismo el esfuerzo que hace una mileurista al que le quitan el un 33% que un famoso futbolista que paga ese mismo porcentaje. Además, si las personas que tienen empleo en un país son pocas en comparación con el otro, la carga que estarán soportando los contribuyentes reales será mayor. Por todos estos motivos los economistas hablan de carga o de esfuerzo fiscal cuando quieren establecer el sacrificio que suponen los impuestos de un país frente a los de otro a la hora de cumplir con esa presión a la que les somete el fisco.

Así, si lo que miramos es la carga fiscal, medida como la presión fiscal que soporta una renta media, vemos que los españoles llevamos a cuestas la tercera losa fiscal más pesada de la Unión Europea. Lo mismo sucede cuando medimos el esfuerzo fiscal entendido como la presión fiscal sobre el salario que soporta un asalariado medio. Italia y Portugal son los únicos países cuyos gobiernos exigen sacrificios mayores a sus ciudadanos.

Esta es la triste realidad que sufre el contribuyente español, el de carne y hueso, que para colmo tiene que soportar cómo los miembros del Gobierno insultan su inteligencia diciéndole que paga pocos impuestos y que intentarán subírselos aún más para que el Estado le pueda ofrecer unos servicios que el ciudadano posiblemente no haya pedido y prefiera contratarlos voluntariamente por su cuenta.

Subir los impuestos, como pretende el Gobierno, nos enterraría definitivamente en el fango de esta crisis porque dejaría a las familias, con menos poder adquisitivo y sin capacidad de ahorrar, desprovistos del poco margen de maniobra que les queda. Si nuestros gobernantes consideran que los ingresos fiscales son pocos para los gastos que realizan, que revisen la verdadera necesidad de esos gastos, que los recorten más, y que elimine las trabas a la reactivación del mercado laboral y de la economía en general; pero que no nos cuenten que han visto burros volando.

Juan de Mariana contra Zapatero por Gabriel Calzada Álvarez‏

Charlatanes, aduladores y tiranos

Hace ahora cuatro siglos España estaba en una situación financiera muy parecida a la actual. Durante la primera década del siglo XVII, Felipe III y el Duque de Lerma expandieron el gasto público y desequilibraron las cuentas incurriendo en un déficit que puso en jaque a toda la economía española. Al igual que ocurrió el pasado mes de mayo, la hacienda pública del hijo de Felipe II entro en quiebra técnica y los españoles sufrieron las consecuencias de las políticas irresponsables y manirrotas de sus gobernantes. Todo igualito que ahora.

A lo que no llegaron nuestros gobernantes hace 400 años es a tener la desfachatez de decirnos que nuestros impuestos "son muy bajos" cuando nuestra renta disponible –a los que por fortuna seguimos disponiendo de ella– a duras penas nos dan para llegar a fin de mes. Pues eso, ni más ni menos, es lo que ha hecho José Blanco este fin de semana y lo que llevan repitiendo Zapatero y Salgado desde el debate del estado de la nación para ir preparando la enésima subida de impuestos. Claro que Felipe III aprendió economía de su preceptor, García de Loaysa, un hombre culto y prudente que dedicó años a la formación de su alumno, mientras Zapatero aprendió en dos tardes de Jordi Sevilla, un preparado economista keynesiano que como todos los de su escuela carece de la más mínima prudencia.

Loaysa explicó a su pupilo que no tenía derecho alguno sobre los bienes y la renta de sus súbditos de tal forma que pudiera tomarlos para él o transferirlos a otros. También le enseñó que si realmente la hacienda real estaba en apuros debía esforzarse en recortar los gastos y si aun así era necesario recaudar más, debía explicar el motivo a la ciudadanía para que esta decidiera voluntariamente si estaba dispuesta a pagar más impuestos o no. Juan de Mariana, quien a su vez aconsejaba a Loaysa sobre los contenidos de las instrucciones al príncipe, añadió que quienes sostienen lo contrario "son los charlatanes y aduladores, que tanto abundan en los palacios."

Zapatero no necesita estar rodeado de charlatanes y aduladores para darnos otra vuelta de tuerca impositiva y sin embargo cuenta con una legión de fieles que nos repiten una y otra vez que si queremos servicios públicos decentes debemos pagar mucho más. Es la misma cantinela de siempre. La verdad es que si queremos mejores servicios públicos lo que necesitamos es recortar el gasto público de modo que el Estado deje de abarcar tantos aspectos de la vida de los ciudadanos y así fomentar que los servicios públicos los desarrolle y los ofrezca la sociedad civil. Esta crisis requiere adelgazar el Estado, como bien explicaba Mariana hace cuatro siglos. Tratar de salir de esta crisis cebando el leviatán conllevaría estrangular las posibilidades futuras de crecimiento de este país y requeriría seguir estableciendo nuevos impuestos que, como bien explicaba Juan de Mariana, irían "reduciendo poco a poco a la miseria a quienes hasta hace poco eran ricos y felices". "Proceder así", concluía el sabio autor, "sería obrar como un tirano, que todo lo mide por su codicia y se arroga todos los poderes".

Gabriel Calzada Álvarez es doctor en Economía y presidente del Instituto Juan de Mariana.

Google y la libertad en Internet por Gabriel Calzada

El lunes pasado dos gigantes de internet pusieron patas arriba la red de redes al colgar un breve documento en sus respectivas páginas web. El texto contiene una propuesta conjunta “en defensa de un Internet abierto” y las dos grandes empresas son el archiconocido buscador Google y Verizon, una de las principales compañías de telecomunicación de EEUU.

El revuelo que se ha organizado tiene que ver con las matizaciones que en el texto hacen estas dos empresas al concepto de neutralidad de red. Por neutralidad de red se entiende que los operadores de telecomunicaciones no puedan discriminar contenidos, aplicaciones, servicios o simples bits que transiten por sus redes, dando prioridad a unos sobre otros.

El movimiento por la neutralidad de red, liderado hasta ahora por los grandes buscadores como Google, defiende que este principio es fundamental para mantener la libre competencia, la innovación y la libertad de los usuarios. Sus detractores, encabezados por las empresas de telecomunicaciones, argumentan con razón que lo que los activistas por la neutralidad llaman libre competencia es en realidad la usurpación de la gestión de sus recursos y que la verdadera libre competencia es la que resulta de los acuerdos voluntarios entre los dueños de las redes, los proveedores de contenidos y los usuarios finales.

Principio igualitarista

El principio de neutralidad de red se asemeja a una norma que permitiera a los dueños de los centros comerciales cobrar una entrada (en general mediante una tarifa plana) a los clientes que visiten el centro pero no pudieran pedir alquiler por el uso de los locales comerciales a las empresas que se instalen para ofrecer servicio a los consumidores finales.

En virtud de este principio igualitarista el dueño del centro no podría gestionar sus activos. No podría decidir qué empresas se instalan y cuales no lo harán, ni si lo pueden hacer más cerca o más lejos de la entrada, no podría diferenciar el trato que da a clientes que vienen a comprar y luego se marchan frente a los que vienen a pasear y mirar escaparates todo el día.

Mientras el centro comercial sea tan grande que quepan todos las empresas que quieran instalarse y todos los visitantes que quieran entrar sin llegar a estorbarse, todo irá más o menos bien. El dueño del centro habrá perdido su capacidad para determinar el tipo de centro que quiere ofrecer (que no es poca pérdida de libertad) pero el sistema será viable desde un punto de vista estrictamente operativo y de corto plazo.

El principal problema surge desde el momento en que el espacio empiece a escasear. ¿Quién gestionará en ese momento la entrada y los escasos metros cuadrados que existen para instalarse? ¿Lo harán los propietarios o lo hará un tercero? ¿Si lo hace un tercero y el propietario no puede rentabilizar la gran afluencia, quién invertirá en ampliar el centro? Eso es precisamente lo que ha sucedido en Internet.

Mientras la red fue relativamente grande en relación a su uso la idea de neutralidad era viable, si bien su implantación hubiese atentado contra la libertad de los dueños de las redes. Una vez que el uso ha crecido exponencialmente y existe una fuerte presión sobre el recurso que todos utilizan la idea de neutralidad se vuelve en contra de los proveedores de contenidos más competitivos y del consumidor; además de contra las empresas de telecomunicaciones.

Este es el contexto en el que hay que entender las declaraciones de César Alierta en febrero de este mismo año cuando dijo que “es evidente que los buscadores e Internet utilizan nuestras redes sin pagarnos nada, lo cual es una suerte para ellos y una desgracia para nosotros. Pero eso no puede seguir, las redes las ponemos nosotros, los sistemas los hacemos nosotros, el servicios postventa lo hacemos nosotros; lo hacemos todo. Eso va a cambiar, estoy convencido.”

Pues bien, Google y Verizon, el buscador y el telecomunicador, han matizado su apoyo al principio de neutralidad. En el quinto punto de su comunicado conjunto proponen que a través de la banda ancha, además del acceso a Internet, se puedan ofrecer nuevos servicios en los que el proveedor sí pueda priorizar.

Situación insostenible

Por otro lado, en el siguiente punto afirman que las redes inalámbricas son diferentes a las tradicionales y que varían a tal velocidad que no conviene hacerlas pasar por el aro de la neutralidad. Parece que, como decía el presidente de Telefónica, las cosas van a cambiar en alguna medida porque lo otro era insostenible. Google, gran instigador del movimiento por la neutralidad (eufemismo, como hemos visto, para hablar de la gestión colectiva de los recursos propiedad de las empresas de telecomunicación) le ha visto las orejas al lobo que lleva años cebando y ahora quiere dar marcha atrás sin que se note demasiado.

A los activistas por la neutralidad todo esto les parece horrible. Ven que el centro comercial está abarrotado y que pronto será molesto acudir a él. Sin embargo detestan flexibilizar su principio igualitarista y su solución pasa por obligar a las empresas propietarias de la red a que inviertan en nuevas instalaciones aunque no sea rentable hacerlo en el marco de una neutralidad que pretenden imponer. También quieren que sea el Estado quien, bajo su influencia y a través del regulador, dicte cómo será el Internet del futuro y incluso se erija en empresario y gestione el sector de las telecomunicaciones si hiciera falta.

En cambio, a los defensores de un Internet en constante innovación en el que impere la libertad individual, el derecho a la propiedad privada y el respeto por los acuerdos libremente alcanzados entre las partes, el cambio de postura de Google es una buena noticia. Lo último que necesitamos es que el Estado decida qué tiendas y bajo qué condiciones pueden instalarse en el centro comercial.

Destruccionismo a toda costa por Gabriel Calzada

Artículo de Calzada sobre los ecologistas y los lugares donde vive la gente.

Sobre este tema ha escrito también recientemente Carlos Rodríguez Braun.

Destaco:

...el movimiento ecologista se ha destacado por luchar contra el ser humano y la mejora de su medio ambiente al tiempo que lanza campañas de marketing en las que se presenta como un movimiento redentor.

En este contexto hay que enmarcar el nuevo informe de Greenpeace en el que la organización se muestra molesto con que el 44% de la población española viva en municipios costeros. A Greenpeace no le gusta que vivamos cerca del mar. Claro que tampoco le gusta que vivamos en las montañas ni cerca de parajes naturales de ningún tipo.

No les importa que los españoles hayan preferido la rentabilidad del turismo, por baja que pueda ser su rentabilidad en algunos casos, a sus alternativas ecologistas.



ARTÍCULO:

Ludwig von Mises, según Milton Friedman el mayor defensor del liberalismo en el siglo XX, llamaba destruccionismo a la interferencia política en la vida económica de los ciudadanos.

En las últimas tres décadas el destruccionismo ha encontrado un perfecto caldo de cultivo en el movimiento radical ecologista que considera el progreso humano y al propio ser humano como el principal problema ambiental. Desde las propuestas de crisis económicas inducidas (denominadas por ellos mismo políticas de "crecimiento cero") hasta las políticas misantrópicas que promueven la reducción del tamaño de la población con medidas "aparentemente brutales", el movimiento ecologista se ha destacado por luchar contra el ser humano y la mejora de su medio ambiente al tiempo que lanza campañas de marketing en las que se presenta como un movimiento redentor.

En este contexto hay que enmarcar el nuevo informe de Greenpeace en el que la organización se muestra molesto con que el 44% de la población española viva en municipios costeros. A Greenpeace no le gusta que vivamos cerca del mar. Claro que tampoco le gusta que vivamos en las montañas ni cerca de parajes naturales de ningún tipo. Es evidente que a la organización ecologista lo que le gustaría es decirnos dónde y cómo podemos vivir, algo que ya hacen en alguna medida prohibiendo la urbanización de grandes extensiones del territorio y presionando para prohibir multitud de actividades, productos y servicios, así como obligándonos a consumir otros que no nos interesan.

En este nuevo panfleto de la organización también descubrimos que a los guerreros verdes no le gusta el turismo porque habitualmente está relacionado con estancias cerca del litoral y porque, según ellos, tiene una escasa rentabilidad. ¿De qué quieren que vivamos entonces en España? Quizá piense que era mejor dedicarse a la agricultura biológica o a otras actividades subvencionadas. Pero para que vivamos de cuentos verdes alguien tendrá que subvencionarnos con el fruto de producir cosas que la gente quiera realmente. ¿Quién será? No queda claro porque el destruccionismo sólo se ocupa de eso, de destruir a base de prohibiciones lo que funciona sin necesidad de coacción y de prometer un mundo mejor diseñado por un grupo de sabios verdes. No les importa que los españoles hayan preferido la rentabilidad del turismo, por baja que pueda ser su rentabilidad en algunos casos, a sus alternativas ecologistas.

También les molesta que el 60% de las playas estén en entornos urbanizados. Parece que el hecho de que las playas estén a mano y puedan ser disfrutadas por los seres humanos supone un problema para estos autoproclamados defensores del medio ambiente.

La manía de alejar al ser humano de la costa ha echado raíces en los partidos políticos españoles. Hace cinco años la entonces ministra de Medio Ambiente Cristina Narbona ya emprendió una campaña en contra de la mala costumbre de los españoles de querer vivir cerca de la costa y de las playas. Sus discursos coincidieron con la compra de Zapatero de un chalecito a pie de playa en Almería. También en el PP se relacionan de forma extraña con la costa. El ex ministro de Medio Ambiente Jaume Matas disfrutó de su gran casa delante el mar y con una piscina en zona marítimo terrestre mientras su Ministerio se dedicaba a expropiar a quienes disfrutaban de la costa de forma similar.

Dios los cría y ellos se juntan. Políticos y ecologistas radicales intentan gobernar nuestras vidas a toda costa y forman actualmente la coalición destruccionista más peligrosa para la libertad individual.

Gabriel Calzada Álvarez es doctor en Economía y presidente del Instituto Juan de Mariana.

El transformista de Moncloa por Gabriel Calzada

Análisis de Gabriel Calzada sobre el manejo de la crisis por parte de Zapatero.

Destaco:

La crisis que comenzó en 2007 fue causada por un mal diseño institucional del ultraintervenido sistema monetario internacional, del que Zapatero sólo es responsable en la medida que lo es toda la clase política. Sin embargo, la depresión en la que hemos entrado es consecuencia directa de las medidas keynesianas de incremento alocado del gasto público y desequilibrio presupuestario que defendió con pasión.

En los dos primeros años de la crisis, llegó a decir que aquellas eran las únicas medidas posibles, en contra incluso de su anterior ministro de Economía, Pedro Solbes, quien le aconsejó que, antes que desajustar las cuentas públicas, era preferible no hacer nada, motivo por el que el presidente le forzó a marcharse.

Zapatero podría imitar a gobiernos socialdemócratas extranjeros, como el sueco, que, en pasadas situaciones de crisis sociales, han liberalizado mercados y otorgado más libertad de elección a los ciudadanos para que fueran ellos los que encabezaran las transformaciones económicas necesarias para prosperar.



ARTÍCULO:

A finales de la semana pasada, el presidente del Gobierno explicó a un medio de comunicación afín y nacional cómo le gustaría pasar a la historia de España. La respuesta de Zapatero muestra el carácter mesiánico de su proyecto y la poca idea que tiene este señor, a día de hoy, sobre las causas de la depresión económica en la que nos encontramos inmersos.

En el futuro, su contestación debería ser estudiada en institutos y facultades como caso práctico de dirigismo económico llevado a su extremo.

Dice Zapatero que quiere pasar a la historia, nada más y nada menos, que “como el presidente que, además de hacer frente a la crisis, transformó la economía y llevó a cabo la tercera gran transición económica de la democracia”.

Para empezar, el líder socialista da por sentado que ha hecho frente a la crisis económica con sus políticas. Su visión recuerda a la del monarca absoluto que se dedica a envilecer la moneda pero piensa que la subida generalizada de los precios se debe a una maldición caída del cielo, a un meteorito o a un acto de brujería, y cree que poniendo tasas a diestro y siniestro se enfrenta al problema.

Cuando las regulaciones de precios desencadenan el desabastecimiento de los mercados, el monarca asiste atónito a lo que ve como una inexplicable desgracia o como un ataque de malvados especuladores y acaparadores.

Tanto el rey absoluto como Zapatero piensan que no tienen otra relación con el fenómeno contra el que creen luchar que la de ser una desafortunada víctima real.

La crisis que comenzó en 2007 fue causada por un mal diseño institucional del ultraintervenido sistema monetario internacional, del que Zapatero sólo es responsable en la medida que lo es toda la clase política. Sin embargo, la depresión en la que hemos entrado es consecuencia directa de las medidas keynesianas de incremento alocado del gasto público y desequilibrio presupuestario que defendió con pasión.

En los dos primeros años de la crisis, llegó a decir que aquellas eran las únicas medidas posibles, en contra incluso de su anterior ministro de Economía, Pedro Solbes, quien le aconsejó que, antes que desajustar las cuentas públicas, era preferible no hacer nada, motivo por el que el presidente le forzó a marcharse.

Efecto desastroso

Con sus políticas, como sucede con el establecimiento de los precios máximos del monarca absolutista, Zapatero secó los mercados y nos condujo, a comienzos de mayo de este año, a una quiebra técnica que por fin reconoció, indirectamente, en el transcurso del debate sobre el Estado de la Nación.

Ni siquiera parece darse cuenta de que con su tijeretazo de urgencia, dictado por Bruselas, Washington y Pekín, no está haciendo frente a la crisis, sino al efecto desastroso de sus anteriores políticas contra la crisis. Además, su beneficioso efecto se producirá sólo si realmente termina recortando el gasto, algo que está aún por ver, porque lo que realmente le pide el cuerpo a ZP el rojo es subir todavía más los impuestos y la carga fiscal, lo que terminaría de asfixiar a la sociedad española.

Zapatero quiere “que esta legislatura sea la de la transformación económica”, esa que quiere realizar personalmente, como si fuera un Mesías, y por la que pretende pasar a la historia de España.

¿A qué transformación se refiere? El presidente está convencido de que las transformaciones de la economía llegan desde el Gobierno, cuando la realidad es que, en una economía sana y sostenible, las transformaciones llegan cada día desde abajo. Las grandes transformaciones desde la cúspide política se sostienen y duran lo que un castillo de naipes en medio de un vendaval.

Zapatero podría imitar a gobiernos socialdemócratas extranjeros, como el sueco, que, en pasadas situaciones de crisis sociales, han liberalizado mercados y otorgado más libertad de elección a los ciudadanos para que fueran ellos los que encabezaran las transformaciones económicas necesarias para prosperar.

"Somos lo que somos como país", como dice Zapatero, y los españoles tratarán de aprovechar las ventajas competitivas que tengamos para salir adelante. El problema para desempeñar esta tarea es que, en su anterior anuncio de transformación, Zapatero infló el tamaño del Estado y elevó costes de producción tan esenciales como el energético, imponiendo una enorme losa sobre las espaldas de los españoles que tratan de ofrecer productos dentro y fuera de nuestro país a precios atractivos.

Lo que necesitamos no es “confianza en nosotros mismos como país”, porque esa no es la causa de nuestra lamentable situación, sino menos transformistas en el Palacio de La Moncloa y más reformas liberalizadoras que permitan a los españoles llevar a cabo los cambios paulatinos que vayan configurando libremente nuestro modelo económico y social.

Controlemos a los controladores y a Aena por Gabriel Calzada

Reflexión de Gabriel Calzada sobre los controladores aéreos en España. Aboga por la privatización como mejor solución al conflicto.

Estoy totalmente de acuerdo con él, pero privatización total.

Destaco:

Al ministro le quedan al menos dos opciones. Una consistiría en establecer un sistema de auditoría permanente e independiente de la calidad de la actividad de los controladores que sirva para establecer premios y sanciones en un marco de incentivos y desincentivos con el objetivo del desempeño de su servicio en condiciones de eficiencia y seguridad. Pero la verdadera solución pasa por la privatización y liberalización del control del tráfico aéreo. De este modo, los controladores aéreos pasarían, como todas las demás profesiones libres, a estar controlados por los consumidores, al igual que lo estaría Aena.

 
 
ARTÍCULO:
 
Los controladores de nuestras vidas, desde la cuna hasta la tumba, entregaron hace tiempo la navegación aérea a un colectivo en régimen de monopolio.

Con gobiernos de todos los colores, los controladores aéreos han logrado ir consolidando su condición de clase privilegiada, lejos de los acuerdos voluntarios del libre mercado. En este contexto, los elevados sueldos que percibe este colectivo no son más que la consecuencia lógica de la posición de poder en la que el Partido Popular y el Partido Socialista lo han situado irresponsablemente dentro de una empresa, Aena, que no tiene que molestarse por ser mejor que la competencia, porque no la hay.

En este punto de la película ha aparecido José Blanco, decidido a cambiar la situación. Sus motivaciones pueden ser diversas, pero lo importante es que, por fin, un ministro de Fomento se atreve a recortar los privilegios empresariales y laborales concedidos por sus antecesores en el cargo a costa del consumidor y del sector aéreo.

El anuncio del plan de privatización parcial de los aeropuertos de Aena fue recibido con júbilo por muchos liberales, aunque quizá pecó de quedarse corto y no lanzarse a una privatización completa y transparente de los aeropuertos, cuando lo complicado no es tanto el grado de privatización, sino anunciarla y llevarla a cabo. Además, se perdía una fantástica oportunidad para colocar la navegación aérea, la otra pata de Aena, en el ámbito del mercado –como sucede en países como Suiza– y se prefirió arreglar los problemas del control aéreo con nuevas regulaciones.

En este contexto, el Gobierno aprobó la Ley 9/2010, en la que trata de evitar algunas de las ineficiencias y los vicios generados en el campo del control de la navegación aérea. La ley trata de mejorar la gestión de los recursos humanos y materiales de Aena. En especial, la ley trata de reducir el número de horas extras realizadas, que hasta ahora se pagaban a precio de oro, aumentando las horas corrientes de trabajo. Es muy posible que cualquier intento de privatización del control aéreo requiera primero una acción de este tipo.

Es obvio que ninguna empresa va a querer entrar en el mercado del control aéreo si tiene que asumir unos desorbitados costes salariales y lidiar con un colectivo bien organizado que gestionaba los recursos de manera ineficiente, porque su empleador no está bajo el imperio de la soberanía del consumidor, es decir, del mercado, y se daba el lujo de establecer una escasez artificial en su profesión, haciendo uso de su capacidad exclusiva sobre la formación de nuevos controladores.

Los controladores aéreos, como buen grupo de interés, han intentado presentar la cuestión como si se tratara de un atentado contra la seguridad movido por espurios intereses económicos. Aparentemente, la estrategia de este colectivo ha consistido en emprender una huelga de celo encubierta y presentarse ante la opinión pública como los penosos sufridores de una alta responsabilidad que les genera un alto estrés. Esta estrategia de imagen les habría dado la coartada perfecta para pedir numerosas bajas con las que ralentizar el tráfico aéreo, perjudicando así a los pasajeros, a las líneas aéreas y al sector turístico.

Así pretenden plantar cara al ministro de Fomento y chantajear a toda la sociedad con el objetivo de mantener sus privilegios. Los controladores cuentan con la ignorancia y el miedo de los pasajeros para ganar este pulso. La realidad es que en los sistemas de navegación aérea, cada vez más automatizados, existen múltiples niveles redundantes de seguridad, por lo cual su trabajo quizás no sea tan estresante como pretenden.

Muchos ciudadanos, incluido D. José Blanco, piensan que el estrés colectivo que han sufrido los controladores podría no ser más que una argucia para presionar a toda la sociedad. Todo apunta a que los controladores se saben imprescindibles en la situación actual y no van a renunciar a sus privilegios, como hicieron los nobles ante la convocatoria de los Estados Generales al inicio de la Revolución Francesa.

Ronald Reagan

Los controladores son conscientes de que sus elevadas rentas provienen de unas circunstancias laborales conseguidas bajo presión sindical en el pasado y que la forma de conservarlos no es ser más productivos, sino amenazar con el daño que pueden causar prestando el servicio de forma ineficiente en un marco en el que resulta complicado sustituirles y en el que ellos mismos controlan el acceso a la profesión. Ante este enorme pulso político, Blanco está tratando de emular a Ronald Reagan con la amenaza de usar controladores militares para sustituir a los civiles. La amenaza podría cumplirse con cierta facilidad en aeropuertos pequeños y con tráfico reducido, pero será mucho más complicado realizarla en los grades aeródromos y centros de control españoles.

Al ministro le quedan al menos dos opciones. Una consistiría en establecer un sistema de auditoría permanente e independiente de la calidad de la actividad de los controladores que sirva para establecer premios y sanciones en un marco de incentivos y desincentivos con el objetivo del desempeño de su servicio en condiciones de eficiencia y seguridad. Pero la verdadera solución pasa por la privatización y liberalización del control del tráfico aéreo. De este modo, los controladores aéreos pasarían, como todas las demás profesiones libres, a estar controlados por los consumidores, al igual que lo estaría Aena.

Sanidad: por un copago del 100% por Grabriel Calzada

Artículo sobre el copago sanitario. No es muy favorable don Gabriel. Me sumo a su opinión.

ARTÍCULO:


El Gobierno, noqueado y aturdido tras estamparse contra el muro de la realidad cuya existencia negó hasta el último segundo de su alocada y acelerada carrera a bordo del cohete del gasto público, ha decidido volver a decirse, desdecirse y contradecirse.
Esta vez el tema ha sido el copago sanitario. En pocas horas, la ministra de Sanidad y Política Social, Trinidad Jiménez, ha lanzado un globo sonda sobre la conveniencia de la introducción del copago para, poco después, pincharlo ella misma y quién sabe si meterlo en el BOE en próximas fechas. Según Caros Ocaña, el Gobierno estudió la introducción del copago como una de las posibilidades dentro del plan para recortar el déficit público, pero lo descartó, de momento.
El problema aquí es el mismo que los españoles estamos descubriendo que tenemos en tantos sectores. Nos creímos los cantos de sirena de una sanidad universal, gratuita, igualitaria y de calidad, hasta que nos dimos cuenta que el supuesto derecho social no era más que una fantasía (a)social y generadora de un enorme déficit que la convierte en insolidaria en el plano intergeneracional.
La idea del copago o del ticket moderador surge de una triple circunstancia: el sistema sanitario público acumula un déficit de algo más de 11.000 millones de euros, los españoles vamos mucho más al médico y a urgencias que nuestros vecinos europeos, y la gestión de los recursos es caótica. Las administraciones públicas nunca han sido especialmente habilidosas en cuestiones logísticas y, en esta ocasión, las listas de espera están ahí para dar testimonio aséptico.
Además, cuando el precio por el uso del servicio es cero, la demanda se aproxima a infinito, aplastando la calidad del servicio y/o catapultando el coste. De seguir por esta senda, en el contexto de una sociedad que se va envejeciendo, el déficit alcanzaría, según McKinsey, los 50.000 millones de euros en diez años.
El problema de fondo es que se ha desvinculado al cliente del servicio del pago de la prestación por culpa de la interposición de un tercer agente que primero pone el precio que le viene en gana, luego te lo quita mediante impuestos y, por último, lo gasta sin responsabilidad en un entorno en el que el cálculo económico se vuelve hace casi imposible.
El problema es, por tanto, ese modelo coactivo, universal, gratuito e igualitario que, impuesto en cualquier otro sector, calificaríamos de colectivismo trasnochado. Y un sistema que no funcionó para algo en apariencia tan sencillo como tener llenas las estanterías de los supermercados no va a hacerlo cuando de lo que se trata es de dar con la correcta combinación de recursos, de entre las múltiples posibles, para satisfacer la compleja y variada demanda médica de los pacientes. Nuestros políticos no paran de repetir que este modelo es el orgullo de la nación, pero el 85% de aquellos ciudadanos a quienes se les da la posibilidad de elegir si desean recibir la prestación pública o privada (básicamente, los funcionarios) deciden que sea privada.
Balón de oxígeno
Para intentar contener el efecto financiero de un sistema fantasioso e irresponsable, el Gobierno se plantea ahora una tasa o copago para desincentivar el uso de los servicios, así como volver a reducir a golpe de decreto los precios a sus principales proveedores y seguir prohibiendo la información de las empresas farmacéuticas a los pacientes, no vaya a ser que estos se enteren de la existencia de alguna nuevas medicinas, que suelen ser buenas, bonitas pero no muy baratas. Pero esta tasa sólo es un balón de oxígeno a un sistema que necesita una cirugía por obesidad mórbida. El problema de fondo es que hemos eliminado la libertad y la competencia en un sector crucial.
En algunos lugares en los que los políticos se consideran muy liberales, han recurrido a la gestión privada de hospitales dentro del sistema público de salud, sin darse cuenta de que la medida supone tirar la pelota un poco más adelante y contribuye a la muerte por asfixia del ejercicio libre de la profesión médica y de los establecimientos médicos verdaderamente privados. Donde el paciente no puede decidir qué recursos está dispuesto a dedicar a ofertas médicas que rivalizan por su demanda, no hay posibilidad de una verdadera competencia ni de un uso racional de los recursos.
La existencia de personas pobres que no pueden costearse un seguro médico es una justificación cutre de la colectivización ruinosa de la medicina, equivalente a colectivizar la alimentación con la burda excusa de que, de lo contrario, habría quien no pueda pagarse la comida a fin de mes. La solución al problema concreto de casos excepcionales no puede determinar el modelo en el que se obligue a entrar al resto de la sociedad. El Estado tendría, en todo caso, que dedicarse a garantizar la provisión de los servicios médicos a esos casos excepcionales.
Si realmente queremos solucionar este desbarajuste y el problema financiero al que conduce, devolvamos a los ciudadanos el enorme volumen de impuestos que se les quita para pagar un sistema médico forzoso, démosle libertad de elección con su dinero, saquemos al Estado de la medicina y abramos el mercado a la competencia. La sanidad se convertiría en un enorme polo de atracción de inversiones, de innovación, de generación de riqueza y de empleo, como ocurre allí donde este sector es libre.
Necesitamos un copago, sí. Un copago del 100% que convierta al paciente en el soberano del mercado médico, y la devolución de los impuestos que van a financiar este enfermizo y deficitario sistema público de salud.